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Críticas ordenadas por:
Madre e hijo
Madre e hijo (1997)
  • 7,1
    1.263
  • Rusia Aleksandr Sokúrov
  • Gudrun Geyer, Aleksei Ananishnov
10
El último encuentro
"Madre e hijo" no es solo, para mí, uno de los más bellos poemas visuales de la historia del cine; es, también, simple y llanamente poesía (de la misma manera que esta se manifiesta también en el cine narrativamente "ortodoxo" en manos de Ford, Ozu y compañía).

A Sokurov siempre le ha gustado la experimentación visual y aquí es fácil y de recibo ponderar la distorsión de la imagen, que crea un efecto onírico de aplanamiento o bidimensionalidad, con el que funde a los dos únicos protagonistas con un paisaje con ecos de la pintura de Friedrich, en una paleta elegíaca.

Cada plano podría ser en efecto parangonable a un cuadro, pero expuestos en una galería no darían cuenta del film. Si hablo de poema visual es por la dimensión temporal, por su cadencia, por su respiración suave y envolvente como el latir de una vida que se extingue, de un abrazo postrero o de la asunción de la ausencia, de un vacío que de tan humano adquiere reverberaciones cósmicas.

Y si hablo también de poesía es por el nudo en la garganta, por el estremecimiento del alma. "Madre e hijo" no es la historia entre una madre y un hijo cualquiera (de ahí que no necesitemos conocer nada de ellos), sino que en su abstracción halla su universalidad. Porque para mí "Madre e hijo" no es sino la más pura, la más hermosa, la más sensible, la más lírica y la más conmovedora representación del amor maternofilial que haya visto en una pantalla.

Es obvio, por otra parte, que las relaciones en general entre padres e hijos (como las de pareja, las fraternales o las de amistad) aparecen marcadas en cada individuo por su experiencia particular, y resulta así natural que ello influya, en última instancia, en el mayor o menor grado de íntima adscripción emocional de cada cual con respecto a esta obra.

Pienso por ejemplo en otra película que también es un poema visual y también es poesía, como "El árbol de la vida". En ella Terrence Malick parece querer exorcizar los fantasmas de una relación, en ese caso paternofilial, sumamente áspera y conflictiva, con un anhelo de perdón y reconciliación. Es factible entonces que aquellos espectadores hijos, padres o ambas cosas, que de alguna manera reconozcan en esa conflictividad su vivencia, puedan proyectar en el visionado su propia catarsis o exorcismo.

En mi caso he tenido la inmensa suerte –porque estas cosas son una suerte o una lotería– de contar con unos progenitores de quienes solo he recibido amor y ante quienes únicamente puedo mostrar agradecimiento, así como constatar que lo mejor de mí mismo como persona lo he heredado de su constante predicación a través del ejemplo. Por lo demás, solo puedo hablar desde la posición de hijo al no haber experimentado la paternidad, aunque siempre he estado convencido de que de haber sido padre habría sido una gran madre.

Para todas aquellas madres y aquellos hijos que se sientan como yo hondamente interpelados por el centro de gravedad de esta película, les recomiendo con entusiasmo la lectura del también más hermoso y emotivo libro que he leído nunca sobre dicho vínculo, "Madres e hijos", de Theodor Kallifatides. Nacido en Grecia en 1938, Kallifatides emigró a Suecia en 1964, donde ha desarrollado una amplia carrera literaria. Memoria biográfica como buena parte de su obra, este libro rememora su breve viaje a Atenas a los 68 años, para pasar unos días con su madre, de 92 años, sabiendo que aquel iba a ser su último encuentro.
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3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
News from Home
News from Home (1976)
  • 7,5
    624
  • Bélgica Chantal Akerman
  • Documental, (Intervenciones de: Chantal Akerman)
10
Ven y mira
Cuando terminé de ver “News from Home” me dije, ay, Chantal, si supieras cuánto te entiendo.

Este film documenta la estancia de Chantal Akerman en Nueva York a principios de los setenta. Con la complicidad de Babette Mangolte, su directora de fotografía en esa etapa, se compone únicamente de imágenes de la ciudad, siempre en barrios periféricos, con sonido ambiente y texturas frecuentemente de primeras o últimas horas: fachadas, calles, coches, transeúntes, gente en locales, en el interior de los vagones del metro o esperando en el andén… Todo ello punteado sin embargo con la voz en off que lee una veintena de cartas que la madre de Akerman le enviaba, contándole cómo iban las cosas por casa y preocupándose por cómo le iba a ella y añorando que le contestara y le contara más cosas.

Las tomas tienden a ser largas y se percibe una cierta progresión del estatismo a las panorámicas, para culminar en extensos travellings laterales y un plano final de despedida –y que tiene para un servidor la misma intensidad extática que los que cierran “El tercer hombre” o “El intendente Sansho”– desde un barco que se aleja lentamente del brumoso ‘skyline’, en una estampa casi abstracta.

Nada más hay. Parecería que la película no debiera satisfacer más que una fría curiosidad como testimonio de un lugar y un momento histórico. Y, sin embargo, algo sucedió allí, en esas imágenes, en esa mixtura con la voz lectora, para que me sintiera misteriosamente sobrecogido. ¿Qué fue?

Quizás resulte provechosa la analogía con la pintura. Van Gogh, por ejemplo, mi pintor favorito. Me gusta definir el arte como el estremecimiento del alma. Esto, que jamás sabría relatar con palabras, es lo que vivo ante sus cuadros. Como con la música, carezco de los suficientes conocimientos teóricos sobre pintura como para sentirme capacitado para “analizarla”. Es una respuesta más bien sensorial, intuitiva. ¿Por qué, entonces, Van Gogh me atrapa y me conmueve de esta manera y otros no? Mi hipótesis es que el arte es también y ante todo una comunicación entre sensibilidades. Veo al artista como alguien con un mundo interior (ya sean ideas, emociones, sentimientos, valores, turbulencias, conflictos, demonios…) y un talento innato para “crear” de la nada algo que, en última instancia, comunica ese mundo. Y al espectador como alguien dotado de una especie de radar que capta cuando en ese mundo ajeno hay cosas de su propio mundo interno. De ahí la punzada en el corazón. La obra como autorretrato y, cuando me afecta de la manera que lo hace, es porque siento en ella retazos de mi autorretrato. Las críticas de cine, por cierto, son también autorretratos.

Soy también de la firme y extendida convicción que cuando, en la medida de cada uno, creamos algo, no escogemos en realidad los temas, son ellos los que nos escogen a nosotros. En el libro colectivo “Grandes Temas del Western” (Dolmen, 2020) en el que participé, de una treintena de posibilidades escogí escribir los capítulos sobre la Soledad y la Familia. De lo que habla “News from Home” es de la soledad y la familia.

Este aparente documental es también un autorretrato. Oblicuo, indirecto, nostálgico, a través de presencias y ausencias y a través de la mirada, de una determinada mirada. Contemplamos en la pantalla seres anónimos como destellos fugaces. Y, sin embargo, es en la forma escogida de mirarlos (esa y no otra, con su construcción y duración) que se delata una suerte de empatía, de comprensión, de identificación. Chantal me hace sentir que yo también podría ser –soy– uno de ellos. Y, a su vez, siento que yo miro el mundo que me rodea de una manera muy parecida a cómo ella lo hace. Abarcando, dejando que lo mirado respire, para poder fijarme en los detalles y aprehender.

Hablo de la vida, pero incluso en sentido literal, con una cámara en mano, así es también. En todos los pequeños viajes de verano que he tenido la suerte de realizar, he ido siempre con mi cámara de vídeo (y después en casa hago un montaje, con músicas y demás). Son solo álbumes personales de recuerdos donde registro lo emblemático, los monumentos, las catedrales… pero también gusto de fijarme con un tempo reposado en rostros, paseantes, flores, destellos de luz sobre el agua o filtrándose entre las ramas (¡sentí tan próxima “Perfect Days”, de Wenders!). Siempre he sostenido, por lo demás, que lo mejor de viajar es que al final se regresa a casa.

Pero si algo he podido comprobar es que en la actitud contemplativa es donde, como de la nada y sin aviso, puede brotar la magia. Así surgió el plano más bellamente enigmático que he filmado nunca. Hace años, en un parque de Bruselas observé sobre un banco un viejo libro de bolsillo (empezaba esa moda poética de convertir determinados rincones en espacio de anónimo intercambio). Justo al enfocarlo y pulsar el ‘play’, una súbita ráfaga de viento lo abrió e hizo pasar sus páginas, hasta que cesó y el libro volvió a cerrarse. Ford necesitó ventiladores para que se alzara al cielo el velo de novia de Maureen O’Hara en “¡Qué verde era mi valle!” y Tarkovsky un helicóptero para que danzara la vegetación en “El espejo”. El cine y el arte construyen mediante el artificio la ilusión de lo mágico, pero la magia auténtica, aunque parezca un contrasentido, se halla en la vida real. No hay que salir a buscarla, acude a nosotros cuando estamos predispuestos a ver. Muchas veces, quizás la mayor parte del tiempo, miramos y no vemos. Ver es saber mirar y, como se dice en “Canción de cuna”, de Garci, saber mirar es saber amar.

Hay en “News from Home” una cierta forma de amor porque hay una cierta forma de mirar. Y yo amo el cine de Chantal Akerman porque reclama nuestra mirada para invitarnos a ver.
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4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pierrot el loco
Pierrot el loco (1965)
  • 7,2
    6.840
  • Francia Jean-Luc Godard
  • Jean-Paul Belmondo, Anna Karina, Dirk Sanders ...
9
El diablo en el cuerpo
Unos hechos muy extraños y tenebrosos sucedieron en mi último encuentro con algunos ilustres colegas de Filmaffinity.

Interrogado por mi pétrea y perenne devoción por la obra de Jean-Luc Godard, que ninguno de ellos jamás compartió ni atisbó a comprender, procuré explicarla de una vez por todas lo mejor posible.

–¡Es que yo soy un místico de Godard! –argumenté con mi máximo entusiasmo–. Es como si uno está en un bosque y los rayos del sol filtrados entre las ramas crean dorados reflejos y una suave brisa mece las hojas y le besa las mejillas y un pajarillo canta... y todo eso lo percibe arrebatado como una armonía cósmica que le lleva a pronunciar: «¡He visto a Dios! ¡Esta realidad visible que me rodea me ha desvelado a su vez la invisible!».

Todos me empezaron a mirar con incipiente cara de espanto, pero proseguí impertérrito con mi exposición.

–¡Pues lo mío con Godard es exactamente lo mismo! Cuando veo "Pierrot el loco", "Banda aparte" o "Al final de la escapada" no puedo evitar exclamar: «¡He visto el Cine!». No que he visto una buena o una mala película, no buen cine o regular o gran cine, ¡sino el cine mismo! El cine como concepto, entidad abstracta, cosa mental, idea platónica. Es como un milagro, su pura e inaprehensible esencia, su invisibilidad ontológica hecha visible ante mis ojos.

–¡Basta ya! –me interrumpió Talibán dando un brinco–. ¡No podemos seguir escuchando semejantes blasfemias! Llevo toda la vida diciéndolo, Godard es el Anticine y esta herejía confirma la más terrible de mis sospechas. Estamos, amigos, ante un flagrante caso de posesión godardiana, por lo cual debemos practicar inmediatamente un exorcismo.

Sin darme tiempo a reaccionar, se abalanzaron todos al instante sobre mí. –¡Os desprecio! –chillé, al verme maniatado a traición.

–No le escuchéis ni hagáis caso de sus palabras –advirtió Gilbert–. No es él quien habla, sino el demonio de Godard que se manifiesta a través suyo. Atémoslo para que no levite.

–No será necesario –replicó sagazmente Servadac–. Recordad que la levitación solo está al alcance de los tocados por la Gracia de Tarkovski.

Aun así, no tuvieron más remedio que atarme, porque no levité pero sí que me zafé y, agarrando a Neathara y Antipseudo, los obligué durante varios minutos a bailar junto a mí la coreografía del Madison.

El ritual exorcista resultó durísimo y extenuante. Recuerdo ante todo el incesante y ensordecedor martilleo del coro de voces repitiendo sin cesar: «¡El poder de Hitchcock te obliga! ¡El poder de Hitchcock te obliga!».

Yo seguía sin embargo resistiendo con todas mis fuerzas y mi voz todavía conseguía aullar: «New York Herald Tribuuuune...»

–¿Lo veis? ¡Habla en otras lenguas! –clamó Taylor echándose las manos a la cabeza–. Es la prueba del poder inmenso de este demonio. No podremos derrotarlo.

–Tienes razón, compañero –añadió Servadac–. Solo nos queda una última posibilidad y todos sabemos cuál es. Estoy dispuesto a asumir el sacrificio para salvar el alma cinéfila de Quim.

Fue así cómo se me acercó y, sujetándome por las solapas, desesperadamente exigió: «¡Ven a mí! ¡Ven a mí!»

Un estruendo sobrehumano nos sobrecogió y todos supimos que el trasvase del demonio de Godard de mi cuerpo al suyo había tenido lugar cuando Servadac, mirándonos fijamente, recorrió con el pulgar su labio superior.

Y a nadie sorprendió que acto seguido se arrojara por la ventana.

–Ford lo acoja en su gloria –murmuró Taylor.

–Godard lo mató –apostilló con incontenible rabia Talibán, a modo de improvisado epitafio.

Afortunadamente, cuando nos asomamos descubrimos con alivio que había resultado ileso. Cayó sobre GVD, que venía de recoger unas entradas para un ciclo de Jonas Mekas en la Filmoteca y amortiguó el golpe.

No tuvimos noticias de Servadac durante largo tiempo, hasta que no hace mucho publicó una reseña en Filmaffinity donde anunciaba su despedida como crítico en la página. Sorprendido por su decisión, escribí a su pata Macarrones por si conocía los motivos.

–Oh, sí, es que ya no tiene tiempo para escribir –me aclaró–. Se ha liado con una mujer casada porque, aunque solo dos o tres cosas sabe de ella, dice que al fin y al cabo una mujer es una mujer y que ya únicamente le apetece vivir su vida.
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11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quiero la cabeza de Alfredo García
Quiero la cabeza de Alfredo García (1974)
  • 7,2
    6.917
  • Estados Unidos Sam Peckinpah
  • Warren Oates, Isela Vega, Gig Young ...
9
Esta vez sí, Sam
Lo mejor siempre es dejar lo mejor para el final, y mejor todavía resulta cuando no se sabía que al final estaría lo mejor.

Entre lo poco que tenía pendiente de Peckinpah se hallaba "Quiero la cabeza de Alfredo García", y ha valido la pena esperar para encontrarme con la que para mí resulta la más extraordinaria y redonda de todas sus películas. Desaforadamente romántica (más que ninguna otra de su autor, esta es una clave esencial en mi sentir, otra la desesperada y trágica soledad existencial de quien pierde lo único que da sentido a su vida), lírica, amarga, melancólica, terrible, poética, de una visceralidad a flor de piel, al tiempo que entretenidísima con su maravillosa y excéntrica historia que te atrapa del primer al último minuto, con una pareja inolvidable de personajes soberbiamente interpretados y una realización cuyo aspecto en muchas ocasiones algo destartalado conjuga muy bien con la tan lograda fisicidad cochambrosa de la ambientación.

Pero si estoy tan entusiasmado es por lo que ahora contaré.

A veces hay directores o películas que a uno no le gustan, o no le gustan demasiado o no le llegan, y no pasa nada, no importa. Pero otras veces sucede que a uno no le gusta o no le acaba de gustar aquello que justamente le gustaría que le gustara mucho. Me sucede con Peckinpah. Por mi filiación hustoniana y mi profunda adscripción por las historias crepusculares de seres desarraigados y desclasados que no encuentran su lugar en el mundo, siempre esperé y deseé que su cine me apasionara, me conmoviera hasta lo más hondo, me atrapara sin remedio. Sin embargo, nunca ocurrió así, o nunca ocurrió en la medida en que esperaba que sucediera.

Tengo bastante identificadas las características de su obra que dificultan una más íntima conexión emocional con ella, pero no es la intención de estas líneas abundar en ello. Basta con apuntar que tiene que ver con una caracterización de roles de género asociada a una mentalidad hoy arcaica y ajena a mi sensibilidad, que redunda en una frecuente misoginia, al tiempo que, bebiendo de la tradición de los relatos de camaradería de los llamados directores “duros” de Hollywood (los Hawks, Walsh, Ford…), presenta unos arquetipos de masculinidad algo trasnochada al estar regida por una exaltación más bien primaria de los ceremoniales de virilidad (dicho de otra manera, los personajes no parecen tan interesados en identificarse y validarse a sí mismos y entre ellos en tanto que “personas” o “seres humanos”, como en tanto que “machos”).

Y ello va muy ligado a esa querencia del cineasta por la extrema violencia, en otro aspecto que, esta vez desde el punto de vista estético, no siempre me convence. Creo que hay una cierta contradicción interna, quizás irresoluble, en la voluntad de realismo y veracidad, de querer hacer sentir al espectador el verdadero horror sin cortapisas de la violencia, y al mismo tiempo y a merced de unos determinados recursos estilísticos, procurar que ese mismo espectador sienta fascinación y delectación ante esas imágenes. (*)

El resultado de todo ello es una recepción particular bastante desigual de su cine. Me desagrada mucho, por ejemplo, "Perros de paja", mientras que tampoco logro empatizar con los personajes de "Grupo salvaje", con lo cual su suerte no me emociona. Mi gran preferida suya de hace muchos años -y también entre las favoritas del cine (anti)bélico- ha sido "La cruz de hierro", y me gustan además bastante "Pat Garrett y Billy Niño", "Duelo en la alta sierra", "Convoy" (gran recuerdo de infancia) o "La balada de Cable Hogue".

Pero ninguna de estas es realmente de llevarme a una isla desierta, ninguna es de agujerarme el corazón y las entrañas y formar parte de las elegidas, de las que se convierten en compañeras de vida.

Hasta ahora. Por eso estoy tan contento y esta es la dicha que me place transmitir. Nunca podré ser, a mi pesar, el peckinpahiano que me habría gustado ser. Pero "Quiero la cabeza de Alfredo García" me ha dado y me ha hecho sentir todo aquello que siempre soñé que el cine de Peckinpah me diera y me hiciera sentir.

Y con eso basta.

¡Gracias, Sam!
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10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles
Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)
  • 7,1
    2.016
  • Bélgica Chantal Akerman
  • Delphine Seyrig, Jan Decorte, Jacques Doniol-Valcroze ...
10
Y al tercer día resucitó
Debo dar las gracias a la famosa encuesta de ‘Sight and Sound’ en torno a las mejores películas de la historia del cine y que en la edición de 2022 ha tenido a “Jeanne Dielman…” como la más votada, porque ello me ha servido de motivación para verla por fin y no he podido quedar más satisfecho: vivo el éxtasis de haber asistido a una lección de cine en su estado más puro.

Porque no hay pureza más alta en el arte que las formas deviniendo fondo. Cuando por cómo se cuenta lo que se cuenta se cuenta a su vez lo que no se cuenta. Es el rasgo que distingue a los grandes creadores, preguntarse y responder a las cuestiones de visualidad (qué imagen se muestra), temporalidad (cuando se cambia una imagen por otra) e interdependencia (qué relación o dialéctica mantienen las imágenes entre ellas).

Es de esta manera que las personas interesadas en el lenguaje del cine comprendemos por qué Welles abre “El proceso” con un plano secuencia en el interior del cuarto de K., con ligeros picados que muestran un bajísimo techo, el significado del único travelling de “Cuentos de Tokio” o, que en “Ordet”, donde abunda una cámara ceremoniosa que envuelve a los personajes y su mirar –fijan su atención en un punto y la cámara se desplaza hacia allí– en la mirada de una niña a su madre yaciente se produzca un corte directo.

Así igualmente, Chantal Akerman toma una decisión creativa arriesgada, provocadora, renovadora y, ante todo, de una gran valentía, invitándonos a compartir un tempo dilatado en una crónica minimalista que nos muestra con extrema minuciosidad a una ama de casa –viuda, con un hijo y que también ejerce la prostitución a una hora de la tarde– realizar sus rutinas diarias. Siempre con planos fijos, son tres jornadas que representan consecutivamente el orden, la disparidad y la culminación del conflicto interior, del ahogo existencial que supone la dualidad refugio/cárcel en un mismo espacio vital. La composición es magnífica, jugando con las diferentes proporciones de los encuadres, las repeticiones y los reencuadres dentro del plano, a través de pasillos o puertas, con acciones mostradas en toda su laxitud de tiempo real combinadas con frecuentes elipsis y planos muy breves. Con esta apuesta formal el relato deviene reflexión sobre sí mismo, instigando al público a pensar sobre lo que ve mientas vive una experiencia inmersiva. Delphine Syering ofrece un recital de contención donde cada minúsculo matiz adquiere un suprema relevancia expresiva, logrando que empatizemos con su sentir de una manera milagrosa.

Unos pocos ejemplos cazados al vuelo de la sutilísima depuración sintética de la puesta en escena. Las dos primeras veces que abre la puerta para vender su cuerpo el plano nos la mostrará con la cabeza cortada y habrá una elipsis ante la puerta del dormitorio. La primera vez que haya de entrar en la cocina porque la comida al fuego se ha echado a perder, la cámara se situará significativamente en el ángulo opuesto al que estado cada vez que entraba antes. La veremos primero empanar la carne como una danza, bien peinada, con semblante risueño y gestos armoniosos, en el equilibrio de un acto que empieza y termina con la mesa vacía y limpia. Cuando más adelante pele las patatas, no se mostrará la acción en su totalidad y el rostro fruncido y despeinado y los gestos delatarán un gran nerviosismo. La habremos visto coser, relajada, contorneándose con la música de la radio y compartiendo el plano con el hijo para ver cómo le queda la prenda; posteriormente, tras un plano que muestra la separación de las dos estancias del salón, con madre e hijo en cada una y, en un ángulo distinto al de la primera vez, no podrá concentrarse para coser mientras le molesta la canción de la radio. Del interior del cuarto de baño, con la vista frontal de la bañera mientras se baña o la limpia, pasaremos a verlo desde el exterior a través de la puerta solo entreabierta… Son, en definitiva, constantes rimas visuales, consonancias y disonancias que, sin música y apenas diálogos, tejen el sentido de las imágenes en el reino absoluto de la imagen.

No quiero extenderme en cuanto al debate generado por la encuesta. No me han sorprendido las reacciones adversas, sino su virulencia extrema. Jamás había visto arrojar tanta rabia y tanta bilis, no ya por esa primera posición, tratada como un tongo, sino considerando la película misma como carente de cualquier valor y un insulto al cine. ¿Es por el argumento? La capacidad de convertir en materia dramática lo que a nadie antes se le ocurrió me parece una genialidad. ¿Por las formas? Si el cine es un arte, lo es porque maneja infinidad de códigos estéticos y narrativos. Mucho me temo que la matriz del problema viene por otro lado. Hay hoy, y debemos celebrarlo, un compromiso de reparación del silenciamiento histórico al que se ha sometido el cine dirigido por mujeres. Quienes encuentran “sospechoso” que ahora se rescaten del olvido los mejores de estos títulos no parecen percibir que lo sospechoso es que durante tantas décadas permanecieran olvidados. La mentalidad según la cual distinguir o premiar el cine realizado por mujeres ha de obedecer necesariamente a razones extracinematográficas tiene un nombre.

Para mí no hay dilema. La “mejor” película de la historia simplemente no existe. Lo que hay son muchas grandes obras y estas listas nos abren a algunas de ellas. Y, si un determinado número de personas coloca en su lista particular de las 10 mejores una película que considero una obra maestra absoluta y que además posee una incuestionable relevancia histórica, francamente no veo que exista razón alguna para quejarme.
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12 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un crimen perfecto
Un crimen perfecto (1998)
  • 5,7
    16.405
  • Estados Unidos Andrew Davis
  • Michael Douglas, Gwyneth Paltrow, Viggo Mortensen ...
8
Herejías (1)
Los cinéfilos, como personas que somos de fe en el cine, también tenemos el derecho de cometer herejías. Porque la herejía, además, solo es genuina y tiene mérito, por así decirlo, si tiene lugar en el seno de lo que se cree. Creo fielmente en Hitchcock, objetivamente uno de los mejores cineastas de la historia y particularmente entre mis máximas deidades.

Y es en este punto donde confieso, sin rubor y sabiendo que me expongo al juicio sumarísimo de la comunidad cinéfila más ortodoxa, que me gusta bastante más el remake de “Crimen perfecto” que protagonizara Michael Douglas que la original de Hitchcock.

Quizás sería más justo empezar apuntando que la primera versión no se encuentra tampoco entre las que considero grandes obras del maestro, lo cual no quiere decir, por supuesto, que no se trate de una buena película, como casi se puede aseverar que no podría ser de otra manera. Es un entretenimiento eficaz del cual el propio Hitchcock no se sentía especialmente orgulloso y, tal y como comentó con Truffaut en su famoso libro (nunca está de más insistir en que se trata de uno de los mejores libros sobre el arte del cine jamás publicados), el reto ante el ejercicio de estilo (filmar una película entera entre cuatro paredes) fue básicamente su estímulo principal.

En ese sentido, como ejercicio puramente cinematográfico de puesta en escena tiene su máximo valor, pese a que también hay que tener en cuenta que la planificación estaba supeditada al rodaje en 3D, con lo cual determinadas composiciones no nacen tanto de su necesidad expresiva como de su necesidad para crear unos determinados efectos. En el resto, sin embargo, la historia, el tratamiento de los personajes, las interpretaciones… se nota más a mi juicio el paso del tiempo. Al contrario de sus grandes películas (y de las grandes películas en general), que parecen intemporales y siempre modernas y como tales permanecen, aquí percibo muy diáfanamente la antigüedad que atesora.

Es buen momento ahora para advertir que la comparativa entre las dos versiones es casi un McGuffin, porque tiene más de “provocación” al lector que de importancia para mí. Estoy abonado a la tesis de que no tiene mucho sentido ver remakes con el objetivo de compararlos con el original. Me interesan las obras “en sí mismas”, no en relación a un referente, y más cuando –no es el caso– este está mitificado. Esta reseña está escrita poco después del estreno del “West Side Story” de Spielberg y, si la he disfrutado tanto (la pongo a la par e incluso creo que por encima de la clásica, que ya era de antes mi musical preferido de la historia) ha sido por ir a verla –dos veces– sin ningún afán comparativo, sino abierto a lo que me ofrecía como pieza independiente.

Cerrado este paréntesis, sí diré que, efectivamente, y tras un par o tres de visionados, en la tesitura de escoger una y otra, me decanto totalmente por “Un crimen perfecto”. Aparte de lo expresado, la comparación no deja de ser también muy forzada en tanto que se trata de un remake muy libre y se puede decir que argumentalmente muy poco tiene que ver, salvo la premisa de un marido que chantajea a alguien para que mate a su esposa. En este punto, el cambio que aquí se produce en referencia a la identidad del ejecutor del crimen para mí resulta sumamente afortunado. No puedo decir que conociera al director, Andrew Davis (que veo que también dirigió el interesante también remake de “El fugitivo”) y fue una sorpresa muy grata comprobar que la película está excelentemente dirigida, jugando muy bien además con la fotografía y el montaje. El gran acierto, obviamente, es que Davis no trata de emular a Hitchcock, ni en el “tour de forcé” de rodar en un espacio cerrado ni en su escritura cinematográfica (lo que podría haber hecho un Brian de Palma, para entendernos), sino que busca y encuentra su propio estilo. Y ahí encuentro un gran manejo del ritmo y el suspense, mientras que el trío actoral, Michael Douglas (espléndido, un actor que cada día me gusta más), Gwyneth Paltrow (que no es santo de de mi devoción pero que aquí encaja perfectamente en su rol) y Viggo Mortensen (otra debilidad personal) cumple sobradamente.

Y poco más hay que decir. La película no pretende ser más de lo que es, un puro entretenimiento cargado de tensión de domingo por la tarde, y como tal consigue plenamente sus objetivos. Ser cinéfilo de pro incluye también, pienso, disfrutar con el cine comercial de pura evasión, y más cuando está “bien hecho”.

Quisiera acabar estas líneas cometiendo quien sabe si una nueva herejía (mucho me temo que así sea) y romper una lanza a favor de los thrillers comerciales americanos de los noventa (no hablo de los que ya tienen un merecido reconocimiento, como los de Fincher o Tarantino). No es una cuestión nostálgica, porque en esa época no era si quiera el cine que más seguía ni me interesaba, e incluso muchas las descubrí a posteriori, pero tengo la impresión que actualmente hay una cierta mala prensa hacia ellos y se miran por encima del hombro, como si fueran objeto casi de sonrojo. Y, sin embargo, debo indicar que, por mi parte, cuando busco ese rato de diversión con un thriller sin más consecuencias, me proporciona una tremenda satisfacción sentarme a ver títulos como “Instinto básico” “La mano que mece la cuna”, “Análisis final” o “Nunca hables con extraños”. Ahí queda dicho.
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5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inland Empire
Inland Empire (2006)
  • 6,4
    12.178
  • Estados Unidos David Lynch
  • Laura Dern, Justin Theroux, Harry Dean Stanton ...
8
Las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas (y tributo al colega Tomine)
Siempre he dicho que necesito dos vidas, una para ver películas y otra para volverlas a ver. Las revisiones forman parte de mi credo cinéfilo, pues concibo las películas, como los libros, como entidades que me acompañan a lo largo de mi existencia. A veces se instalan con la fuerza de un aliento imprescindible al que debo regresar periódicamente, cinco, diez, quince veces. Otras van y vienen, en trayectos más discontinuos, se redescubren más adelante tras un comienzo tibio, o el entusiasmo inicial da lugar a una tregua y quedan semiolvidadas hasta que, años después, reaparecen con nuevo brillo. Es especialmente bonito cuando se anuncian sin querer, por ejemplo en un pase televisivo con el que se uno topa de repente, como un ángel.

Son escasas en mí las decepciones, en primer lugar porque no ansío repetir lo que en una sola vez ya catalogo sin pestañear como pésimo y, después, porque cuando sucede prefiero ponerme a favor de la película y en contra de la idoneidad de haber escogido aquel día para el reencuentro. Recuerdo que un verano empecé a revisar “Stalker” y, al constatar tras media hora que no conseguía “entrar” como habitualmente, preferí dejarla, pero sin culparla. Aquel, simplemente, no era el momento. Un par de veranos después, sin embargo, sentí un genuino impulso e instalado en una cómoda hamaca y armado con una cola y una bolsa de patatas (¿dónde está escrito que el “cine de autor” deba verse en una celda ascética y con rictus circunspecto?) fue de entre todas las veces la de mayor gozo. La moraleja de esta anécdota no puede resultar más diáfana: las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas.

Esta es la razón por la cual dejé pasar o necesité que transcurriera una década para volver a enfrentarme a “Inland Empire”. Cuando la descubrí fue una experiencia ambigua e incompleta. Fascinante, por un lado, pero al mismo tiempo incómoda y extenuante. Dos cosas tuve muy claras. Una, que no me apetecería volver a corto o medio plazo a zambullirme en aquel magma insondable. La segunda, que allí dentro había mucho cine, cine con mayúsculas, en su estado más primigenio y desnudo, como en las cavernas: imágenes, sonidos. Y que estaba ante una obra que, en un arte con más de un siglo a sus espaldas, tenía el atrevimiento de adentrarse por caminos expresivos escasamente explorados. Sabía, pues, igualmente y de forma indudable, que algún día volvería a llamar a la puerta de “Inland Empire”.

Como atesoro entre otras la virtud de la paciencia, esperé sin forzar nada hasta la tarde en que de una manera natural me dije que de entre todas las películas de la historia, la única que quería ver en ese preciso instante era “Inland Empire”. Tan absolutamente distinta fue la percepción que apenas uno o dos años después también la revisé, experimentando idéntico placer. Seguramente, la diferencia fundamental es que rehuí la tentación (y el error) de pretender atar cabos –tentación que el propio Lynch fomentó, dicho sea de paso, con “Carretera perdida” o “Mulholland Drive”, al concebirlas como retos en forma de puzles que el espectador se veía obligado desentrañar–. Lynch parece mostrarse aquí más honesto, o más fiel a sí mismo en el fondo, pareciendo retornar, como cerrando el círculo de su filmografía, al experimentalismo surrealista de “Cabeza borradora”. De hecho, “Inland Empire” se me antoja una especie de recapitulación y pueden advertirse en ella reminiscencias de toda su obra (especialmente significativa la mirada crítica sobre esa industria de las apariencias y la superficialidad que es Hollywood, como en “Mulholland Drive”, o un final que remite muy claramente a “Terciopelo azul”).

Pero su gran valor es presentarnos, como Dreyer en “Vampyr”, un auténtico sueño filmado. No el sueño soñado por alguien, sino la película como ensoñación absoluta guiada únicamente por la lógica de los sueños. Cuando soñamos, nuestro interlocutor cambia de personaje dentro de una misma conversación, o pasamos de un sitio a otro muy distinto sin percibir anomalía alguna, o nuestra mirada se parece a la de una cámara subjetiva pero de pronto nos vemos “desde fuera”, o somos otra persona pero sin dejar de ser nosotros… Este film, como nuestros sueños, no es que carezca de unos anclajes que nos permitan el intento de interpretación, sino que esta no es, en mi opinión, el objetivo último y dudo mucho que haya de ser un objetivo. De lo que se trata es de sentir, de sumergirse en una experiencia-límite que, si pretendiéramos categorizar sería, como el film de Dreyer, la quintaesencia del cine fantástico.

No debemos tampoco dejarnos engañar por declaraciones del director que inducen a pensar en la improvisación. Cualquier espectador mínimamente bregado puede detectar lo muy pensadas que están las combinaciones de texturas o el uso de los angulares que distorsionan los rostros; y, desde luego, tanto el montaje como el uso –como siempre en Lynch– del sonido y la música revelan un concienzudo y milimetrado trabajo.

No todo el viaje que propone es uniformemente mágico. Creo que hay un metraje excesivo y en los dos visionados más recientes he constatado que, antes de los últimos treinta o cuarenta minutos, hay un tramo cansino por repetitivo, como si Lynch no se resistiera a desprenderse del material filmado. Una vez tuve un sueño en el que de pronto me dije: “Este sueño se ha atascado, no avanza, es aburrido, tengo que despertarme porque esto no puede seguir así”. Y me desperté. Aquí, como digo, encuentro un bache narrativo que induce a “despertarnos” de la película”, aunque, una vez superado, la escalada final es magnífica.

(Continúa en zona spoiler)
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9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Crónica negra
Crónica negra (1972)
  • 6,7
    2.050
  • Francia Jean-Pierre Melville
  • Alain Delon, Richard Crenna, Catherine Deneuve ...
8
Rhapsody in Blue
Es curioso, pero cuando pienso en la "trilogía samurái" de Melville siempre me viene a la cabeza el motivo visual de la trilogía de los colores de Kieslowski. Una conexión pictórica sensorial, no literal. Aunque esté preñada de nocturnidad y tonos apagados, "El silencio de un hombre" la siento blanca. Blanco aséptico de hospital o iglesia luterana, el ascetismo del proceder del personaje (y la cámara) y su buscada expresión vacía. Hay, de hecho, paredes blancas y la primera imagen que acude irremediablemente a la memoria del espectador es su clara gabardina.

"Círculo rojo" la siento roja como el título. Tengo como imagen emblema un fajo de billetes empapado de sangre. Si la anterior es hielo, esta es fuego. De lo etéreo descendemos a ras de tierra, a los áridos y marrones campos por los que huir, a la visceralidad de los tiroteos y el delirium tremens.

Y "Crónica negra", pese al título castellano, la veo azul. En este caso, de verdad; los tonos azules resultarán omnipresentes a lo largo del metraje. Pero no un azul sensual como el aterciopelado de Lynch o el de "Eyes Wide Shut", sino azul Angelopoulos, basta recordar la escena que abre "La mirada de Ulises", con el cielo y el mar. Ese azul pálido, grisáceo, de fin de verano, de mezcolanza. Azul sin futuro.

Así empieza esta "Crónica negra", con un atraco en una localidad costera, travelings por apartamentos con balcones pintados de azul claro, la espuma del fuerte oleaje marcando el compás, el cielo cubierto hasta que rompe a llover. Un prólogo que, visto casi como un cortometraje independiente, es un prodigio de estilización narrativa, en la elección de cada encuadre, en el montaje, en el uso de los sonidos..., impregnado del fatalismo que marcará el film entero.

Por estos dos aspectos, forma y fondo entrelazados, la depuración máxima del estilo visual de Melville hacia el esqueleto donde solo queda la imagen justa, una sequedad expositiva que se transmuta en la aspereza y el pesimismo existencial de su discurso temático, es por lo que esta entrega –ciertamente la que menos fervor crítico ha despertado siempre– es de las tres la que más me cautiva y me hiere en el alma.

«Los únicos sentimientos que el hombre ha podido inspirar en un policía son ambigüedad y frustración». Con esta cita de Vidocq se inicia la película y en un momento dado Alain Delon –situado esta vez, en su rol de policía, en el lado legal de la ley, lo que en el cine de Melville no equivale al lado moralmente legitimado: no se ahorrará la crítica a la brutalidad de sus métodos– la pronunciará; ello ocurrirá significativamente en un depósito de cadáveres y, al mismo tiempo que diga la palabra "frustración" su rostro habrá quedado totalmente en negro por efecto del contraluz.

Un poco antes, en el descubrimiento de ese cadáver de mujer, Melville nos habrá ofrecido una rapidísima sucesión de plano-contraplano desde diversos ángulos con el rostro de ella y el de él (absolutamente hierático, como una imagen congelada), sugiriendo una suerte de fascinación e identificación, como sintiéndose "muerto en vida". En los continuos detalles de significación mediante la puesta escena como eje vertebrador del sentido profundo del relato, se halla, más que en ninguna de las obras precedentes, la culminación artística del cineasta.

Desde "Rififi" que el "polar" francés ha sentido un especial apego por el prototipo de larga secuencia de robo en "tiempo real" sin ningún diálogo ni apenas banda sonora. La que Melville practica en esta ocasión (20 minutos en un tren, descendiendo desde un helicóptero y regresando a él) constituye acaso el único punto problemático de la película. No me refiero a la evidencia en algún momento de las maquetas, que no me molesta, sino al hecho de que en su espectacularidad "a lo James Bond" puede chocar con la verosimilitud con la que se nos ha presentado la banda de atracadores. A fin de cuentas, el líder (un estupendo Richard Crenna), es alguien que regenta un local de ocio, mientras que otro miembro de la banda es un ya veterano subdirector de banca afectado por una reducción de personal (y encontraremos en sus circunstancias la importancia simbólica de un espejo del piso donde se mirará de manera recurrente, de nuevo esos detalles de aparente inutilidad narrativa que comunican el sentir de los personajes).

Sin embargo, y tal como ocurre frecuentemente con el cine de Brian De Palma, dicha secuencia acaba constituyendo una extraordinaria y antológica "set piece". Lo más destacado es el sentido rítmico del montaje, ejemplar en su uso temporal como generador del suspense: Melville no tiene reparos en dedicar un plano secuencia de tres minutos con el personaje de Crenna en el minúsculo baño, mientras que en el resto de momentos abundará la descomposición de planos. Parece baladí, pero es toda una lección de la sabiduría e intuición en el manejo del "tempo" cinematográfico: lo que debe verse "seguido" y lo que conviene ver "a trozos".

Pero para mí lo más sorprendente y memorable de la película radica en el triángulo amoroso entre Delon, Deneuve y Crenna y, sobre todo, en la absoluta sutileza elíptica para hacernos llegar la larga, sincera y honda amistad entre los dos hombres sin que hayamos necesitado verla ni nos la hayan explicitado. Con mínimos gestos y fugaces miradas, nos basta esa pequeñísima punta del iceberg para aprehender y conmovernos ante la parte sumergida, la cual nos lleva a un desenlace que retoma la idea de "El silencio de un hombre", para mejorarla y amplificarla en sus desoladas resonancias emocionales. Como colofón, un largo plano silencioso en el interior de un coche (otra vez la valentía ante la duración) que invito a ver junto al cierre de "Jackie Brown".
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16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Shara
Shara (2003)
  • 7,0
    903
  • Japón Naomi Kawase
  • Kohei Fukungaga, Yuka Hyyoudo, Naomi Kawase ...
8
Después de la lluvia
Desde unos parámetros poco convencionales, “Shara” se acerca a la inevitable cuestión de la pérdida, el dolor y la superación.

Un hermano gemelo desaparece en la primera e impactante escena. La directora, situando el hecho ante un árbol, nos sumerge en un misterio, más allá incluso de la muerte, que entronca con lo inexplicable de “Picnic en Hanging Rock”.

La cámara sigue siempre a los personajes, acompañándoles en su devenir, empatizando con su fisicidad (corriendo, en bicicleta, andando…). El trayecto debe continuar, nunca se detiene.

Al igual que Renoir en “El río”, brotará una nueva vida. La escena está magníficamente ejecutada. La idea refleja una hermosa y consoladora filosofía panteísta sobre la aceptación de los ciclos vitales; pero nadie podrá nunca sustituir a nadie. Después del llanto del bebé, oiremos aún la voz del hermano ausente en el fondo.

Kawase utiliza el más universal de los símbolos, el agua, como poder transformador. La tormenta irrumpe en la fiesta y al fin el hermano encuentra un motivo para sonreír y bailar.

Todos tenemos una lluvia que nos salva. Cerrar los ojos y dejar que nos acaricie. Antes de la lluvia, la invocación de los nombres produce tristeza. Después de la lluvia, es la invocación de los nombres la que aleja la tristeza.
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6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Wick (Otro día para matar)
John Wick (Otro día para matar) (2014)
  • 6,4
    34.830
  • Estados Unidos Chad Stahelski, David Leitch
  • Keanu Reeves, Michael Nyqvist, Alfie Allen ...
8
La cofradía de los asesinos conjuntos
Las siguientes líneas no se ciñen a esta primera entrega de la serie, sino que se refieren a la –por ahora– trilogía, en tanto que por unidad formal, de equipo técnico y en buena medida artístico, y por estricta secuenciación argumental, las considero como capítulos de una misma obra.

Me recuerda “John Wick” al extraordinario prólogo de “Indiana Jones en el templo maldito”. Aquella sala de fiestas deviene un caos, pero el soberbio sentido de la planificación de Spielberg consigue que, al mismo tiempo que nos transmite dicha sensación, percibamos y comprendamos perfectamente cada detalle de todo cuanto acontece. Lograr esto es muy difícil. El cine de acción contemporáneo está repleto de escenas de las que nos acabamos distanciando y aburriendo sencillamente porque nos perdemos: yo, al menos, no entiendo muchas veces dónde están situados los personajes, quien dispara a quien, qué ha provocado una explosión, qué está sucediendo entre toda la parafernalia de efectos... Hago un aparte: en el fondo, si lo pensamos bien, armonizar fragmentos de imágenes para que el espectador los unifique mentalmente como un todo entendible, es la esencia misma del lenguaje cinematográfico.

Con “John Wick”, el ritmo en la acción es aún más frenético, pero la vorágine ultrarrápida de movimientos dentro de la imagen (v.g. Wick forcejeando con alguien, mientras sin mirar, como las asistencias de Laudrup, dispara a otro que se acerca por detrás, y al instante remata con varios tiros en la cabeza a otro más…), conjuntada con la precisión de cada plano y su perfecto ensamblaje rítmico, dan lugar a una milimétrica coreografía visual que no me puede provocar más reacción que quedar hipnotizado ante la pantalla. Es la admiración sin reservas ante el trabajo bien hecho.

Recuerdo entonces “Kill Bill”, también. No estamos en el “mundo real”, sino como aquella en un universo puramente cinematográfico, aquí una extraña cofradía mundial de asesinos, de la que poco a poco vamos conociendo sus excéntricas reglas (que en el hotel que sirve a la organización de centro neurálgico no pueda haber peleas da lugar a un divertidísimo gag en la segunda entrega). La hiperviolencia, por tanto, es “de tebeo”, de regocijo en la manufacturación de la mencionada coreografía, y ello presupone también la suspensión de la incredulidad, aceptando que un hombre solo abata a cientos. La rica paleta de la colores y la estilizadísima dirección artística me llevan también a pensar en las fascinantes composiciones cuasi abstractas de Winding Refn.

La trama va al grano, y eso se agradece en una propuesta de este tipo. La primera cosa que sabemos de Wick (para mí un perfecto y acertadísimo Keanu Reeves, su presencia carismática e introvertida es la clave) es su recién adquirida y traumatizante viudez, y poco más sabremos de él, salvo su férreo y muy personal código ético, que le convertirá en el rara avis de esa sociedad criminal. No hay lugar para fuerzas de la ley que los persigan, ni para el mundo exterior de la gente normal, ni para seducciones a lo James Bond ni otras subtramas que nos desvíen del camino trazado.

De esta manera, el gran logro de la saga sobre “John Wick” es que no aspira a ser nada más que lo que es, puro entretenimiento (y, muy importante, con un excelente manejo de un humor muy negro), que en mi percepción lo es porque es a su vez gozo puro para mis cinéfilos ojos. No era en absoluto previsible que así fuera, porque mi umbral de paciencia antes de que me decida a cambiar de canal cuando topo con las prototípicas producciones de los Van Damme, Seagal, Jackie Chan, Dolf Lungren, Chuck Norris o ciertas cosas de Stallone y Schwarzenegger, viene a ser de entre dos a tres minutos. Sin embargo, cada regla tiene una excepción, y debo decir que en mi imaginario “John Wick” llegó para quedarse.
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3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Único testigo
Único testigo (1985)
  • 6,9
    39.140
  • Estados Unidos Peter Weir
  • Harrison Ford, Kelly McGillis, Danny Glover ...
10
Rachel, Rachel
El pasado mes de febrero celebré el quince aniversario de mi inscripción en FilmAffinity publicando una reseña sobre “Érase una vez en Hollywood”. Hoy, 13 de octubre de 2020, soplo las mismas velas por lo que se refiere a la primera crítica que publiqué en esta página, que dediqué a “Los comulgantes”, de Bergman. Desde entonces, con mayor o menor periodicidad, no ha habido un solo año en blanco y quiero festejar esta larga e ininterrumpida historia de amor escribiendo sobre mi historia de amor favorita de la historia del cine.

La cosa viene de lejos. Tanto la película, como la protagonista femenina, Rachel (la hermosísima Kelly McGillis) y su romance con el policía Book (Harrison Ford), ya me marcaron a fuego en su estreno en los cines y mi estreno en la adolescencia. Pero a diferencia de otros primeros y fugaces amores que el tiempo olvida, mi fascinación ha permanecido intacta, revisión a revisión, a lo largo de la edad adulta. En el último visionado, hace menos de un año, percibí con mayor clarividencia que nunca la delicadísima orfebrería fotográfica que ilumina el rostro de Kelly McGillis, así como su antológico recital interpretativo en primer plano. De una manera exquisitamente sutil, le basta una fugaz mirada o el gesto más levísimo para expresar toda una profunda gama de emociones y sentimientos. Durante el baile en el granero (vuelvo a mi lista de favoritos: en mi podio, la más sensual y erótica escena del cine, seguida del baile de la Novak y Holden en “Picnic”) hay un momento en el que la cámara efectúa una aproximación a la actriz, y ahí late, al ritmo de su respiración y como jamás se haya visto, la más pura representación del descubrimiento del deseo.

O después, cuando en una de las más bellas y pictóricas composiciones del film, ofrece mientras se baña su carnalidad ante los ojos de Harrison Ford (el cual ofrece a su vez, mi opinión, su mejor trabajo ante las cámaras). Permítanme en este momento divagar en un meandro personal: a pesar de las innumerables veces que he visto la película, he de confesar que en esta última, al llegar a dicha escena estaba absolutamente convencido de que Rachel aparecía completamente desnuda, cuando en realidad solo lo está de cintura para arriba. Esto demuestra hasta qué punto la memoria es capaz de crear el recuerdo de una imagen que nunca existió, pero que sin embargo expresa diáfanamente que la pulsión que el instante desata en mí es pareja a la que desata en el personaje de Book.

Y, por supuesto y como siempre, únicamente cabe aplaudir el maravilloso trabajo de puesta en escena por parte de Peter Weir, un cineasta de pura cepa visual que había demostrado con anterioridad en la fantástica (por género y por calidad) “Picnic en Hanging Rock” que sabe filmar lo intangible. Si Velázquez en “Las Meninas” pintó el aire, Weir en “Único testigo” filma el enamoramiento. Sin más. Fluyendo entre los fotogramas. Sin que los personajes tengan que pronunciar en ningún momento una sola palabra sobre él. Con la cámara siempre a la distancia adecuada, pudorosa y tímida cuando nace, o temblorosamente a flor de piel en el momento de máxima exaltación. O, en un desenlace que ya es historia para los estudiosos de la gramática del cine por la significancia del uso del plano-contraplano, los fondos y el silencio (qué lejos estamos de la anticuada e impostada artificiosidad del parloteo de Bogart en “Casablanca”) y que además, junto al de “Los puentes de Madison”, se convierte para mí en el más lirico, conmovedor y emotivo del romanticismo cinematográfico.
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14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Érase una vez en... Hollywood
Érase una vez en... Hollywood (2019)
  • 7,0
    56.519
  • Estados Unidos Quentin Tarantino
  • Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie ...
10
El olor de la noche
Un lejano 22 de febrero de 2005, hoy hace exactamente 15 años, me inscribí en FilmAffinity y efectué mis primeras votaciones. Celebro la efeméride escribiendo sobre la novena película de Tarantino, ya que se trata de una muy sentida carta de amor al cine, al tiempo que una de las más bellas odas a la amistad que haya visto en una pantalla. Y esto es lo que para mí da sentido a tan larga andadura por esta página, el lugar donde doy rienda suelta a mi pasión por el cine, y donde he conocido a personas maravillosas que hoy son parte de mi más íntimo y fiel grupo de amigos. A todos ellos van dedicadas estas líneas.

Como si fuera una conjura de los astros, las circunstancias estivales propiciaron que el primer visionado tuviera lugar una tarde a mediados de agosto en el Cinema Vigatà, de Vic (me conmueve que su nombre sea el mismo –solo cambia la posición de la tilde– que la ciudad ideada por el ya tan añorado maestro Camilleri en la que el comisario Montalbano resuelve sus casos), un local de los que ya no existen, con muchas décadas de antigüedad y una sala y pantalla inmensas, y que pareciera a propósito para adentrarnos en una historia impregnada de los fulgores de la nostalgia feliz, que diría Amélie Nothomb, en el crepúsculo de unos tiempos de la gran fábrica de sueños que también se extinguieron.

Porque esta es una película de atardeceres, de fragancias y sensaciones. Siempre recordaré cómo tras el sutil y antológico plano final (un movimiento en picado de la cámara, que permanece después estática y extática ataviada con las hermosísimas notas que Maurice Jarre compusiera para “El juez de la horca” mientras aparecen los créditos) permanecí embargado por esa misma hipnótica y febril embriaguez del alma que uno puede sentir brindando con sus mejores amigos o escuchando poemas en Olmillos de Sasamón mientras la brisa besa las mejillas de los chopos. Recogiendo la semilla plantada en “Jackie Brown”, “Érase una vez en… Hollywood” se revela (para disgusto y desconcierto de un cierto sector tarantiniano de la audiencia que solo parece esperar y exigir del cineasta sus rasgos más epidérmicos de violencia y cháchara viril y chulesca), como la obra más emotiva, serena y tierna de su filmografía, y sin duda alguna la más perfecta y la más bella.

La más bella porque es la más humana. Tarantino demuestra aquí un profundo amor hacia unos personajes que yo distingo como los más hustonianos de su carrera; esos “losers” que nunca son infalibles, que se equivocan pero se levantan y lo siguen intentando, que son esclavos de sus flaquezas pero dueños de su dignidad y que encuentran lo mejor de sí mismos en la interacción con aquellos con los que se reconocen. Siempre he dicho que querría vivir en las películas de Huston, y también querría hacerlo al lado de este actor venido a menos de la televisión que presagia el ocaso de su carrera, y de su doble de acción anatemizado en la industria por su pasado (inmensos DiCaprio y Pitt, ambos igual de principales), pero que poseen y comparten el más preciado don de amor gratuito e incondicional que existe, que es el de la amistad verdadera.

Y la más perfecta porque supone la culminación de los recursos expresivos del director, que hallan aquí su síntesis más depurada en cada encuadre, cada movimiento de cámara, cada sonido, cada escena. La película pasa como una exhalación al hallar un ritmo interno absolutamente preciso y medido, algo que no siempre ha sido la mejor virtud de Tarantino, en su modélica construcción narrativa.

Cual cinta de Moebius cine y vida, realidad y ficción, verdad y representación, se funden y confunden constantemente en esa indescifrable transfiguración que convenimos en llamar arte. Asistimos al rodaje de un western, pero lo vemos montado como si sin previo aviso nos incorporáramos a una escena de otra película, hasta que el fallo del actor nos devuelve a los focos y las cámaras; al mismo tiempo, el personaje “real” de la película, Sharon Tate (Margot Robbie), se ve a sí misma en un cine (y a quien vemos es a la actriz real en la película real), mientras rememora sus ensayos con Bruce Lee. Sus pies desnudos (y sucios) en alto forman una rima con los de la chica que Brad Pitt lleva en coche hasta el campamento de la familia Manson. Su encuentro con otros personajes “reales” da lugar a una gran escena que es puro cine de género de suspense y terror. Y eso mismo ocurrirá en la media hora final, donde la propia película que hasta ese momento estábamos viendo se convierte en una ficción dentro de sí misma, autodelatada como tal a través de un narrador omnisciente en tercera persona, y en la cual, como ocurría en “Malditos bastardos” la justicia poética de lo soñado sustituye a la verdad histórica.

Porque, en definitiva, “Érase una vez en... Hollywood” no es una película sobre Sharon Tate (aquí mera representación idealizada de la inocencia, sin profundización psicológica alguna como personaje) ni sobre la familia Manson (la némesis, mera presencia del Mal), ni siquiera sobre Hollywood, sino una carta de amor al cine tan apasionada como la de Truffaut en “La noche americana”; y, al igual que “La ventana indiscreta” o la obra entera de Godard, un complejísimo tratado sobre el propio hecho cinematográfico, sin que ello suponga renunciar ni un ápice al gozo del entretenimiento y a la emoción que destilan los personajes y su historia.

Me recuerdo de regreso al pueblo sintiéndome como Brad Pitt mientras conducía entre los neones de la ciudad hasta el destartalado autocine donde tiene su caravana, y el día daba lentamente paso la noche. “Ahí no pasa nada”, he escuchado lamentarse a algunos. Y yo respondo, ahí pasa el cine. Son las luces, los colores, la música, el tiempo, las texturas, las figuras, el esqueleto puro del arte a veinticuatro fotogramas por segundo. Es el arte que refleja la vida y, al otro lado del espejo, mientras conduzco y el olor de la noche me invade, es la vida la que pasa reflejándose en el arte.
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33 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
El irlandés
El irlandés (2019)
  • 7,2
    38.067
  • Estados Unidos Martin Scorsese
  • Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci ...
9
Sin perdón
El plano más recordado de “Uno de los nuestros” es aquel largo travelling de seguimiento del protagonista y su chica desde el exterior del Copacabana, cruzando por la cocina hasta la sala de fiestas, donde les preparan una mesa a pie de escenario. “El irlandés” arranca con otro plano-secuencia por los pasillos de una residencia de ancianos que desemboca en el primer plano de un decrépito De Niro, quien nos empieza a desgranar sus recuerdos. Es muy posible que se trate de un guiño de Scorsese para anunciarnos a partir de la rima visual que el espíritu y el contenido de esta película van a ser muy otros. Donde antes se enfatizaba la seducción del fulgor vitalista que únicamente aspira al poder y la opulencia formando parte del juego de la mafia, aquí partimos de alguien sin otro futuro que la espera lenta de la muerte, alguien que ya no puede ser uno de ellos sencillamente porque ya no queda ningún ellos de los que formar parte.

“El irlandés” nos instala en la soledad donde ya solo es posible echar la vista atrás, en la soledad temible de aquel que por primera vez en su vida no dispone de escapatoria para evitar reflexionar sobre sus propios actos. Me recuerda mucho a “El hombre que mató a Liberty Valance” en su tono elegíaco y confesional, en su evocación espectral (en este sentido hallo un paralelismo entre el hecho que allí Wayne y Stewart fueran mucho mayores que sus personajes en la época del flashback, más una “representación” que una visión naturalista, y que aquí ocurra lo mismo con De Niro, Pacino y Pesci, solamente con un maquillaje digital en el rostro que no puede disimular el peso de los años en sus cuerpos), y en tanto que ambas películas devienen finalmente gran crónica de motivos y momentos fundamentales de la historia de los Estados Unidos (véase en este caso la relación con los hermanos Kennedy).

Y, al igual que el Ford maduro cada vez más depurado en sus formas –como de hecho suele ocurrir con los grandes maestros del cine, o de una forma de entender el cine– nos encontramos con un Scorsese que, sin renunciar a la voluptuosidad visual que desprende cada uno de sus fotogramas y que es la marca indeleble que le caracteriza como cineasta, ofrece una mirada más reposada y serena, más “clásica” si se prefiere (y con la cual los fogonazos de violencia resultan en su sequedad expositiva muy impactantes), en la línea que ya evidenciara la anterior “Silencio”, con la que también conecta en el último tramo en cuanto a las inquietudes católicas sobre la redención, otra constante que impregna buena parte de su obra. Se ha establecido en este sentido un paralelismo con “El padrino III” que me parece muy atinado, y que en todo caso me arriesgo todavía a expandir a la trilogía entera de Coppola. Como aquella, “El irlandés”, forjada igualmente con una extraordinaria fotografía y una admirable combinación de épica e intimismo, revela finalmente su raigambre netamente shakesperiana, en la exploración de eternas pasiones (la ambición, la lealtad, la traición…) de la condición humana.

Y, naturalmente, también aquí nada resultaría posible sin un reparto de primerísimo orden. De Niro revive sus mejores virtudes tras deambular en los últimos lustros por demasiados productos menores donde se limitaba a exagerar sus muecas más reconocibles, mientras que Pacino no deja lugar a dudas de su entrega absoluta para sumarse al universo Scorsese. Por su parte, Joe Pesci, con un personaje en las antípodas del tipo matón, histriónico y psicópata de anteriores films –aquí un alto capo mafioso que en su posición no necesita alzar la voz– nos regala un recital interpretativo desde la intensidad de su penetrante mirada, desde la sutileza en los mínimos gestos e inflexiones, en la que es para mí la mejor interpretación de su vida.

Con el personaje de De Niro como punto nodal de la narración, me parece muy interesante el juego de relaciones que se establece con el resto. Joe Pesci es para él como una figura paternal, mientras que con Pacino, pese a que este es su jefe, acaba estableciendo una conexión de carácter fraternal, e incluso más bien actuando con él como un hermano mayor. En ese universo totalmente masculino y masculinizante, adquirirá sin embargo, en uno de los grandes hallazgos emocionales de la película, una importancia central la relación con una de sus hijas. Una relación prácticamente sin palabras, mostrada solamente en muy breves pasajes y cimentada en la mirada de ella, el ojo acusador de quien sabe y no se conforma con vivir haciendo ver que no sabe, la voz muda de la conciencia. El tormento tras el éxtasis.

Nos hallamos, en fin, ante una propuesta monumental que en mi opinión cabe ya considerar una de las más altas cimas creativas de Martin Scorsese, un director del cual, como ocurre con el resto de los que forjaron el nuevo cine americano de los setenta, llevamos años escuchando hablar de su decadencia por parte de viejos admiradores. Resulta evidente que no comparto esa impresión y me congratula especialmente que a día de hoy, tras cinco décadas de trabajo a sus espaldas, siga edificando joyas como esta con el mismo entusiasmo que el primer día.
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13 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Joker
Joker (2019)
  • 8,0
    72.314
  • Estados Unidos Todd Phillips
  • Joaquin Phoenix, Robert De Niro, Zazie Beetz ...
9
Humillados y ofendidos
No soy fan de las películas contemporáneas de superhéroes –en su mayoría proponen un frenesí visual de montaje entrecortado y saturación digital, un poco ese parque temático del que habla Scorsese, que en esta época cinéfila de mi vida no me apetece demasiado– y, de hecho, de la trilogía de Nolan sobre Batman solo he visto escasos minutos en alguna emisión televisiva, sin que me animara a continuar. Esta vez, en cambio, me llamaron la atención las imágenes de un primerizo tráiler que parecían apuntar a otras direcciones y, desde luego, siempre resulta estimulante la presencia de Joaquin Phoenix, para mí el mejor actor norteamericano de su generación junto a Di Caprio.

Ya visionada, uno se da cuenta de que el León de Oro en Venecia no supuso ninguna excentricidad en cuanto a premiar a un subgénero que no se acostumbra, porque en definitiva no se trata de ninguna película de superhéroes, sino de un violento drama humano de carácter, para entendernos, netamente “realista”. Una historia que perfectamente podría cerrarse en sí misma y que en su esencia dramática remite más a la que fuera la inspiración para el cómic, “El hombre que ríe” (Paul Leni, 1928). De hecho, tal como está planteado el personaje en esta película (un ser atormentado, con graves trastornos mentales y no excesivamente inteligente), no parece en modo alguno que esté destinado a convertirse en un “genio del mal”, ni tampoco (por la citada mirada realista) en un supervillano archienemigo de un tipo que combate la delincuencia disfrazado de murciélago.

En este sentido, sin embargo, el guion sí juega una original baza en uno de los escasos momentos de conexión con el universo mítico reconocible por el público, como es la presencia de un joven Bruce Wayne y su padre. De una manera bastante subversiva, quien será el futuro héroe se muestra más bien como un niño repelente (o así lo veo yo), mientras que su padre aparece como el auténtico malvado de la función. Una inversión de roles que nos lleva al gran acierto de la confección del Joker, o mejor Arthur Fleck, donde se logra el fascinante equilibrio entre atracción/repulsión. Nos pueden producir escalofríos los actos a los que le lleva su locura y, sin embargo, empatizamos con su inmenso dolor, podemos comprender al hombre que habita en el monstruo.

Pero quizás el aspecto más interesante sea la manera de entrelazar la andadura individual con un contexto social donde reina el malestar y la opresión del sistema para con los más débiles y olvidados, de modo que personaje y situación devienen mutuas cajas de resonancia o vasos comunicantes, hasta converger en la espeluznante escena final (opino que habría sido un mejor cierre para la película dejarla en ese punto, sin el epílogo subsiguiente algo redundante y anticlimático). De manera honesta y adulta –y muy lejos de la pretendida apología de la violencia que tanto parecían temer los protectores del puritanismo norteamericano–, el film no juzga ni moraliza, y al actuar así tanto en lo individual como en lo colectivo nos invita a debatir sobre determinados fenómenos desde la complejidad ética que albergan, lo cual siempre resulta sumamente retador para la confortabilidad burguesa de pensamiento: Ley a veces puede significar injusticia y Orden a veces puede significar represión.

Pero si todo ello adquiere un valor artístico es, obviamente, debido a su plasmación cinematográfica. Un gratísimo descubrimiento para mí, puesto que no he visto ninguna de las anteriores películas de su director, Todd Phillips (aunque parece ser que también ha sido una sorpresa para muchos de los que sí conocen su filmografía). La sensacional fotografía y dirección artística nos sumergen en una desoladora, malsana y lúgubre atmósfera que se me antoja deudora del cine de los setenta de William Friedkin (ahí están las acongojantes y antológicas secuencias en el destartalado metro o las correrías entre la podredumbre de las calles) y nos transmite una expresividad emocional acorde con los sentimientos del protagonista, asfixiado también en la justeza de los encuadres. Con la apoyatura de una excelente banda sonora, oscilamos rítmicamente de forma muy medida entre la laxitud de la soledad y el ímpetu del estallido virulento.

Y, como no podía ser menos, no puedo concluir estas líneas sin adscribirme incondicionalmente el ya unánime elogio para la interpretación de Joaquin Phoenix, llamada a perdurar en la memoria de varias generaciones. Solo apunto que en mi caso, no obstante, dado lo que comentaba al principio sobre el hecho de que esta es una película sobre el Joker de los tebeos y el cine de la misma manera que podría no serlo (y prefiero la segunda lectura), y dado mi desconocimiento de la interpretación precedente de Heath Ledger en ese rol, mi admiración no nace de ninguna comparativa ni de ideas preconcebidas sobre cómo “debe ser”. Y debo confesar que me satisface más así, viéndolo como la creación autónoma de un hombre, Arthur Fleck, que nace ante mis ojos mientras contemplo la película. Porque, en definitiva, así me gusta el cine y así me gusta el arte, que me seduzca y me sorprenda ofreciéndome aquello que quiera ofrecerme, y no en cambiar valorarlo según se amolde a lo que espero que me ofrezca.
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10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El espejo
El espejo (1975)
  • 7,8
    6.696
  • Unión Soviética (URSS) Andrei Tarkovsky
  • Margarita Terekhova, Philip Yankovsky, Ignat Daniltsev ...
8
El fulgor
Lo divertido de revisitar “El espejo” con Servadac sentado en la fila de delante, es que uno no deja de apostar consigo mismo si cuando llegue el momento del inmortal plano de la levitación, también él, en místico arrebato de fe tarkovskiana, levitará de su butaca bajo el asombro de la platea, que aturdida contemplará a uno y otro lado de la pantalla el mismo milagro, como en un espejo.

No fue el único aspecto divertido de la sesión en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Descubrí, por ejemplo, que al adolescente tartamudo del inicio del film bastaba con dejar que le creciera el bigote y se le ajustaran unas gafas de sol y una bufanda para convertirse de mayor en Albert Serra. Compruébenlo. Me hace gracia siempre la súbita aparición de un personaje español imitando y glosando a Palomo Linares (aunque en eso le reprocho siempre a Tarkovsky que incluso un artista tan exigente él sucumbiera al mayor de los tópicos hispanos: habría sido bonito, en una película nutrida de los versos de su padre, que el exiliado español, y más teniendo en cuenta los dolorosos insertos de reportajes de época sobre la Guerra Civil, recitara un poema de Lorca o de Machado, por ejemplo).

Y hay más. Antes que se iniciara la proyección ya me advirtió GVD que él mismo había emitido una queja sobre el lamentable subtitulado en ese ciclo sobre el director, que ciertamente parece ejecutado por el corrector automático de Facebook. Cabe decir, sin embargo, que pese a la hilaridad que esto producía en muchos momentos, la comprensión de la cinta no se vio mermada en absoluto.

En este sentido debo confesar que la primera vez que vi “El espejo”, hace ya muchos años, cuando descubrí a Tarkovsky, me defraudó sobremanera su inaccesibilidad al entendimiento. No obstante, con el paso de los años y las revisiones, me acerqué a ella de otra manera, como quien se acerca a un sueño o a un poema, y desde este cambio de actitud receptiva se acabó convirtiendo en una de mis favoritas de su director. Irregular, por su propia naturaleza, pero al mismo tiempo poseedora de un fulgor que contemplo como fogonazos de belleza pura. El plano que recorre la estancia, refleja a los niños en un espejo y finaliza mostrando el incendio del establo me parece el más hermoso de toda su filmografía. En general, todo el tramo campestre es lo que prefiero, con una luz que me lleva a luces de mi infancia, y me abandono en esos momentos donde Tarkovsky juega como solo él supo hacerlo con los elementos naturales, ese viento que agita los campos, el agua, el fuego en las estancias, la nieve creando un cuadro de Brueghel…

Creo que es muy difícil substraerse a esta poética visual y a la emoción que destila, y ello explica que incluso un desertor de la secta tarkovskiana como Macarrones, para el cual, recordemos sus palabras, el testamento fílmico que para Tarkovsky supuso “Sacrificio” fue casi su propio testamento como espectador, saliera de la sala gozoso y puntuándola con un ocho. Convenimos, durante la cena posterior, que los momentos menos satisfactorios de la película son aquellos donde el director pretende mostrarse verbalmente más explicativo, en favor de aquellos otros en los cuales donde el poema audiovisual (¡qué bien maneja los sonidos y la música!), a veces con detalles tan ínfimos como un ralentí, deja plena libertad al espectador no ya para su “interpretación”, sino para compartir con el film su propia emoción, sus propia sensibilidad, sus propias evocaciones y recuerdos.


La reseña como tal finaliza aquí, pero antes de irme, en mi segunda confesión en estas líneas, confieso que no la habría escrito sin las circunstancias de esta última revisión, en Madrid, al lado de amigos filmaffiniteros muy queridos. Como no puede ser de otra manera a ellos va dedicada.

Y ahora les contaré una historia. La anterior vez que visité a mis amigos madrileños, en octubre de 2011, estuvimos a punto de entrar en el cine Doré para ver, nadie la conocía, “Tío Vania", de Konchalovsky, pero al final optamos por ir de tapas. No obstante, de regreso a Barcelona, escribí en el AVE una reseña titulada “La película que nunca vimos”. Como es lógico, fue mi única crítica no validada, aunque cabe decir que el validador/a demostró que había entendido su sentido y necesidad al responderme algo así como: “no podemos publicar una crítica de una película que no se ha visto, pero ha escrito usted un elogio muy sentido sobre el valor de la amistad, y estamos seguros que encontrará los canales adecuados para hacerlo llegar a sus amigos”.

Bueno, mis amigos ya tuvieron cuenta de ella en su momento, pero aprovechando el río aquel que pasa por Pisuerga, en la zona spoiler me cobro mi pequeña revancha.
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13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El circo
El circo (1928)
  • 8,0
    8.165
  • Estados Unidos Charles Chaplin
  • Charles Chaplin, Merna Kennedy, Betty Morrisey ...
7
El nacimiento del amor
Hace unos pocos días llegó a mis oídos una noticia maravillosa: Pablo, un bebé de ocho meses, vio su primera película.

Se trataba, como aquellas que evocaba "Cinema Paradiso", de una proyección veraniega con acompañamiento en directo al piano de "El circo"; ya saben, esa vieja película de Chaplin a menudo poco valorada porque se sitúa entre dos de sus obras canónicas, "La quimera del oro" y "Luces de la ciudad", pero que en su modestia contiene algunos de los mejores y mejor filmados gags de su carrera, aderezados con notas de una genuina emoción que no excluye la amargura.

Al igual que la música amansa a las fieras, contaba su madre —por cierto, una de las plumas más seguidas y valoradas durante la Edad de Oro de FilmAffinity, ya llovió desde entonces— que Pablo había tenido un día irritable, pero que sin embargo quedó completamente quieto, tranquilo y fascinado por esas sombras que iban y venían.

En el fondo, la misma hipnótica y misteriosa seducción por el traqueteo de las imágenes a veinticuatro fotogramas por segundo que sentimos a lo largo de toda nuestra vida quienes nos declaramos amantes del cine, aunque para entonces necesitemos justificarlo con la pátina de la intelectualidad y las interpretaciones sesudas.

Se preguntaba esperanzada su cinéfila madre si cuando Pablo llegue a la edad de las locuras del amor compartirán las maravillas de Murnau, Fritz Lang, Billy Wilder o William Wellman, o acaso Pablo le pedirá que le ponga "Laura", "Amanecer" o "Vértigo". Yo espero que así sea, y me gusta imaginar que en uno de esos días Pablo se reencuentre por azar con la figura del vagabundo ataviado con bastón y bombín, y sienta entonces una repentina punzada que le resulte incapaz de explicar, mientras su madre, satisfecha, sonríe a su lado.

Pero todo eso habrá de llegar. Ahora es el momento, tan solo, de dar cuenta del sueño de una noche de verano en el que el cine se acercó a un bebé de ocho meses y le susurró: "Pablo, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad".


[Para Pablo y Cristina]
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15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pasión de los fuertes
Pasión de los fuertes (1946)
  • 8,0
    9.155
  • Estados Unidos John Ford
  • Henry Fonda, Linda Darnell, Victor Mature ...
9
Balada de un pistolero
- Mac, ¿has estado alguna vez enamorado?
- No, he sido camarero toda mi vida.

Decía Lindasy Anderson en su estupendo documental sobre John Ford que si "La diligencia" era prosa, y muy buena prosa, "Pasión de los fuertes" era poesía. Posiblemente sea una aseveración algo esquemática, pero sin duda resulta muy oportuna para acercarse a una propuesta marcada por su carácter profundamente lírico. Un carácter que ya anticipa el título original, prestado de la bella balada tradicional "My Darling Clementine", cuyas notas acompañan unos muy originales créditos de inicio, con la cámara descendiendo sobre postes señalizadores de madera que contienen el reparto artístico y técnico, y que décadas después inspirarían a Coppola para los de "Corazonada".

A partir de ese momento da comienzo la recreación de uno los más legendarios episodios del lejano Oeste, la relación entre el sheriff Wyatt Earp y el jugador Doc Hollyday, culminada en el duelo en el OK Corral de Tombstone contra el clan de los Clanton. Pero "Pasión de los fuertes" se aleja cuanto quiere, y he ahí su principal clave, de la llamada «verdad histórica» para erigirse en elegía mítica, en cántico que a menudo desoye la ortodoxia narrativa hollywoodiense, donde cada escena ha de servir para avanzar la acción, y que prefiere adentrarse en hermosos y emotivos meandros.

Cualquier espectador que lleve años sin verla posiblemente haya olvidado detalles de la trama, pero estoy convencido que en la retina de su memoria permanece el rostro de Doc Hollyday, ante la atenta mirada de Wyatt Earp, terminando de recitar el monólogo del 'To be or no to be' que el actor de teatro se ve incapaz de continuar en el humeante tugurio dominado por los Clanton o la ya icónica estampa de Wyatt Earp recostando sus largas piernas en uno de los postes del porche.

Es en estos y en muchos otros momentos que emerge en toda su deslumbrante plenitud la poética de John Ford como forjador de imágenes pregnantes: ahí están, siempre en un contrastado y expresionista blanco y negro (ejemplar en todo el film el trabajo fotográfico de Joseph McDonald) el plano sostenido en el campamento sobre el pequeño de los Earp despidiéndose de sus hermanos, premonitorio de su despedida de la película, el fantasmagórico plano general del cielo y las nubes sobre las luces nocturnas de Tombstone, la lluvia fangosa que anega los utensilios del campamento, las miradas cruzadas de cine mudo entre los Earp y los Clanton con los largos chubasqueros empapados, el juego con la profundidad de campo usando la barra del bar en la primera conversación entre Wyatt y Hollyday, la silueta completamente en negro, como el espectro errante que es, de Doc Hollyday frente a la ventana de su habitación, el ceremonioso travelling que acompaña entre los porches a Wyatt Earp y Clementine dirigiéndose a la inauguración de la iglesia, las imágenes contrapicadas que enfatizan allí su animado baile o, en fin, el solitario pañuelo que queda prendado de los tablones tras ser abatido Hollyday.

Es encomiable la precisión absoluta de la puesta en escena, con la ajustada composición de cada imagen y el ritmo del montaje, y cabe destacar también el uso ejemplar del sonido, tanto de la sensible partitura, como de la música diegética (el piano y las canciones en el bar, Wyatt silbando la melodía de "My Darling Clementine" -revelando así en quién piensa-, el coro lejano del espiritual "Shall We Gather At The River" que acuna el antes mencionado travelling con Wyatt y Clementine, el baile…), como de su ausencia: Repárese en el hecho, en absoluto casual y sí deudor de lo genial, que las dos únicas escenas de acción del film, la cabalgada de Wyatt Earp tras el carromato de Hollyday, y el duelo en el OK Corral carecen de acompañamiento musical.

En calculada rima visual, dos planos del film devuelven a Wyatt Earp y Doc Hollyday el reflejo de su rostro, es decir, nos muestran en segunda instancia cómo se ven a sí mismos. En el caso del primero, ataviado con sus mejores galas de domingo y algo azorado ante el espejo que sostiene el barbero, pero desvelando a su vez el narcisismo social que subyace en él. Porque si bien por un lado el personaje representa los valores nobles del amor por su familia (el dolor por la muerte de los hermanos y, ante todo, el dolor que sabe sentirán sus padres) de la lealtad, la prudencia, el sentido de la justicia, la valentía y la heroicidad, también ciertamente resulta bastante antipático su clasismo y puritanismo, como se ve en su llegada a Tombstone cuando tras reducir al indio borracho exclama: «¿qué clase de ciudad es esta que da alcohol a un indio?» (comentario y escena en general que, todo hay que decirlo, tratándose de un western absolutamente urbano, se convierte en un del todo innecesario y molesto borrón de tintes racistas) y, por encima todo, en el indisimulado desprecio y trato denigrante que muestra hacia Chihuahua a lo largo de todo el metraje (muy repelente, por injustificado y gratuito, su gesto en el porche ante ella como si pedaleara) por su vulgaridad y condición de fulana, en diáfano contraste con la fascinación que siente ante la imagen blanca, pura y virginal de Clementine desde el primer instante que la ve.

(sigue en zona spoiler)
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19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Silencio
Silencio (2016)
  • 6,4
    15.991
  • Estados Unidos Martin Scorsese
  • Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson ...
9
Es cuestión de fe
Tras un primer visionado, que sin ninguna duda no será el último por mucho tiempo, sostengo que “Silencio” va camino de convertirse en mi película preferida de Scorsese, lo cual no es poco para un artista del que tanto admiro su filmografía. Pero lo más hermoso que se desprende de esta apreciación (totalmente particular y sin ningún ánimo de objetividad, por supuesto) es cómo refuerza mi fe inquebrantable en el cine y en sus maestros. Pues buena parte de la cinefilia debe admitir que acostumbra a ser presa de la crisis de la fe: cuántos espectadores o críticos llevan años, lustros o hasta décadas, proclamando que la mejor película de Scorsese, o de Spielberg, o de Allen, o de Eastwood…, ya está hecha, que la hicieron hace ya demasiado tiempo y que desde entonces solo ofrecen una patética decadencia…

Creo que, como “Julieta” en el caso de Almodóvar, “Silencio”, que recordemos era un proyecto muy personal que a Scorsese la ha costado varias décadas poder llevar a cabo, ha llegado en el momento adecuado para él, el momento de una plenitud vital que permite una mirada despojada y esencial, aquella que a la que acceden los más grandes cuando ya no tienen nada que demostrar. Pues “Silencio” no precisa de la extraordinaria pirotecnia audiovisual con la que usualmente identificamos las formas de Scorsese (y que alcanza su zénit en la para mí todavía infravalorada “Casino”, en mi opinión un hito del montaje cinematográfico como forjador absoluto del relato, a la altura de lo que representó Eisenstein en su tiempo).

Bien al contrario, nos encontramos ante el film más depurado de su autor, donde cada imagen, de una plasticidad asombrosa en su concepción (la barca en un mar de niebla de “Cuentos de la luna pálida” revive ante nuestros ojos) es justamente la imagen justa. Cuesta, además, recordar en el cine moderno una película donde el trabajo minimalista con el sonido, tanto su presencia espectral como su ausencia, resulte tan importante.

He hablado, refiriéndome a la pericia técnica, de un cineasta que ya no necesita demostrar nada, pero esto puede extenderse al que quizás sea el gran valor del film, la mirada rosselliniana que no pretende demostrar, sino mostrar. Como en el lema de Renoir, Scorsese pone todo su empeño en exponer que cada cual tiene sus razones. Sobre la fe, sobre si Dios se manifiesta o calla, sobre el sentido de la misión evangelizadora en el otro extremo del mundo, sobre la reacción que eso produce en aquel pueblo, sobre todo eso, el espectador podrá, tras el visionado de la película, disertar libremente y profundamente.

Ahora bien, la duda surge cuando me pregunto a quién debo recomendar esta película. Francamente, no diría que me atreva a recomendarla a todos los admiradores de Scorsese. A muchos sin duda les gustará, pero habrá otros, quizá más que los primeros, a los que es posible que no les guste o les guste bastante menos que otras de sus películas, precisamente porque al estar del todo alejada de su característico tempo crispado e hipervitamínico, les parezca tediosa o aburrida.

El tema, casi tres horas donde como quien dice no hay una sola escena donde no se hable de Dios, del cristianismo y de la fe, es el otro gran problema para su recomendación. Que nadie se lleve a engaño, estamos ante una propuesta eminentemente espiritual. Obviamente, no se precisa ser creyente o agnóstico para entrar en ella, pero parece de sentido común pensar que llenará más y proporcionará mayor placer –o dolor— e interrogantes significativos al espectador con ciertas inquietudes sobre lo trascendente, o con un cierto interés antropológico sobre el papel de las religiones a lo largo de la historia, que al espectador totalmente indiferente u hostil ante estas materias.

En definitiva, y cerrando el círculo con el que he iniciado estas líneas, me limitaré a recomendarla, y no sin precauciones, a todos aquellos que conserven intacta, y cultiven con esmero y cariño, su fe en el Cine.
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133 de 165 usuarios han encontrado esta crítica útil
Julieta
Julieta (2016)
  • 6,3
    18.492
  • España Pedro Almodóvar
  • Emma Suárez, Adriana Ugarte, Daniel Grao ...
10
El perquè de tot plegat
Me piden algunos amigos que escriba algo para justificar mi nota a esta película y siento que es extremadamente difícil, porque aunque me vea obligado a poner una cifra nunca he pensado en ella en términos numéricos. Francamente, no creo que el arte sea puntuable (en este sentido, jamás dejará de sorprenderme la capacidad analítica de quienes reclaman puntuaciones con varios decimales, y más aún tratándose el cine de una disciplina coral, donde tantos elementos intervienen en su realización). Cuando marco la nota más alta, lo que pretendo expresar con ello, más allá de una presunta y en el fondo siempre falaz idea de “perfección”, es que esa película me ha ofrecido todo aquello que el arte puede darme, que me ha colmado plenamente hasta derramarse por todos los poros de mi ser.

Recalco esta idea de ofrenda, que gusto de reivindicar en mi actitud como espectador. Tengo la sensación que uno de los mayores males que tradicionalmente afectan a buena parte de quienes ven películas con ánimo de juzgarlas (qué terrible cada vez más me parece este verbo), y que no es descartable que sean los mismos que están convencidos que el valor de una pieza de arte es reductible a una cifra, mejor con decimales, es que para dicho juicio acostumbran a basarse en la comparativa entre lo que se ha visto y lo que se desearía haber visto, entre la película tal como es y la película ideal que tienen en mente, cada cual según sus constructos mentales acerca de lo que el cine es o debe ser. Yo siempre he preferido pensar que el cine será lo que sus artistas hagan que sea.

¿Y qué me ha ofrendado “Julieta”? Pues yo diría que espero me haya concedido un poquito más de sabiduría. Pues lo primero que se me ocurre es pensar que esta película está rebosante de ella, que quién la ha engendrado ha de ser por fuerza una persona sabia. Alguien que conoce qué destellos y temblores anidan en los abismos más insondables del alma humana, creándola, destruyéndola, renaciendo de sus cenizas. Así emerge del barro del demiurgo Julieta, como las pequeñas figuras de Ava, y el creador comprende –y, por ello, no juzga– a una mujer que, convocando como testigos al deseo, al miedo, al dolor, a la pérdida, al silencio, a la esperanza, a la culpa, sí se juzga a sí misma hasta que comprende.

Y, coherentemente, la piel donde habita la obra se desnuda de todo lo accesorio para hurgar en la herida de la esencia. Y besarla. Como besa Julieta en primerísimo plano el tatuaje en el hombro de Xoan con las iniciales de su nombre y el de su hija. Y con el beso cicatrizarla. Y crear belleza. Cuánta belleza en esa música omnisciente que envuelve las imágenes (y que algún crítico profesional tildó de inadecuada porque no evoca al drama sino al thriller –ay, de nuevo, los moldes preestablecidos– sin atender acaso que no estamos sino indagando ante nuestros más impenetrables misterios). Cada plano de esta película es bello porque es el único posible. Porque utiliza todos los elementos del oficio cinematográfico para generar significados, ideas, sensaciones, emociones. Cuánta belleza en esa imagen onírica, nocturna y deseante del ciervo en celo corriendo junto al tren que Julieta observa tras la ventanilla del vagón. Cuánta belleza cuando ella y nosotros, en deslumbrante cuadro pictórico, vemos por primera vez el mar, también a través del ventanal de la casa de Xoan, el mismo emplazamiento desde donde más tarde observará con sufrimiento el clamor de las olas embravecidas. Cristales y ventanas remarcando su presencia como marco interpuesto entre Julieta y el objeto de su mirada: no en vano Julieta definirá (ejemplarmente, por cierto) su posterior depresión como un sentirse tan solo espectadora de la vida, de la vida de los otros y de la suya propia, sin participar. Esa misma Julieta adulta a la que ya hemos visto asomada también de noche desde su balcón, captada en esa ocasión por vez primera con temblorosa cámara en mano, sin contraplano hitchcockiano: en esa ausencia están todas sus ausencias y la ausencia de sí misma.

Son solo ejemplos formales entre muchos. Si tuviera ganas y me pagaran bien, podría desmenuzar el film plano a plano, frase a frase, latido a latido. Podría explicar que la razón por la que ningún espectador se levantó de su butaca hasta que terminó la canción entera de Chavela Vargas que acompaña el último plano general de la película, sin que nada ocurra en él y mientras se sobreimpresionan los primeros créditos (cuya sola aparición se ha convertido en el cine de hoy en la invitación a levantarse), fue porqué aunque nunca leyeran a Paul Schrader supieron que ese era el momento absolutamente trascendente y necesario de la estasis. Podría hurgar analíticamente en la multiplicidad de concatenaciones, reflejos y rimas que se forman entre todos los recovecos de la historia y que la convierten en un sueño filmado.

Resonancias, en fin, inagotables, que nos llevan también a la propia carrera de su director. Volver, hable con ella, entre tinieblas o la flor de mi secreto podrían haber sido más títulos para esta historia, depuración máxima de toda la obra anterior, tal vez pórtico de entrada a un período no ya de madurez, que esa ya llegó hace más de quince años, sino, como en la última etapa de Yasujiro Ozu, de la serenidad de quién ha comprendido y nos regala, nos ofrece que decía, no ya buenas películas o aquello que llamamos obras maestras, sino pedazos de sabiduría que nos ayudan a conocernos, nos transforman y nos invitan a ser mejores personas.

Retomo, pues, el interrogante inicial, y escribo que si le puse un diez a “Julieta” fue porque cuando salí del cine, yo ya era otro.


[Con cariño, para Raquel]
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49 de 67 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Sur
El Sur (1983)
  • 7,7
    16.079
  • España Víctor Erice
  • Omero Antonutti, Sonsoles Aranguren, Icíar Bollaín ...
10
Accidente sin huella (primera parte)
Como se sabe, a "El Sur" le falta el sur. Después de rodar la parte del proyecto que transcurre en el norte, el productor Querejeta cerró el grifo pecuniario y Erice se vio obligado a montar el resultado definitivo de la película sin disponer de ese fragmento. Esto, sin embargo, lo sabemos hoy porque el propio Erice lo ha contado muchas veces. No obstante, la pregunta pertinente sería: ¿y, si no supiéramos que la película está incompleta, lo habríamos deducido?

Yo puedo responder a ello por experiencia directa, ya que la primera vez que vi "El Sur", hace muchos años, en una época donde era muy difícil disponer de la información que hoy se alcanza con un clic, no lo deduje. Es más, no tan solo no lo deduje, sino que me pareció que uno de los más grandes aciertos de la película era, justamente, que terminara en el momento que termina, cuando Estrella se dispone a iniciar su viaje al sur.

Porque lo que ella descubriera en el sur sobre el pasado de su padre y su relación con la actriz Irene Ríos se me antojaba puro Mac Guffin (sí manejaba ese término por la coetánea lectura del mítico libro-entrevista de Truffaut a Hitchcock, que marcó un punto de inflexión en mi educación cinéfila). Lo único importante, lo esencial, era sencillamente que ella tomaba la decisión de realizar ese viaje, un viaje que sería también hacia el autodescubrimiento y el paso definitivo a la madurez.

Por ello fue una extraordinaria sorpresa descubrir años después las interioridades del rodaje. Desde luego que el guión previsto, tal como lo desmenuza Erice en sus entrevistas, es ciertamente interesante porqué termina cerrando un círculo narrativo. Aún así, sigo sin echar de menos que la película tuviera la forma pensada por su autor. Es evidente que ya todo pueden ser cábalas y hasta parecería impertinente dudar de su talento, pero ciertamente la sigo prefiriendo así.

Por un lado, por lo que he comentado antes que para mí tiene de Mac Guffin el pasado del padre –es Estrella la protagonista–. Por otro, precisamente por algo que cuenta Hitchcock en el citado libro acerca de la razón por la que en "Crimen perfecto", el juicio a Grace Kelly es representado de manera irreal con un fondo de colores que gira tras la actriz: «Así resultaba más familiar, y además se mantenía la unidad de emoción. Si hubiera hecho construir una sala de tribunal, el público se hubiese puesto a toser y habría pensado: ahora empieza otro segundo film.». En efecto, me parece que la 'unidad de emoción' habría salido perjudicada, y más teniendo en cuenta el perfil cinematográfico de Erice, que no se basa en una narrativa que avance inexorablemente sobre raíles, como el cine de Hitch, sino en la construcción muy pausada de una atmósfera que poco a poco nos va envolviendo. Su desaparición repentina, seguida del proceso de creación de otra –recordemos, en Erice eso surge en tempo de adagio–, más que una simple contraposición lumínica, se me antoja una fractura excesivamente exigente para que el espectador la salte sin caerse.

Todo ello que no quita, por supuesto, que entienda perfectísimamente el profundo dolor de Erice cada vez que se ve obligado a rememorar su película, y que respete por completo la postura de los espectadores que sí añoran lo que nunca ocurrió.

Pero, sin duda alguna, lo más interesante de esta experiencia es la reflexión que origina acerca de los conceptos de autoría y creación. Cómo la pieza artística se desprende de su autor, se independiza de las intenciones que éste tuviera y entabla un diálogo con el espectador, a partir del cual se abre a nuevos y siempre renovados significados. De ahí que "El Sur", de la que no le he dicho antes, pero digo ahora que ya en su primer visionado me pareció una grandísima obra maestra y una de las mejores películas españolas de la historia, revele paradigmáticamente también con sus circunstancias su condición de obra de arte.


(Segunda parte en "Vampyr")
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12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
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