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Críticas ordenadas por:
Boardwalk Empire (Serie de TV)
Boardwalk Empire (2010)
Serie
  • 7,9
    25.061
  • Estados Unidos Terence Winter (Creador), Timothy Van Patten ...
  • Steve Buscemi, Kelly MacDonald, Shea Whigham ...
8
La mayoría de edad de la TV
"Boardwalk Empire" constituye un ejemplo palmario de que la Edad de Oro de la TV, si es que la hubo, hace ya tiempo que pasó, quedando cada vez más como un bonito recuerdo. Las producciones que aquilataron el cacareado término compartían un puñado de rasgos prácticamente extintos en el audiovisual de hoy, salvo honrosas y muy contadas excepciones. Se me ocurre "Chernobyl" (ídem, 2019) y, la verdad, pocas más. A saber: personajes poliédricos, ni héroes ni villanos, o ambas cosas a la vez; tramas complejas en las que anidaba una voluntad holística, así como unas dotaciones presupuestarias acordes a las ambiciones de sus creadores.
Una explicación a la súbita mayoría de edad del medio televisivo puede rastrearse en la fuga de talento desde el entontecido cine comercial a partir del cambio de siglo. Suele situarse el punto de inflexión en "Los Soprano" ("The Sopranos", 1999-2007) y "The Wire" (ídem, 2002-2008), si bien David Lynch había sentado un precedente notorio con "Twin Peaks" (ídem, 1990-1991). Llegó un momento, que debiera avergonzar a los responsables de la gran industria cinematográfica, en que los canales por cable ofrecían mayor libertad creativa a los realizadores, de modo que sólo en la pequeña pantalla podían ya verse historias verdaderamente adultas, sexo y violencia incluidos. En base a tales parámetros, precisamente, cimentó su éxito la cadena HBO, artífice de las citadas "Los Soprano" y "The Wire", además de ese "hype" infinito en que se erigiera "Juego de tronos" ("Game of Thrones", 2011-2019). Un poco antes de esta última, estrenaría "Boardwalk Empire", en antena durante 5 temporadas y una joya a la que la fama no hizo la justicia que hubiera merecido, probablemente opacada por el —a mi juicio, excesivo— éxito de "Juego de tronos".
En "Boardwalk Empire", Terence Winter —guionista de la desopilante "El lobo de Wall Street" ("The Wolf of Wall Street", 2013)—, Tim Van Patten y Martin Scorsese pintan un apabullante fresco histórico recorrido por algunos de los más conspicuos criminales que han hecho de las suyas en los Estados Unidos, tierra de promisión y, como se ve, también de perversión. Sin miedo a estar dejándome llevar por el entusiasmo, me atrevería a decir que se cuenta entre las mejores aproximaciones al mundo del hampa jamás rodadas, al nivel de la trilogía de "El padrino" ("The Godfather", 1972, 1974 y 1990, respectivamente) o las películas de gánsteres firmadas por el propio Scorsese, tales que "Uno de los nuestros" ("Goodfellas", 1990) y "Casino" (ídem, 1995). Con todas ellas comparte el barroquismo visual, la tragicómica teatralidad shakesperiana y la insistencia en revestir al arquetipo del mafioso de una "finesse" de la que a todas luces carece. Basta comparar el malencarado Lucky Luciano real con el querubín encargado de interpretarlo, un Vincent Piazza al que te imaginas cantando en algún grupo indie a lo "Babyshambles" antes que liquidando a sus rivales en el lucrativo negocio de la heroína. Suerte de contar con los rostros insólitos de Michael Shannon, Stephen Graham y, sobre todo, un descomunal Steve Buscemi, con los que contrarrestar el olor a "Nenuco" dimanado por el antedicho Piazza, su socio Anatol Yusef como Meyer Lansky o Michael Pitt, esa especie de Leonardo DiCaprio indie a medio cocer.
Efectivamente, Buscemi compone un personaje de antología, su "Nucky" Thompson no tiene absolutamente nada que envidiar a los Vito y Michael Corleone, Jimmy Conway y Tommy DeVito, o "Ace" Rothstein y "Nicky" Santoro. El veterano actor de Brooklyn es el alma de una fiesta tremebunda que tiene el mérito añadido de no decaer prácticamente en ningún momento, sobrellevando con pulso de cirujano los numerosos —violentísimos casi todos— mutis por el foro y súbitos fichajes de relumbrón de los que otras tantas producciones sí acostumbran a resentirse —la celebrada "Juego de tronos", sin ir más lejos—. Un pequeño bache apenas, al inicio de la tercera temporada, del que se recupera con brío imponente para ya no perder comba hasta la breve, pero catártica entrega final.
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2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La semilla del diablo
La semilla del diablo (1968)
  • 7,7
    62.950
  • Estados Unidos Roman Polanski
  • Mia Farrow, John Cassavetes, Ruth Gordon ...
8
El infierno son tus vecinos
“La semilla del diablo” se erige en una de las (muchas) obras maestras de su director, el hoy denostado —eso sí, por razones estrictamente ajenas a sus improbables deméritos cinematográficos— Roman Polanski. Ni que decir tiene que se trata, asimismo, de una de las cimas del cine de terror de todos los tiempos.
Siempre me ha resultado curiosa la animadversión que Polanski manifiesta hacia las comunidades de vecinos, habría que haberlo visto discutiendo alguna derrama antes de mudarse al 10050 de Cielo Drive. Sarcasmos aparte, los vecindarios de Polanski constituyen un microcosmos donde aflora lo peor del género humano, panópticos foucaltianos o reminiscencias del fascismo, cuando no su triunfo definitivo e irreversible. Desde “Repulsión” (“Repulsion”, 1965) hasta “El quimérico inquilino” (“Le locataire”, 1976), pasando, cómo no, por la maravilla malsana que nos ocupa.
El genial director polaco es un consumado maestro en la construcción de atmósferas sofocantes, cocinadas a fuego lento y salpimentadas con un humor ciertamente peculiar, surrealista y corrosivo, que en absoluto contribuye a relajar la tensión acumulada, sino más bien, todo lo contrario. Asimismo, encontramos abundantes referencias a Hitchcock, de entre cuyos epígonos destaca Polanski sobremanera: travellings de seguimiento, primer y primerísimo planos —el del cuchillo en ristre es puro “Psicosis” (Psycho,”, 1960)—, parafilias, psicoanálisis y un manejo superlativo de los resortes del suspense.
A tal respecto, en “La semilla del diablo”, Polanski juega con la ambigüedad que le sirve de base con la traviesa fruición del virtuoso, estirándola y dándole la vuelta como un calcetín, llevándola hasta sus últimas consecuencias y casi agotando sus posibilidades. Durante dos horas largas nos hace debatirnos entre la paranoia de su frágil protagonista, en la que se presume un batiburrillo hormonal de ardua digestión, y la existencia real de esa cáfila de añejos acólitos del anticristo sedientos de sangre infantil. Sólo al final salimos de dudas, merced a un desenlace desopilante y terrible a un tiempo, que, de hecho, habría firmado el propio Luís Buñuel. El discreto encanto de la burguesía… satánica.
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1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Vencedores o vencidos? (El juicio de Nuremberg)
¿Vencedores o vencidos? (El juicio de Nuremberg) (1961)
  • 8,2
    13.529
  • Estados Unidos Stanley Kramer
  • Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmark ...
8
La banalidad del mal
El de juicios es un subgénero cinematográfico que ha dado a luz películas memorables, como “Doce hombres sin piedad” (“12 Angry Men”, 1957), “Testigo de cargo” ("Witness for the Prosecution”, 1957) o “Anatomía de un asesinato” (“Anatomy of a Murder”, 1959). Sin duda, esta “¿Vencedores o Vencidos?” se cuenta también entre las más destacadas.
Stanley Kramer adapta un episodio de la serie de TV “Playhouse 90” (ídem, 1956) —donde, por cierto, hicieron sus primeras armas cineastas de la talla de John Frankenheimer, Franklin J. Shaffner o Arthur Penn—conservando, de hecho, a Maximilian Schell en el controvertido y oscarizado papel de Hans Rolfe, abogado defensor de los jerarcas nazis. También se aprecian texturas televisivas y documentales en el manejo algo deslavazado de la cámara, con profusión de zooms y desenfocados con los que —supongo— se pretendió reproducir la inmediatez típica del noticiario. Ello resalta especialmente durante las escenas del tribunal, sobre todo cada vez que se abre el plano, calcadas, cuando no confundidas en el imaginario colectivo con las imágenes de los Procesos de Nuremberg reales. Antes señalé que Maximilian Schell fue galardonado con el Óscar al mejor actor. Premio sin duda merecido, pero que podían habeser llevado, asimismo, un Richard Widmark encarnación de la cándida arrogancia americana, Burt Lancaster con la prestancia y la dignidad que engalanaron su madurez y, más que ninguno, Spencer Tracy, superlativo en la cuarteada piel de ese juez de distrito sacado del retiro para presidir el juicio más importante de su carrera. Pero no sólo ellos entregan trabajos asombrosos, porque las aportaciones, impagables, de Marlene Dietrich, Judy Garland y un Montgomery Clift arrasado por la vida hacen de “¿Vencedores o vencidos?” un festín actoral sin parangón.
Por supuesto, la cinta de Stanley Kramer constituye una acertada y desgarradora reflexión en torno a la “obediencia debida” —falaz argumento al que suelen agarrarse los acusados de crímenes contra la humanidad— y la “banalidad del mal” definida por Hannah Arendt para explicar (se) cómo en la nación más civilizada de Europa y, por ende, del mundo pudieron tener lugar las aberraciones perpetradas por el III Reich y sus secuaces. Estos últimos la mayoría del pueblo alemán, según la pensadora de Hannover y el fiscal Lawson interpretado por Richard Widmark, cuando afirma sarcástico que “no hay nazis en Alemania”, o el arrepentido Ernst Janning que compone Burt Lancaster, quien sacude conciencias con un discurso para la historia del cine, culminado con sendas preguntas en absoluto retóricas: “¿Dónde estábamos?” y “¿Estábamos sordos, mudos, ciegos?”. Que el saldo del complejísimo proceso fuera un centenar corto de condenas ilustra la perenne sumisión de la moral a los intereses geopolíticos y supone, en fin, una broma de pésimo gusto.
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Nowhere Mind
Nowhere Mind (2018)
  • Estados Unidos Ben Nissen
  • Patriac Coakley, David Scott Crawford, Andrew Graves ...
6
Hipster Sci-Fi
Estupenda e injustamente ignorada película independiente, esto último en toda la pureza del término y no en el sentido de mera etiqueta de comercialidad a que la industria ha acabado por reducirlo. De hecho, hay ocasiones en que “Nowhere Mind” se aproxima a los espartanos preceptos del Dogma 95, conocidos como el ilustrativo “Voto de castidad”.
La austeridad de la propuesta, manifestada en una casi total ausencia de efectos especiales, y el peso que en la historia tiene el elemento (melo) dramático llevan a olvidar que nos encontramos ante una cinta de ciencia ficción en torno a la posibilidad —o no— de la proyección extracorporal. Es probable, por eso, que el desenlace coja desprevenido a más de uno, a lo cual también coadyuva una narrativa discontinua hasta casi rayar en la incoherencia. Al respecto no queda sino remitirse a la escena de la araña, kafkiana clave interpretativa con que disipar cualquier duda.
El debutante Ben Nissen, al que conviene seguir la pista, escribe y dirige una película ciertamente sugestiva con ecos de un Christopher Nolan despojado de grandilocuencia —cierto que en base a la cual ha erigido éste una carrera de indiscutible brillantez—. Así, “Nowhere Mind” parece la hermana pequeña, o el primo pobre, de “Memento” (ídem, 2000) e incluso, salvando unas distancias siderales —que ya es decir—, “Origen” (“Inception”, 2010).
Por su parte, los integrantes de su breve reparto, tres intérpretes apenas, entregan sendos trabajos igualmente dignos de mención, de una naturalidad “amateur” muy refrescante. Sumado a ello, unas imágenes secas, con predominio de colores fríos y texturas de vídeo, así como una banda sonora ciertamente sugestiva a cargo de Corey Wills —a quien tampoco hay que perder de vista—, resultan en una película por demás recomendable. Prueba —y no abundan últimamente— de que donde sobra el talento no hacen falta dispendios excesivos.
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Los siete samuráis
Los siete samuráis (1954)
  • 8,4
    43.423
  • Japón Akira Kurosawa
  • Toshirô Mifune, Takashi Shimura, Yoshio Inaba ...
7
Kikuchiyo & Co.
“Los siete samuráis” constituye una de las obras maestras de Akira Kurosawa; sin embargo, en ella sus rasgos estilísticos más llamativos, progresivamente perfeccionados hasta alcanzar su cénit en “Yojimbo” (ídem, 1961) y que Sergio Leone traduciría en gloriosa mistificación a los códigos del (Spaghetti) Western, vienen todavía entreverados de un clasicismo en buena medida heredado de su admirado John Ford.
Ahora bien, el antihéroe encarnado por un Toshiro Mifune absolutamente pasado de rosca —pocos actores he visto que se rasquen con tan sarnosa porfía— se acerca más a Eli Wallach que a John Wayne. En un inaudito ejercicio de carisma, convierte a Kikuchiyo, personaje a priori secundario —el donaire o gracioso del teatro clásico—, no ya en el alma de la fiesta, sino en el verdadero centro de gravedad de la acción, apoderándose de cada plano y jibarizando, cuando no canibalizando sin piedad, las interpretaciones de sus compañeros.
Asimismo, cuesta sustraerse a la comparación con “Los siete magníficos” (“The Magnificent Seven”, 1960), estupendo remake a cargo de John Sturges. Con todo, alienta en la mítica cinta de Kurosawa una voluntad de fresco histórico —manifestada a las claras en su duración: casi tres horas y media que arredrarán a unos cuantos “millennials”— y un espíritu tragicómico de raíz shakesperiana de los que carece la versión de Sturges, indudablemente divertida, sí, pero mucho más superficial. También el “tempo” es muy diferente, porque distintas son las cinematografías —y la cultura y la idiosincrasia en general— a un lado y otro del Pacífico, con independencia de las antedichas improntas cruzadas, y eso que Kurosawa no se cuenta, precisamente, entre los realizadores nipones más morosos.
En fin, este influyente cantar de gesta moderno daba carta de naturaleza a un fecundísimo proceso de retroalimentación, no sólo entre cines bastante más próximos de lo que hubiera cabido deducir de la enorme distancia geográfica, sino también con otras artes, tales que el manga y el kaiga en su caso, o el “fumetto” en el de Leone; así como a un creciente protagonismo de las bandas sonoras, cuya expresividad alcanzará cotas inenarrables en los “scores” de Ennio Morricone, igualmente anticipados por las partituras de Masaru Sato, compositor de cabecera de Kurosawa tras la repentina muerte de Fumio Hayasaka, firmante de la peculiar música de “Los siete samuráis”.
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Time Trap
Time Trap (2017)
  • 5,1
    4.064
  • Estados Unidos Mark Dennis, Ben Foster
  • Andrew Wilson, Cassidy Gifford, Brianne Howey ...
3
Time Crap
Los apologetas de este bodrio cósmico se escudan en su escaso presupuesto, como si la carencia de medios constituyese una especie de patente de corso para grabar cualquier tordo y exigir encima la benevolencia (a) crítica.
Para escribir un guion decente no hace falta tener detrás al paquidérmico cartel Disney-Marvel-Pixar-LucasFilm, precisamente; basta con un mínimo de talento, o ni eso, sólo exponer tres ideas y media con cierta lógica, la que le falta a una película que pierde el norte desde bien pronto, apenas rebasado el planteamiento, único tramo moderadamente sugestivo, diez prometedores minutos que se quedan en nada.
Por otra parte, y por exigua que resulte la financiación, una elección acertada de a qué dedicarla tampoco requiere exprimirse las meninges en exceso. Así, hay un puñado de efectos digitales que habrán costado un buen dinero y de los que podría perfectamente haberse prescindido sin que la historia se resintiese. Al contrario, más habría valido que aquél se hubiera destinado a contratar unos intérpretes algo menos inoperantes —me pregunto, además, qué necesidad (cinematográfica) había de incluir a dos bimbos, dos, de cabello oxigenado y opulentos pechos— y a la caracterización de esos trogloditas de función de fin de curso (del cotolengo). El conjunto transmitiría una mayor sensación de profesionalidad o, si acaso, de respeto por el espectador, adulto o no.
En fin, con mimbres muy similares, títulos tales que “Synchronicity” (ídem, 2015) y, especialmente, la estupenda “Coherence” (ídem, 2013), así como el baratísimo terror lovecraftiano que viene firmando el tándem Benson-Moorehead, se erigen en obras maestras del subgénero al lado de este espanto sin paliativos. Ni que decir tiene que “Time Trap” no le llega a la suela del zapato a ninguna de las dos cintas que se intuyen sus principales referentes, la igualmente modesta “Timeline” (ídem, 2003) y el clásico “El tiempo en sus manos” (“The Time Machine”, 1960).
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5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adiós, muchachos
Adiós, muchachos (1987)
  • 7,8
    15.592
  • Francia Louis Malle
  • Gaspard Manesse, Raphaël Fetjo, Francine Racette ...
7
Contra la nostalgia de consumo
Igual que los ingleses son unos expertos consumados en el arte de tornar derrotas bochornosas en gloriosos hechos de armas, los franceses tienen una gracia especial para la recreación de sus años escolares. Desde “Cero en conducta” (“Zéro de conduite: Jeunes diables au collège”, 1933) a “Los cuatrocientos golpes” (Les Quatre Cents Coups”, 1959), pasando por “Las diabólicas” (“Les diaboliques”, 1955) e incluso las novelas infantiles protagonizadas por “El pequeño Nicolás”.
Rasgo común a todas ellas es la escasa complacencia con que ponen la lupa en unos años no tan idílicos como se nos viene vendiendo últimamente desde púlpitos nostálgicos y sublimatorios, muñidores de una versión edulcorada hasta el coma diabético y que poco, nada tiene que ver con la realidad de la mayoría, salvo en el caso del primogénito del imperio “Mattel” o los herederos del tándem creador de “Dragones y Mazmorras”, entre otros muchísimos productos de “merchadising” en que, por lo visto, chapoteábamos sin habernos apercibido. Y no, no todos los niños y preadolescentes son criaturas angelicales incapaces de cualquier mal; al contrario, los cabrones —con perdón del tecnicismo— abundan también en esos tiernos tramos de edad.
“Adiós, muchachos” constituye uno de los ejemplos más perfectos de lo que, insisto, puede considerarse un subgénero en sí mismo allende los Pirineos. Un veterano Louis Malle —no por viejo, tenía 55 años, sino porque había debutado a los 25 con la excelente “Ascensor para el cadalso” (“Ascenseur pour l'Echafaud”, 1957)— regresa de su aventura americana para rodar una maravillosa historia autobiográfica, un canto a la amistad sin estridencias, pactos para salvar el mundo (o perder la virginidad antes de los 14) ni paseos por las vías del tren. Aquélla se construiría, más bien, a base de insultos y guantazos, práctica sanísima cuando se da entre pares y que, no obstante, la moderna pedagogía ha desterrado no ya de los patios de recreo sino incluso del mundo de lo posible.
En fin, que la acción se desarrolle durante la ocupación alemana y el aberrante régimen colaboracionista de Vichy supone una vuelta de tuerca al enfoque tradicional, pues dota de una angustia añadida al socarrón costumbrismo de la trama, una tensión soterrada que acaba aflorando en ese desenlace no por esperado menos terrible.
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1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
1917
1917 (2019)
  • 7,7
    51.096
  • Reino Unido Sam Mendes
  • George MacKay, Dean-Charles Chapman, Mark Strong ...
8
Oda al travelling
Si por algo se recuerda “Senderos de gloria” (“Paths of Glory, 1957), extraordinaria aproximación del maestro Stanley Kubrick al horror de la I Guerra Mundial, es, además de por su desgarrado alegato antibelicista, por el impecable —e innovador— uso del travelling para retratar la claustrofóbica sensación que produce estar metido en una trinchera. Aprovechando los avances habidos desde entonces, Sam Mendes explota la veta abierta por Kubrick hasta casi hacer de ella el objeto principal de su visión de aquellos hechos luctuosos y, definitivamente, muy poco heroicos.
En efecto, “1917” se erige en un homenaje a dicha técnica, especialmente difícil cuando se emplea para rodar largos planos-secuencia en escenografías de grandes dimensiones y recorridas por cientos de extras, como es el caso. No en vano uno de los mejores cineastas de su generación —responsable de títulos de la talla de “American Beauty” (ídem, 1999) y “Camino a la perdición” (“Road to Perdition”, 2002), entre otras—, Mendes le añade además su impronta personal, consistente en una progresividad espacio-temporal, de modo que la cámara parece recoger a los personajes en la pacífica retaguardia para trasportarlos a la línea del frente, pasando por el dédalo de zanjas (súper) pobladas de carne de cañón a la espera del fatídico momento de saltar a la tierra de nadie, lo más próximo al infierno que ha experimentado el género humano.
Curiosamente, es una vez fuera de la trinchera —aberrante metáfora del protector seno materno— que el objetivo de Mendes despliega sus ambiciosos movimientos con total esplendor. La escena nocturna en ese pueblo en ruinas sólo iluminado por las llamas y las bengalas constituye un prodigio visual pocas veces emulado —especialmente durante los últimos tres lustros, pródigos en cromas y, sin embargo, ayunos de imaginación— y un monumento a la profundidad de campo y al manejo de la distancia focal. Por si fuera poco, Mendes incorpora texturas expresionistas a las consabidas “hazañas bélicas”, con un resultado no sé si más sugestivo que aterrador o viceversa: cuando vemos aparecer esa figura al contraluz del incendio sin saber si es amigo o enemigo, el cuerpo nos pide echar a correr como alma que lleva el Diablo, igual que al sufrido protagonista, un George MacKay que se gana una medalla, claro, y también unas largas vacaciones, o directamente la jubilación anticipada. Porque el pobre recibe hasta en el carné de la biblioteca. Ni Leonardo DiCaprio en “El renacido” (“The Revenant”, 2015).
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Ascensor para el cadalso
Ascensor para el cadalso (1958)
  • 7,6
    6.680
  • Francia Louis Malle
  • Jeanne Moreau, Maurice Ronet, Georges Poujouly ...
8
Gloriosa osadía
Louis Malle tenía 25 años cuando firmó su debut cinematográfico, edad a la que muchos futuros directores siguen fumando porros en la cafetería de la facultad mientras sueñan con rodar algún día una película, si acaso, con la veinticincoava parte de la calidad de “Ascensor para el cadalso”. Me chivan que en la universidad ya no se puede fumar, ni siquiera canutos… “O tempora, o mores”.
Producto de dicha juventud —“divino tesoro”—, Malle manifiesta un atrevimiento asombroso, tanto visual como narrativo. La historia adopta una curiosa forma de haz, o excurso en el que tres subtramas siguen caminos independientes tras un arranque común, para converger de nuevo en un desenlace de antología. La dedicada a la núbil parejita de delincuentes comunes resulta algo más convencional, pero las otras dos rayan a alturas pocas veces alcanzadas. La protagonizada por un Maurice Ronet encerrado en el ascensor que da título metafórico a la cinta constituye un ejercicio de estilo al que adorna un sofocante, superlativo virtuosismo. Por su parte, las imágenes de Jeanne Moreau deambulando por la noche parisina al ritmo de las inolvidables notas de Miles Davis son puro Cortázar. Si hay un cineasta que se ha aproximado con éxito al peculiarísimo fraseo del escritor argentino, definitivamente se trata de Louis Malle —que se lo digan a Antonioni y a su insufrible “Blow-Up” (ídem, 1966)—. La fotografía en ese blanco y negro sucio y glorioso a un tiempo, típico del cine francés de los cincuenta, alcanza un precioso clímax tenebrista en la escena del interrogatorio, con Lino Ventura y Charles Denner entrando y saliendo de unas sombras casi sólidas.
En fin, salvo —insisto— las leves bajadas de tensión correspondientes a las letales travesuras perpetradas por Georges Poujouly y Yori Bertin, “Ascensor para el cadalso” se erige en modelo a seguir para cualquier joven con talento y sin miedo a explotarlo hasta sus últimas consecuencias. Supone, asimismo, una de las obras máximas de un cineasta con una voz tan personal que incluso optó —osó— por mantenerse al margen de la “nouvelle vague”, movimiento de encomiables intenciones que acabaría, no obstante, vuelto prescriptor de estilo por medio de la influyente “Cahiers du Cinéma”, cuyos dardos recibiría Malle en más de una ocasión.
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3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuento de verano
Cuento de verano (1996)
  • 7,4
    4.074
  • Francia Éric Rohmer
  • Melvil Poupaud, Amanda Langlet, Aurélia Nolin ...
7
El amor a los veinte años
Con esa mezcla insólita de imaginería naturalista —próxima, de hecho, a texturas documentales—, intérpretes casi aficionados y diálogos teatralizantes, plagados de lapidarias sentencias existencialistas —enunciadas, sin embargo, con ligereza adolescente; de modo que más parecen una versión inteligente de “Mr. Wonderful”—, las películas de Eric Rohmer se erigen en corolario y cima de todo lo que repugna a quienes desprecian el cine francés. Me alegro de que no sea mi caso.
Así, pese a lo improbable de muchas líneas del guion y a que su protagonista, Melvil Poupaud, es un manso de Jarama, la tercera entrega de sus “Cuatro estaciones” constituye una delicia que retrotrae al espectador a sus veintipocos, esa época tan tonta y tan feliz, de pasiones estivales, sentimientos encontrados y una absoluta y sanísima indiferencia ante el ridículo. No falta quien acusan a Rohmer de rodar siempre la misma película, y los hay que poco menos y lo tachan de pedófilo por su afición a filmar jovencitas en bikini —síntoma del pacato "zeitgeist", imaginar siquiera la mera posibilidad de que los menores de treinta años tengan vida sexual te convierte en un criminal en potencia, si no en acto—. A mi juicio, el mérito del prolífico y veteranísimo director —otrora joven y airado “cahierista”— radica precisamente ahí, en que un señor de 76 tacos—la edad de Rohmer en 1996— sea capaz de reproducir con semejante fidelidad emociones tan peculiares y acotadas en el tiempo.
Resulta imposible no empatizar con los núbiles protagonistas, porque, con independencia —insisto— de ciertos excesos retóricos, me cuesta creer que se haya quedado nadie sin experimentar situaciones análogas —en cuyo caso, qué lástima de juventud, qué desperdicio—. En fin, confieso que yo mismo estuve enamorado como un becerro de mi mejor amiga, de carácter y trazas, por cierto, muy similares a los de la encantadora Amanda Langlet, y presumo que, a su manera despreocupada y risueña, también ella de mí. Y no obstante tener pareja los dos, todo se antojaba perfectamente lógico. “L´amour à vingt ans”, vaya.
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2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Terror en la Antártida (Whiteout)
Terror en la Antártida (Whiteout) (2009)
  • 4,6
    3.944
  • Estados Unidos Dominic Sena
  • Kate Beckinsale, Gabriel Macht, Tom Skerritt ...
5
Divertimento malogrado
A esta “Terror en la Antártida” le ocurre una cosa curiosa: pareciera que la hubiera empezado dirigiendo un realizador bastante competente, pero que al poco tiempo hubiera sido sustituido por otro, y de nivel muy inferior; tal como, por otra parte, solía suceder antaño, cuando los grandes productores hacían y deshacían a su antojo, quedando el devenir de tantas cintas supeditado a las ventoleras de unos tipos a los que no adornaba la paciencia, precisamente.
Así, a un arranque de indudable potencia, diez minutos que invitan a imaginar lo que la película podría haber sido —una correctísima aventura, de aliento clásico y ribetes de thriller—, sigue un desarrollo más y más decepcionante conforme avanza el metraje, pues la trama —y el presupuesto— se deshincha a una velocidad pasmosa, lastrada por una torpeza narrativa impropia de —supuestos— profesionales. Con eso y todo, consigo resistir la tentación de tirar la toalla y ponerme a ver “La cosa” (“The Thing”, 1982) por enésima vez, o descubrir el original firmado por Howard Hawks hace casi 70 años, “El enigma de otro mundo” (“The Thing from Another World”, 1951). Ello se debe a que no faltan los momentos de buen cine, cierto que pésimamente hilvanados, por precipitación o —insisto— simple y desoladora incompetencia.
Haciendo, por tanto, un arduo esfuerzo conciliador —rayano, en ocasiones, en la caridad cristiana—, y ayudados por el ritmo frenético al que se suceden los acontecimientos, se le pueden llegar a perdonar las abundantes y groseras incoherencias y disfrutarla como lo que es: un divertimento sin pretensiones, protagonizado, además por Kate Beckinsale, quien habrá vivido épocas sin duda mejores, pero a la que no cabe reprocharle que no sude la camiseta. Y a cincuenta bajo cero, que también tiene su mérito.
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1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de mi vida
Las películas de mi vida (2016)
Documental
  • 7,0
    429
  • Francia Bertrand Tavernier
  • Documental, (Intervenciones de: Bertrand Tavernier, Thierry Fremaux) ...
8
Encantadora lección
Delicia meta-cinematográfica a cargo del veterano Bertrand Tavernier, uno de los realizadores europeos más destacados del cambio de siglo. Con independencia de su valor intrínseco —sencillamente incalculable—, me ha parecido sumamente conmovedora debido a que fue precisamente viendo cintas de Truffaut —y de Godard y Resnais; y Becker, Bresson y Renoir después— que se me contagió la cinefilia de mi padre, bendito virus.
Tavernier hace un recorrido por los directores que más hondamente le han marcado, desde la primera película que recuerda haber visto de muy niño —no descubriendo hasta veinticinco años más tarde que se trataba de un film de Jaques Becker, “El último en todo” (“Dernier atout”, 1942)— hasta el todoterreno (director, guionista, asistente de dirección e incluso músico) Claude Sautet. Entremedias, malditos como Jean Vigo y Edmon T. Greville, así como un énfasis entrañable en las comerciales historias de Lemmy Caution o las rodadas por Jean Pierre Melville, cima del “Polar francés”, peculiarísima serie B, muy influida por el “noir” americano, pero genuinamente francesa a la vez.
Su homenaje incluye a compositores, guionistas e intérpretes, incluso críticos, sin cuya labor —no siempre reconocida, caso de los dos primeros— el cine no sería lo mismo, o simplemente ni sería. Presta especial atención a los “scores” de Maurice Jaubert y Joseph Kosma, los textos del poeta surrealista Jacques Prévert —responsable, por ejemplo, del guion de “Los niños del paraíso” (“Les enfants du paradis”, 1945), de Marcel Carné— y a una nómina de actores en la que destacan tipos duros y, sin embargo, dolientemente humanos, como Jean Gabin, Jean-Paul Belmondo, Lino Ventura y hasta Eddie Constantine, emigrado americano que empezó repartiendo guascas en subproductos de acción y acabó trabajando para Godard y Fassbinder; junto a grandes damas —con perdón del tópico—, tales que Simone Signoret, Jeanne Moreau, y mi debilidad absoluta de todos los tiempos —con perdón, esta vez, de la excesiva personalización—, Anna Karina.
Si por algo destaca “Las películas de mi vida”, además de por un amor al cine no por previsible menos encantador, es por el tono didáctico, que no admonitorio, en absoluto pedante, con que Tavernier desglosa su lección magistral. Ejemplos ilustrativos y maravillosos de ello los encontramos en la explicación con que rebate a quienes acostumbran a llenarse la boca con la osadía de que Renoir carece de técnica o las diferencias que detecta entre los “gangsters” del cine francés y el americano, encarnadas en el Gabin de “No toquéis la pasta” (“Touchez pas au grisbi”, 1954), en pijama y cepillándose los dientes con golosa parsimonia.
En fin, esta antología de joyas dura tres horas largas que se pasan en un suspiro. Tanto es así que, puesto el punto final, se queda uno con ganas de otras tres horas —si no seis, o doce— de hermosísimas imágenes de archivo y los jugosos chascarrillos de un “connaisseur” al que adornan un saber enciclopédico y, lo que casi resulta más importante, un talento feroz para comunicarlo.
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Fresas salvajes
Fresas salvajes (1957)
  • 8,1
    21.820
  • Suecia Ingmar Bergman
  • Victor Sjöström, Bibi Andersson, Ingrid Thulin ...
9
Proust en la carretera
Un año en la vida de Bergman vale más que la filmografía toda de muchos directores. Literalmente. Porque en 1957 da a luz dos películas de la talla —superlativa— de “El séptimo sello” (“Det sjunde inseglet”) y esta maravillosa “Fresas salvajes”. Si no se trata de sus obras maestras —porque jalona su carrera una docena larga de joyas—, poco les falta.
Siempre he defendido que la versatilidad es uno de los rasgos distintivos —y, a mi juicio, no lo bastante subrayados— de Ingmar Bergman. Sinceramente creo que, de habérselo propuesto, podría perfectamente haber rodado algún western también, o un peplum. Aquí, por ejemplo, se saca de la chistera una “road movie”, eso sí, salpicándola de pasajes oníricos marca de la casa —el surrealismo es otra de sus señas de identidad— y reminiscencias de raigambre proustiana, especie de portal a aquella existencia falsamente idílica con que la aristocracia del “mundo de ayer” retratado por Stefan Zweig hacía oídos sordos al inminente apocalipsis de la I Guerra Mundial.
Pocos cineastas habrá que hayan representado de manera tan fiel la inconexa narrativa de los sueños —y, sin embargo, lógica, a su enigmático modo—. El primero de ellos, que prácticamente hace las veces de prólogo, hubiera puesto a Freud más a tono que la montaña de farlopa de Tony Montana. La feroz y muy feliz concurrencia de símbolos —el reloj sin agujas, los ojos y el coche fúnebre— resulta antológica, mientras que la escalofriante resolución de la pesadilla entronca directamente con el mejor cine de terror. En cuanto al segundo, resulta algo más convencional, en tanto en cuanto se trata de un asunto recurrente, hasta tal punto que reto a cualquiera que tenga el detalle —y la paciencia— de leerme a reconocer no haber soñado eso mismo, o similar, en alguna ocasión.
Con “Fresas salvajes” Bergman rinde homenaje a Victor Sjöström, pionero y patriarca del cine sueco, y junto a Dreyer y al propio Bergman, integrante de la Santísima Trinidad de una cinematografía, la nórdica, notoria no sólo por la altísima calidad de sus producciones sino por la independencia y personalidad de sus partícipes, claves que heredarían y a las que darían continuidad los jóvenes airados del movimiento “Dogma 95”. El veterano cineasta y actor —llevaba 20 años retirado de las labores de dirección— entrega aquí un memorable mutis por el foro, escoltado por dos de las musas de Bergman —sumándoles a Liv Ullmann tendríamos otra terna gloriosa—, Ingrid Thulin y Bibi Andersson. Con personalidades y técnicas interpretativas antagónicas —cadenciosa y escultórica la primera, chispeante como una bolsa de peta-zetas la segunda—, dejan en mantillas al joven elenco masculino. Los ilustres habituales Gunnar Björnstrand y Max Von Sydow tienen, por su parte, una presencia meramente testimonial. Ni falta que hacen, cabría añadir.
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Poltergeist (Fenómenos extraños)
Poltergeist (Fenómenos extraños) (1982)
  • 6,8
    33.036
  • Estados Unidos Tobe Hooper
  • Heather O'Rourke, JoBeth Williams, Craig T. Nelson ...
7
El discreto encanto del terror ochentero
“Poltergeist” constituye la enésima prueba de que el horror de los ochenta gozaba de un encanto especial; tanto que, pese a los arduos y denodados intentos de la industria actual por replicarlo, poniendo al servicio de la causa una inagotable batería de recursos económicos y técnicos, ésta apenas si ha alcanzado a replicar un puñado de manierismos —“Stranger Things” (ídem, 2016-Actualidad), “It” (ídem, 2017)— que palidecen indefectiblemente en cuanto se los compara con cualquiera de aquellas producciones, sencillas y baratas, pero agraciadas con una honestidad y un amor al género que cuesta encontrar en las calculadas recreaciones de hoy.
La explicación podría radicar en la incorporación de cineastas con una visión más comercial, o —en rigor— familiar, a la nómina de los Hooper —aquí director—, Carpenter o Romero. Es el caso, por ejemplo, de John Landis, responsable, entre otras, de la desopilante “Un hombre lobo americano en Londres” (“An American Werewolf in London”, 1981”; Joe Dante, autor del ya clásico navideño “Gremlins” (ídem, 1984) y, por supuesto, un Steven Spielberg referente ineludible para el antedicho, descafeinado “revival”. El “Rey Midas” de Hollywood escribe y produce la cinta que nos ocupa, matizando la crudeza de Tobe Hooper —factótum de la icónica “La matanza de Texas” (“The Texas Chainsaw Massacre”, 1974)— con media docena de los motivos, imitados hasta el hartazgo, de su cine de entonces. A saber: familia WASP perfectamente avenida, bicis de “cross”, vecindario idílico, “merchandising” como para montar una tienda retro, científicos excéntricos e innegociable “happy ending”.
Ciertos efectos de maquillaje y la súbita proliferación de moco y berridos a partir de su desfasadísimo último tercio vienen a recordarnos que no estamos ante una película de Spielberg —o no al 100%—, que esto no es “Encuentros en la tercera fase” (“Close Encounters of the Third Kind”, 1977) ni “ET: el extraterrestre” (“ET. The Extra-Terrestrial”, 1982). También se aprecia la mano sabia e implacable de Tobe Hooper en el desasosegador planteamiento, donde se incluyen algunos de los pasajes más recordados de la película y del cine de terror en su conjunto: no importa cuántas veces hayamos visto a la angelical niña Carol Anne frente al televisor desintonizado, porque su escalofriante advertencia a cámara —y, por ende, al espectador— siguen poniendo los pelos como escarpias. “Ya están aquí”.
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Gretel y Hansel: Un oscuro cuento de hadas
Gretel y Hansel: Un oscuro cuento de hadas (2020)
  • 5,0
    5.436
  • Canadá Oz Perkins
  • Sophia Lillis, Samuel Leakey, Alice Krige ...
6
Pedagogía caníbal
Originalmente, y antes de su "disneyficación" —con perdón del palabro—, los cuentos infantiles eran cualquier cosa menos relatos amables. Al contrario, con ellos se pretendía educar a unos niños que habrían de sobrevivir en circunstancias bastante más hostiles que las actuales. Ni un ilustrado transido de buenas intenciones habría siquiera atisbado la posibilidad del "refuerzo positivo", tan del gusto de la pedagogía moderna.
"Gretel y Hansel" regresa, en parte, a aquellas crudas esencias primigenias erigiéndose por momentos en una cinta de terror de indudable eficacia. Se trata igualmente de un "aggiornamento" en el que, desde el título mismo, rastrear numerosas claves del audiovisual contemporáneo.
Así, pese al breve reparto, éste respeta escrupulosamente las cuotas étnicas, introduciendo un heroico cazador afroamericano —no digo yo que imposible, pero tampoco demasiado probable, presumo, en la Baviera del siglo XIV—. Llegados al epílogo, una explosión cromática permite a sus responsables sumar a las minorías asiática, hispana y hasta la "judeo-masónica-bolchevique-internacional".
Más sugestivo, en cuanto no tan forzado, me resulta el abundamiento en el proceso de rehabilitación que se viene realizando de la —tradicionalmente denostada— figura de la bruja: mujeres independientes que, por no someterse a los designios de una opresiva sociedad patriarcal, fueron tachadas de locas, envenenadoras, caníbales y un inacabable etcétera de lindezas —en su idiótica labor infantilizadora el amigo Disney no se molestó en refutar ninguna de ellas, qué casualidad—; cuando no perseguidas, procesadas, torturadas, violadas y achicharradas.
Aunque algunos primeros planos de la protagonista —una estupenda Sophia Lillis que ya había transmitido muy buenas sensaciones en "It" (ídem, 2017)— nos retrotraen a la Juana de Arco de Dreyer ("La Passion de Jeanne d´Arc", 1928) y la escenografía de los interiores emana un aroma netamente expresionista, las referencias inmediatas se sitúan mucho más próximas en el tiempo.
Concretamente, al Tim Burton de "Sleepy Hollow" (ídem, 1999) y, sobre todo, a "La bruja" ("The Witch", 2015), maravilla "hanekiana" a cargo de Robert Eggers. Por su parte, la iluminación anti-naturalista, el estatismo del encuadre —apenas matizado por un levísimo zoom— y el gusto por los sintetizadores remiten, en cierto modo, a Nicolas Winding Refn. Tales influencias dan pie a una obra visualmente muy atractiva.
"Gretel y Hansel" no constituye ningún prodigio argumental y la precipitada resolución de la trama desluce la sordidez cocinada a fuego lento que se nos había servido hasta entonces. Sin embargo, no debería de sorprender a nadie —excepción hecha del puñado de críticos a sueldo que han manifestado su estupor a ese respecto—, toda vez que los hermanos Grimm, compiladores del original literario, no eran Heinrich y Thomas Mann precisamente.
En cualquier caso, interesante puesta al día del clásico y auto-reivindicación de un cineasta, Osgood Perkins —hijo de Anthony Perkins, intérprete maldito del celebérrimo Norman Bates—, cuya carrera no acababa de despegar. Ojalá esta "Gretel y Hansel" le dé el empujón definitivo.
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Searching
Searching (2018)
  • 6,7
    12.741
  • Estados Unidos Aneesh Chaganty
  • John Cho, Debra Messing, Joseph Lee ...
6
Reivindicación del pantallazo
El pantallazo es un recurso narrativo que, como el “found footage” hace un par de décadas o en literatura el “manuscrito encontrado”, permite eludir ciertos convencionalismos, de modo que, usado con mesura, puede arrojar resultados muy sugestivos. Así sucedía, por ejemplo, con “Eliminado” (“Unfriended”, 2014); si bien, no tanto con su innecesaria secuela, “Eliminado: Dark Web” (“Unfriended: Dark Web”, 2018), porque, igual que en muchos otros casos —festivales “indies”, el anuncio de Estrella, “Stranger Things” (ídem, 2016-Actualidad)—, la línea entre lo refrescante y lo engorroso es extremadamente fina.
Tratándose el thriller de un subgénero que lleva la trampa argumental inscrita en su ADN —difícilmente podría avanzar sin ella la mayoría de sus abracadabrantes tramas—, el limitado punto de vista del (todavía) novedoso formato obliga a un puñado de subterfugios adicionales, con el consabido riesgo de incoherencia. Por suerte para esta “Searching”, aun aquejada de ambos males, no lo está en un grado que acabe por arruinar la experiencia. Al contrario, la multiplicación de dispositivos y aplicaciones a que hemos asistido en el último lustro amplia la perspectiva, disminuyendo correlativamente la necesidad de someter el guion a torsiones excesivas.
Además, la superposición de ventanas —y, por ende, de estímulos— invita a una implicación mayor de la acostumbrada por parte del espectador, sacándolo de la pasividad mineral en que el cine comercial venía sumiéndolo de un tiempo a esta parte. Sólo el desenlace se antoja verdaderamente decepcionante, pues tras hora y media de un crescendo de indudable corrección —a la historia apenas se le ven las costuras hasta la aparición de ese drogata “ex machina” en oportuno “streaming”—, sus responsables dan un volantazo —figurada y literalmente— hacia un “happy ending” de todo punto injustificado.
Más interesante me parece el conato de denuncia que interpone contra la rampante hipocresía de las redes, del exhibicionismo y la mala conciencia, cuando no crudo interés personalísimo, que anidan en tantos “#PrayFor”, “#JeSuis”, “#MeToo” y un largo y tedioso etcétera de ventajistas tomas públicas de postura. Lástima, precisamente, que se quede ahí, en un leve e inofensivo atisbo, que no profundice, que deje sólo un par de pinceladas. En su lugar, abunda en un tópico —el de no hablar con extraños ni, por supuesto, aceptar los caramelos que nos ofrecen, por muy virtuales que estos sean— que, a mi juicio, tenemos todos suficientemente interiorizado; salvo algún primo, claro, de esos nunca van a faltar.
En el apartado interpretativo, siempre llama la atención ver a John Cho tratando de que lo tomemos en serio. Aquí sus esfuerzos arduos y denodados hacen que casi se nos olvide que es “el chino de American Pie”. Ni que decir tiene que no lo consigue, pero se le agradece la buena disposición.
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2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El desierto rojo
El desierto rojo (1964)
  • 7,0
    3.043
  • Italia Michelangelo Antonioni
  • Monica Vitti, Richard Harris, Carlo Chionetti ...
5
Burgueses tarados
Admito —a regañadientes— la dicotomía entre cine comercial y cine de autor, no así que el segundo sea, necesariamente, mejor que el primero. En ambos encontramos películas buenas y malas; de hecho, un director de automática adscripción al segundo y objeto de una veneración crítica rayana en la idolatría, caso de Michelangelo Antonioni, cuenta en su haber con cintas muy meritorias —“La noche” (“La notte”, 1961)— y otras que no lo son tanto —“Blow-Up (Deseo de una mañana de verano)” (“Blow-Up”, 1966).
¿Dónde ubicar esta “El desierto rojo”? A mi ofuscado juicio, más cerca de las últimas, cuando no presidiéndolas en toda su gloria. Porque, con perdón del exabrupto, se trata de un coñazo insoportable. Arrostrar cualquier film de Antonioni conlleva la aceptación de un moderado aburrimiento. Igual que Resnais, Bergman, Haneke y otros tantos popes, él no está para entretener al vulgo, qué ocurrencia la de quien esperase lo contrario. Con eso y todo, “La noche” se engalanaba con unos encuadres de estudiada y bellísima geometría, mientras que el pícaro Marcello Mastroianni y una chispeante Monica Vitti se erigían en saludable contrapunto al trillado melodrama que, en realidad, constituía aquélla. Aquí, en cambio, hemos de sufrir una dirección deslavazada y unas interpretaciones que oscilan entre la desgana —un Richard Harris con aire de querer irse “a cualquier otra parte”, como la canción de Dorian— y la sobredosis de Diazepam —la ítalo-croata Xenia Valderi—. Sólo Monica Vitti salva los muebles; ahora bien, el papel de desequilibrada no se caracteriza por su excesiva dificultad, sobran los ejemplos al respecto. De la primera y muy personal —esto sí cabe concedérselo— incursión de Antonioni en el (Techni) color se acaba resintiendo hasta la consabida brillantez del plano. Da la sensación de que, confiando en las posibilidades expresivas de aquél, se hubiera relajado en la composición de éste, decisión —o mera reacción— muy natural, pero de consecuencias bastante negativas. En fin, tampoco la historia resulta particularmente memorable. No funciona en el retrato de la enfermedad mental, confuso más allá de la obvia intencionalidad estética. Para un acercamiento mucho más interesante al tema, recomiendo su coetánea y hoy semiolvidada “Lilith” (ídem, 1964).
“El desierto rojo” sólo acierta en la caricatura cruel que dedica a la burguesía del industrial norte de Italia. El sórdido conato de orgía en la casita junto al mar supone el corolario de los vicios y perfidias de esa gentuza que se ríe de sus propios obreros y justifica cínicamente la ardua y denodada labor de destrucción del medio ambiente en que se engolfa con fruición porcina. “En algún sitio hay que verter los residuos”, viene uno a decir. Pues viértelos en el salón de tu casa, tarado.
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Infiltrado en el KKKlan
Infiltrado en el KKKlan (2018)
  • 6,5
    23.190
  • Estados Unidos Spike Lee
  • John David Washington, Adam Driver, Topher Grace ...
6
Lee se ríe hasta de los críticos
Spike Lee es un cineasta de talento incuestionable y, sabiéndose niño mimado de la industria, asimismo indudable tendencia al acomodamiento. “Infiltrado en el KKKlan” constituye el enésimo episodio —que no el último, pues recientemente ha estrenado “Da 5 Bloods: Hermanos de armas” (“Da 5 Bloods”, 2020)— de su sempiterna lucha contra el racismo, igualmente secular y diríase que incluso estructural, que aqueja a los Estados Unidos.
Lee echa aquí mano de un sentido del humor, como poco, peculiar —supongo que heredado del original literario— y, al parecer, en exceso sutil para más de un plumilla que le reprocha no encontrar el tono apropiado, como si drama y comedia fueran de pronto incompatibles, a tal grado de maniqueísmo pueril hemos llegado. En consecuencia, “Infiltrado en el KKKlan” supone una incómoda mezcla de diversión —no puedo evitar preguntarme qué desfase hubiera hecho Tarantino con este material— y preocupación, sobre todo por ese epílogo hecho de imágenes reales con Trump legitimando en su lengua de trapo a los supremacistas blancos y el terrible atropello de Charlottesville. Un desasosiego que vinieron a agravar hace nada las del asesinato de George Floyd. Reconozco que hasta me ha hecho sentir cierto arrepentimiento respecto a los parabienes que en su día dediqué a “El nacimiento de una nación” (“The Birth of a Nation”, 1915). No obstante, en mi defensa cabe alegar que ni negaba ni mucho menos justificaba su componente racista, y que los motivos de mi admiración por ella eran —y son— estrictamente técnicos.
En el apartado interpretativo, John David Washington, ex jugador de fútbol americano e hijo del renombrado Denzel Washington, entrega un trabajo excelente y de una sobriedad bastante inesperada, habida cuenta de la desopilante trama. Definitivamente, “de casta le viene al galgo”. A su lado, un correcto Adam Driver palidece un tanto —y no es juego de palabras al hilo de la historia y su extraña socarronería—. Toda la patulea “redneck” que integra el “Ku Klux Klan”, con Topher Grace a la cabeza, resulta ciertamente creíble, y ello pese a su inherente sordidez. Y en cuanto a Laura Harrier, se trata de un hallazgo muy refrescante, conviene seguirle la pista.
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Sesión salvaje
Sesión salvaje (2019)
Documental
  • 6,9
    1.493
  • España Paco Limón, Julio Cesar Sánchez
  • Documental, (Intervenciones de: Javier Aguirre, Simón Andreu) ...
7
El cine nuestro que nunca acabó de ser
"Sesión salvaje" es un delicioso documental en el que se hace un recorrido, entrañable y muy completo, por las aportaciones patrias —algunas, sencillamente, impagables— al cine de género y "exploitation". Partiendo de las coproducciones épicas y el "spaghetti western" —y el "chorizo western", gloriosa denominación esta última— llega hasta la malhadada Ley Miró, una forma indirecta de censura pese a sus buenas intenciones, que tuvo como consecuencia la extinción de la serie B en nuestro país y una estrepitosa caída en el número de espectadores. Entremedias, cintas de tan variado pelaje como las españoladas de Pajares y Esteso, o el cine quinqui de Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma, original traducción de los códigos del thriller a la durísima realidad del lumpen y la heroína.
"Sesión salvaje" mezcla imágenes procedentes de aquellas desopilantes historias con los testimonios de, por un lado, algunos de sus artífices —productores, intérpretes, directores— y, por otro, cineastas del renombre de Álex de la Iglesia o Nacho Vigalondo, quienes no tienen empacho en reconocer el influjo decisivo de aquellos films de tanto éxito comercial como denuesto crítico. Ni que decir tiene que resultan especialmente jugosos los de los primeros, integrantes del germen de lo que pudo haberse convertido en una industria cinematográfica propiamente dicha, con sus luces y sombras como todas, pero dotada asimismo de una singularidad y unos rasgos perfectamente reconocibles. Algunas de las anécdotas que cuentan los Antonio Mayans, Simón Andreu o Carmen Carrión, entre muchos otros, merecerían por sí solas figurar en una antología del chascarrillo. Comparado, el ejercicio de nostalgia por parte de los rendidos admiradores de hoy palidece sin remisión, por acrítico y previsible.
Otra de las bondades de esta "Sesión salvaje", si no la mayor de ellas, radica en la labor de rehabilitación que desarrolla respecto a autores tradicionalmente poco valorados, caso de Paul Naschy y, en especial, Jesús Franco. La verdad, me gustaría haber visto a sus detractores trabajar con presupuestos como los que estos artesanos —y Romero Marchent, Ibáñez Serrador, Jorge Grau, "et al."— estiraban hasta los límites de la física. En fin, es un auténtico placer reencontrarse con títulos —en todos los sentidos, vaya— como" No profanar el sueño de los muertos" ("Non si deve profanare il sonno dei morti", 1974), "¿Quién puede matar a un niño?" (1976) o "El pico" (1983). Y me muero de ganas de hincarle el diente a cosas con la buena y —bizarra— pinta de "La residencia" (1969), "Las vampiras" ("Vampiros Lesbos", 1971), o "Pánico en el Transiberiano" ("Horror Express", 1972). Incluso le daría una oportunidad, de tan bien que la venden aquí, a la —a todas luces, casposa— "Supersonic Man" (1979).
Ya solamente por eso, por el descubrimiento de tantas películas olvidadas, con sus correspondientes y esforzados responsables, vale la pena echarle un vistazo a la cinta que Paco Limón y Julio César Sánchez dedican, con cariño infinito, a aquel cine nuestro que nunca acabó de ser: popular y desenfadado, libérrimo y loco… definitivamente más estimulante que las torvas solemnidades, cuando no infantilismos sublimatorios, que vienen promocionándose —por no abusar del término acostumbrado— desde hace casi cuatro décadas.
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Session 9
Session 9 (2001)
  • 5,3
    7.318
  • Estados Unidos Brad Anderson
  • David Caruso, Stephen Gevedon, Paul Guilfoyle ...
6
Terror "low cost"
“Session 9” sólo tiene un problema: su presupuesto. Espartano, cartujo casi, se traduce en una estética a medio camino entre el melodrama televisivo de sobremesa y un corto “amateur” con colegas y a lo Juan Palomo. Supongo que una parte importante del dinero se destinaría a satisfacer los honorarios de secundarios ilustres como David Caruso y Peter Mullan.
No obstante, el director y guionista Brad Anderson se sobrepone a lo que para muchos otros bien podría haber supuesto una rémora insalvable —no en vano su siguiente película sería la impactante “El maquinista” (“The Machinist”, 2004)—, entregando una correctísima historia de terror gótico, eso sí, pasado por el tamiz proletario de esa cuadrilla de rudos limpiadores de amianto. Anderson destaca especialmente en la creación de una atmósfera malsana y en la construcción de una intriga “in crescendo” sostenido hasta su desenlace, a mi juicio un tanto precipitado, pero que ni mucho menos arruina la experiencia, el estupendo mal rato que nos hacen pasar entre todos —la profesionalidad con que se desenvuelve su reparto, asimismo breve, es digna de encomio—. Si no miedo, porque el aficionado a este tipo de cine está ya bastante encallecido, en numerosos pasajes “Session 9” sí alcanza a inducir una muy saludable inquietud, cosa que, por otra parte, no puede decirse de las últimas hornadas de cintas de pelaje similar, salvo honrosas y contadísimas excepciones.
En suma, inobjetable labor de artesanía a cargo de un cineasta que apuntaba muy buenas maneras, con un conocimiento de los códigos y un respeto por el género y la inteligencia del espectador cada día más desacostumbrados. Se trata también de un ejemplo particularmente ilustrativo de que la falta de medios puede suplirse con talento, aunque no a la inversa. Y si no, que se lo digan a Andy, otrora Andrés, Muschietti.
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