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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
7
Romance. Drama Nuevo cuento de las "cuatro estaciones" de Rohmer. El joven Gaspard llega de vacaciones al balneario francés de Dinard. Su idea es encontrarse allí con Lena, la muchacha que lo tiene loco. Pero en esos días soleados y calmos conoce a otra chica, una morena atractiva y sensual que le sugiere nuevos rumbos a su corazón. Sin embargo, tal vez la respuesta no esté en ella, sino en Margot, la dulce camarera con la que Gaspard hace amistad sin darse cuenta. (FILMAFFINITY) [+]
12 de agosto de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con esa mezcla insólita de imaginería naturalista —próxima, de hecho, a texturas documentales—, intérpretes casi aficionados y diálogos teatralizantes, plagados de lapidarias sentencias existencialistas —enunciadas, sin embargo, con ligereza adolescente; de modo que más parecen una versión inteligente de “Mr. Wonderful”—, las películas de Eric Rohmer se erigen en corolario y cima de todo lo que repugna a quienes desprecian el cine francés. Me alegro de que no sea mi caso.
Así, pese a lo improbable de muchas líneas del guion y a que su protagonista, Melvil Poupaud, es un manso de Jarama, la tercera entrega de sus “Cuatro estaciones” constituye una delicia que retrotrae al espectador a sus veintipocos, esa época tan tonta y tan feliz, de pasiones estivales, sentimientos encontrados y una absoluta y sanísima indiferencia ante el ridículo. No falta quien acusan a Rohmer de rodar siempre la misma película, y los hay que poco menos y lo tachan de pedófilo por su afición a filmar jovencitas en bikini —síntoma del pacato "zeitgeist", imaginar siquiera la mera posibilidad de que los menores de treinta años tengan vida sexual te convierte en un criminal en potencia, si no en acto—. A mi juicio, el mérito del prolífico y veteranísimo director —otrora joven y airado “cahierista”— radica precisamente ahí, en que un señor de 76 tacos—la edad de Rohmer en 1996— sea capaz de reproducir con semejante fidelidad emociones tan peculiares y acotadas en el tiempo.
Resulta imposible no empatizar con los núbiles protagonistas, porque, con independencia —insisto— de ciertos excesos retóricos, me cuesta creer que se haya quedado nadie sin experimentar situaciones análogas —en cuyo caso, qué lástima de juventud, qué desperdicio—. En fin, confieso que yo mismo estuve enamorado como un becerro de mi mejor amiga, de carácter y trazas, por cierto, muy similares a los de la encantadora Amanda Langlet, y presumo que, a su manera despreocupada y risueña, también ella de mí. Y no obstante tener pareja los dos, todo se antojaba perfectamente lógico. “L´amour à vingt ans”, vaya.
Carorpar
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