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Críticas ordenadas por:
Jackie Brown
Jackie Brown (1997)
  • 7,2
    57.384
  • Estados Unidos Quentin Tarantino
  • Pam Grier, Samuel L. Jackson, Robert De Niro ...
9
Rum Punch
Hace ahora poco más de diez años, en mi primera reseña publicada en Filmaffinity, escribí a propósito de “Los comulgantes” que «si en Fanny y Alexander está todo Bergman por expansión de personajes y situaciones, aquí lo está por reducción a sus rasgos esenciales. De esta manera, la puesta en escena deviene una de las más concisas, depuradas y austeras de su autor». Aunque nunca creí que acabaría relacionando a Bergman con Tarantino, estas antiguas palabras se me antojan hoy pertinentes para contextualizar “Jackie Brown” en el seno de la obra del segundo.

Todavía con más claridad ahora que en el momento de su estreno, ya que disponemos de su obra posterior y sabemos qué caminos tomó, o mejor retomó, a partir del semifracaso comercial de este film, sin duda alguna inducido por todo lo que supuso “Pulp Fiction”, obra de culto generacional de su década. En su estreno me pareció mejor de lo que se decía, revisada ahora al cabo de los años, no dudo en considerarla como una de las más grandes cimas de su autor, probablemente junto a "Malditos bastardos" o “Kill Bill”.

“Kill Bill”, ante todo la primera parte, es casi una abstracción, la emoción estética de las imágenes en movimiento, la sinfonía audiovisual dirigida al éxtasis de la mirada. “Jackie Brown”, en cambio, nos arrastra al clasicismo de la historia contada sin prisas, con suma atención a la psicología de los personajes. Prima la introspección, y los diálogos beben en mucha mayor medida de la prosa de Elmore Leonard que de la pluma del director; de ahí que muchos echen en falta las típicas peroratas sobre temas banales, aspecto que por otra parte nunca ha sido el que más me atrae de su cine.

Es precisamente, no por la ausencia sino por la atenuación de determinados rasgos estilísticos, que regreso a lo expresado en el primer párrafo, para constatar que en este sentido, y a diferencia de otros pareceres, es así cómo la considero profundamente tarantiniana. Muchos directores se podrían haber hecho cargo de la adaptación de la novela, y algunos seguramente con grandes resultados, pero “Jackie Brown” acaba perteneciendo inexorablemente a su autor y a nadie más podría atribuirse.

Desde el primer momento y como siempre lo ha hecho, el gran demiurgo del espacio fílmico deja claro su poderío. Organiza nuestra percepción a su antojo para crear así un sentido. Nada más empezar, sentados en el sofá ante el televisor que emite la propaganda de armamento, creemos que en la habitación están únicamente Samuel L. Jackson y De Niro. Solo más tarde advertimos la presencia de Bridget Fonda, de quien importan más que nada sus miembros sirviendo bebida, o jugueteando con el pie, para que el director esboce al personaje y su relación objetual con los masculinos. En otro momento de la película, Jackie centrará la imagen, y será el movimiento de retroceso de la cámara la que la descubrirá ubicada entre los dos agentes de policía, fomentando con la abertura del plano la abertura a un nuevo significado.

Atenuados están también los escasísimos momentos de violencia, mostrados siempre con la cámara a distancia y de manera totalmente sorpresiva para el espectador. Su impacto, por ello mismo, es mayor que en otras obras llenas de insertos de carnes agujereadas y chorros de sangre. La música también es menos llamativa y excéntrica, pero tanto de manera diegética como extradiegética aparece en los momentos caros al proceder del cineasta de la forma siempre más efectiva posible. Ni está de más cuando está ni se la echa de menos cuando no está.

Tampoco necesita construir la narración en forma de puzle, ésta se desarrolla linealmente; no obstante, en cuanto decide jugar con el tiempo en los grandes almacenes mostrando la misma escena consecutivamente desde el punto de vista de cada personaje, no solo consigue una secuencia magistral, de las mejores que ha elaborado nunca, sino que trasciende ese carácter aparentemente lúdico. No es el artista alardeando de su capacidad, sino que aquello sirve de manera necesaria a la propia narración para recalcar las interrelaciones y el valor de las casualidades y las causalidades.

O el plano, finalmente, con qué concluye la película, y que en su longitud me recuerda al cierre de “El tercer hombre”. Tras el último visionado me preocupé de cronometrarlo y dura prácticamente un minuto. Se precisa una gran seguridad en uno mismo, una gran valentía escénica y también una enorme confianza en la capacidad expresiva de la actriz, que sin duda alguna ésta devuelve con creces, para tal mantenimiento.

Ese último plano sostenido, sosegado, reflexivo, melancólico, podría ser un símbolo de la película entera, pues permite al espectador el espacio necesario para la catarsis, y emocionarse de la misma manera que pudo hacerlo con los rostros de Chaplin en “Luces de la ciudad” o de Cecilia en “La rosa púrpura de El Cairo”.

Esa emoción, finalmente, deviene el gran hecho diferencial de “Jackie Brown” con respecto al resto de su filmografía. Nunca sus personajes le han importado tanto en tanto que seres humanos, y nunca le ha importado tanto que el espectador se acercara y se adentrara tanto en los recovecos de su alma. La tentación del distanciamiento y de la vuelta de tuerca cínica siempre estaba al acecho, pero esta vez, o por una vez, Tarantino pierde el miedo a contemplar los más nobles sentimientos del ser humano.

Sí, “Jackie Brown” conmueve hondamente, porque sin hacernos notar en absoluto que nos está llevando hacía allí, finalmente nos conduce hasta el elegíaco paraje donde habitan las más bellas promesas de amor.
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26 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Plan diabólico
Plan diabólico (1966)
  • 7,1
    3.554
  • Estados Unidos John Frankenheimer
  • Rock Hudson, Salome Jens, John Randolph ...
8
El fantasma de la libertad
Llegué por absoluta casualidad a esta película de John Frankenheimer, que, pese a la admiración que profeso por él, y más considerando que se sitúa en su gran década creadora de los sesenta, con títulos tan admirables como “El tren”, “El hombre de Alcatraz” o “Siete días de mayo”, la verdad es que no conocía en absoluto, salvo por haber leído el título en obras bibliográficas.

Y lo cierto es que ha supuesto una auténtica revelación, no ya respecto a su filmografía particular, sino en el contexto del cine americano de la segunda mitad de los sesenta, por su apuesta originalidad y creatividad expresiva.

Porqué dicha originalidad no radica en última instancia en la sugerente premisa de un hombre de monótona existencia gris que recibe la propuesta por parte de una misteriosa organización para iniciar una vida nueva, a partir de una radical operación de cirugía estética (operaciones que ya habían aparecido por ejemplo en thrillers como “Senda tenebrosa” o “Jail Bait”, del mismísimo Ed Wood), o ni siquiera en el extraño curso de los acontecimientos, que nos sumergen en una surrealista y malsana fábula de tintes kafkianos, sino (y de una manera que recuerda también el proceder de Welles en su adaptación de “El Proceso"), en la manera cómo esta narrativa adquiere su verdadera densidad onírica y desasosegante mediante el singular manejo de las formas visuales.

Desde el primer fotograma, y gracias a una magnífica fotografía en blanco y negro de James Wong Howe, nos adentramos en un universo distorsionado que nace de extraños y complejos encuadres, juegos angulares, movimientos de cámara, o la marcada profundidad de campo que genera un fuerte contraste entre las proporciones de los rostros —generalmente el sudoroso y angustiado del protagonista— los cuerpos y los objetos. En diversos momentos llama la atención el recurso estilístico, que no recuerdo en el cine de aquel entonces, de acoplar la cámara a la espalda del actor, de tal manera que mientras éste transita de verdad por el escenario, se provoca el inquietante y claustrofóbico efecto de estatismo en su movimiento, pareciendo que es el fondo el que gira vertiginoso a su paso (un recurso, por cierto, utilizado décadas después en la grabación de muchos conciertos de rock, con una pequeña cámara sujeta al mástil de la guitarra).

También es sumamente llamativa la escena de una bacanal orgiástica al aire libre, ante todo por la desinhibición y franqueza sensual y sexual con la que está rodada, incluyendo desnudos integrales y frontales. No conozco la intrahistoria, pero dudo mucho que, no ya en España como es obvio, sino incluso en determinados Estados de los Estados Unidos, las copias no sufrieran los consabidos cortes de rigor.

Y lo que conviene resaltar es la gran interpretación de Rock Hudson, sin duda alguna la mejor, más intensa y conmovedora de toda su carrera con diferencia, lo que nos ofrece como corolario una consideración acerca de cómo el Hollywood clásico (y en muchos aspectos todavía el moderno) desaprovechaba la potencialidad dramática de algunas de sus su estrellas, al encasillarlas en el molde granítico de la simple apostura estética.

El resultado, pues, una película que me parece injustamente olvidada, que reivindica además el indudable talento de Frankenheimer para la puesta en escena y que temáticamente, y superando con creces los aspectos que la atan a su época, como el mencionado episodio hippy, regala sobrados motivos —en curiosa analogía con otra producción japonesa de ese mismo año, “El rostro ajeno”, de Teshigahara— para una generosa reflexión de fondo sobre la búsqueda de la identidad, el poder de la alienación, el vacío existencial o los límites del libre albedrío.
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17 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Arabesco
Arabesco (1966)
  • 6,2
    2.767
  • Estados Unidos Stanley Donen
  • Gregory Peck, Sophia Loren, Alan Badel ...
8
Como en un espejo
Si “Charada” puede resumirse como el cruce entre el suspense de Hitchcock y la elegancia sofisticada de Blake Edwards, de “Arabesco” podría decirse que a estos a dos ingredientes primarios se suma de manera decisiva el espíritu pop de Richard Lester.

No he citado la película anterior de Donen por casualidad. “Arabesco” sufre el síndrome de aquellas películas a las que comúnmente se acusa de querer explotar una receta anterior que gozó de un gran éxito, y que por ello mismo suelen ser prejuzgadas y despachadas como una mera “copia” menos inspirada. Sin embargo, como he comentado en anteriores ocasiones, a menudo estas “variaciones”, que diríamos en términos musicales, suelen gustarme más que la primigenia (“El Dorado” respecto a “Río Bravo” o “Casino” frente a “Uno de los nuestros”, por ejemplo). “Arabesco” no es una excepción, y creo que es justamente el antes citado ingrediente pop, el que le proporciona un sabor aún más agradable a mi paladar.

Este componente no se expresa mediante un cromatismo exacerbado, como era usual en la época, sino ante todo en la puesta en escena. Es realmente difícil hallar en “Arabesco” planos “convencionales”. Ya desde el primer minuto aparecen encuadres torcidos, y se sucederán picados, contrapicados, emplazamientos de la cámara en lugares poco habituales según el clasicismo y, ante, todo, reflejos especulares, probablemente más que en cualquier otra película.

Prácticamente en cada escena se presenta el motivo del espejo, en numerosas ocasiones deformantes, jugando con las concavidades, así como, según otra vez los parámetros clásicos, de una manera que se antoja aparentemente “gratuita”. Por ejemplo, Gregory Peck hace footing y se acerca el coche al que le forzarán a entrar. Justo antes, un inserto de una placa metalizada en la carrocería nos muestra el reflejo del actor corriendo.

Sin embargo es paradójicamente esa gratuidad la que, a fuerza de repetirse, se convierte en un leitmotiv visual que proclama diáfanamente la gran intención temática: todo es reflejo, imagen deformada de lo real, ilusión, apariencia, hechizo; en definitiva, juego.

Hay una escena que define maravillosamente este carácter lúdico. Un Peck al que han drogado para que diga lo que sabe logra zafarse de la furgoneta donde lo retienen, y queda perdido en medio de la autopista. En su estado todo lo ve desfigurado, tiene alucinaciones y hasta se cree un torero que mantea los coches que van y vienen. En una planificación típicamente hitchcockiana, a partir de las normas canónicas del punto de vista, serían únicamente los planos subjetivos, aquellos que se corresponden con lo que el personaje ve, los que ilustrarían esta deformación de la realidad. Sin embargo en esta ocasión es el punto de vista objetivo de la cámara el que se hace cómplice de dicho estado y, como si ella también estuviera drogada, toda la escena se torna absoluta y jocosamente psicodélica.

La evidencia con la que la película resalta su intencionalidad juguetona es otra de las razones por la que íntimamente la prefiero a “Charada”. En la primera el guión, más trabajado y perfecto, resulta mucho más importante, y los giros argumentales son parte activa de su encanto. “Arabesco” aparece más libre, menos encorsetada en este aspecto; en el fondo nunca llega a ser relevante revelar quién es quién, y todo el engranaje narrativo deviene ya puro macguffin para asistir únicamente al deleite del transitar de las escenas, al gozo puro del acontecer visual. Pero lo que me parece más conseguido es cómo dicho carácter asumidamente lúdico halla su punto exacto de cocción: en ningún momento, como digo, la película realmente se toma en serio a sí misma, pero tampoco llega a caer en una autoparodia explícita que provoque un distanciamiento que nos aleje efectiva y afectivamente de nuestro interés por los personajes y su suerte. Es un equilibrio ciertamente difícil de conseguir y muy meritorio, que en cierto modo me recuerda a determinados momentos de Tarantino.

Quizás el punto débil más evidente es que de todas las peripecias que ocupan a la pareja protagonista y ponen en peligro sus vidas, la última de todas, una persecución desde un helicóptero tantas veces vista en tantas películas, es la que resulta menos insólita y original. Habida cuenta de la singularidad visual que se despliega en escenas anteriores, el espectador espera y agradecería un cartucho final donde la película culminase su paroxismo. Ahí sí que “Charada” cumple mejor y pienso, por ejemplo, pese a la diferencia general de tono, en finales tan llamativos y extravagantes como los de “La dama de Shanghai” o “Apartado de correos 1001”.

También se le podría reprochar, de nuevo en su asimilación hitchcockiana, que pese a todo jamás llega a presentar esa escena realmente antológica, aquella que entra en los anales y la mítica de la memoria cinéfila (como ejemplo más obvio por su cercanía, la escena de la avioneta en “Con la muerte en los talones”). Pero acaso ese reproche resultara muy injusto: esa es la capacidad que incumbe y por ello mismo delata a los auténticos genios del séptimo arte. Y justamente es, en su propia escala, que “Arabesco” siempre me parecerá una de las más apetecibles propuestas en lo que para mí es la noción ideal de una sesión de cine en la noche de un sábado ante el televisor (los lectores de mi generación recordarán con júbilo y nostalgia las fabulosas sesiones “de tarde” y “de noche” de TVE hace ya algunas décadas).
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15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Río Bravo
Río Bravo (1959)
  • 8,0
    23.165
  • Estados Unidos Howard Hawks
  • John Wayne, Dean Martin, Ricky Nelson ...
9
Entre dos aguas
Sin duda alguna “Río Bravo” es uno de mis westerns favoritos. El inconveniente es que no siempre es un western.

Con cada visionado se acentúa mi sensación de asistir a dos películas en parelelo. La primera, que narra la historia de un sheriff, su ayudante borracho, un viejo cascarrabias y un joven intrépido custodiando a un prisionero en la cárcel del pueblo, me parece, como digo, uno de los más ejemplares westerns jamás filmados. Sin embargo, cada cierto tiempo al sheriff le da por cruzar la calle y entrar en el Saloon, y yo como espectador creo entrar a su vez en otra película, una comedia romántica sobre el flirteo entre un cincuentón y una fulanita que podría ser su hija, que no me parece ni divertida ni pasional.

El problema no es únicamente su mal ensamblaje con la trama principal (esa impresión mil veces experimentada en el cine americano del romance que debe darse “a la fuerza” aún cuando para nada es necesario) sino su propio desarrollo como pieza autónoma. Y esto en Hawks me aturde y me sorprende, porque si por algo hoy se recuerdan obras como “Tener y no tener” o incluso “El sueño eterno”, es por haber logrado transmitir en su más alto voltaje un concepto tan manido como la “química” amorosa. Literalmente saltan chispas en la pantalla cada vez que reúne a Bogart y Bacall. Y el regocijo está asegurado cuando el director encara a Cary Grant con Katharine Hepburn; o, incluso más tarde, a Rock Hudson y Paula Prentiss en la deliciosa “Su juego favorito”.

Sin embargo, en el caso de “Río Bravo” parece que todo se acumule para errar el tiro. La cámara se relaja tanto que la planificación se convierte en monótona y cansina, los diálogos no poseen una sola réplica realmente ingeniosa o digna de ser recordada, y las interpretaciones resultan sosas a más no poder: de Wayne ya es esperable en tal tesitura, y una Dickinson aún demasiado joven para lo que ofrecerá años después, aparece bonita pero francamente inexpresiva.

Afortunadamente, el sheriff suele acordarse que tiene un gran lío montado en la cárcel y con buen criterio regresa cada vez a la película principal. Y ahí, sí, el western brilla en todo su esplendor, y enumerar cada momento antológico sería tanto como desmenuzarlo plano a plano.

Ahí está ese inicio mudo, absolutamente magistral, y que condensa la verdadera magia del cine (¿acaso alguien en sus cabales giraría completamente sobre sí mismo para atizar un puñetazo?). Ahí están las escaramuzas nocturnas, rodadas con un brío y un sentido del tempo asombrosos. Ahí está esa delatora gota de sangre sobre la jarra de cerveza. Ahí está la genialidad del cineasta que convierte una escena impuesta por los productores (Dean Martin y Ricky Nelson tenían que cantar juntos por defecto), que nada aporta al avance de la acción, en tal vez la mejor de la película, revelando a través de ella con más sabiduría y sutileza que nunca el tan hawksiano concepto de la camaradería y la amistad.

En fin, para qué seguir. Todo se ha dicho y mil veces se podría repetir sobre las impagables virtudes que convierten, como es opinión generalizada, a “Río Bravo” en uno de los mejores westerns de la historia.

Cada vez que decide serlo, claro está.
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15 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Roy Orbison and Friends: A Black and White Night (TV)
Roy Orbison and Friends: A Black and White Night (1988)
ConciertoTV
  • 8,0
    155
  • Estados Unidos Tony Mitchell
  • Documental, (Intervenciones de: Roy Orbison, Elvis Costello) ...
9
Happy birthday 65
Desde el punto de vista musical fue este un concierto mítico, dada la personalidad de todos y cada uno de sus celebrantes. Nunca Roy Orbison estuvo mejor acompañado: Elvis Costello, Bruce Springsteen, Tom Waits, Jackson Browne, T-Bone Burnett, k.d. lang, Bonnie Raitt... Para los que somos incondicionales de Orbison y su extraordinaria voz, poder gozar del documento sonoro y visual de este evento es mucho más que un lujo.

Desde el punto de vista cinematográfico, creo que estamos ante de las mejores filmaciones de un concierto que se han hecho, comparable a los mejores trabajos de Scorsese en este campo.

El director, Tony Mitchell, tiene muy claro que su labor, como la de los buenos árbitros de fútbol, mejor será cuánto más inadvertida resulte, sin llamar la atención sobre sí misma. Con una iluminación preciosa en blanco y negro, acorde con el título del espectáculo, consigue que el espectador televisivo se sumerja plenamente en la atmósfera única que se respiraba en el recinto, a partir de un montaje siempre ágil pero nunca frenético que relaciona en todo momento el escenario con la jubilosa recepción por parte de los asistentes.

A ello se añade una cualidad que debería ser obvia en la filmación de cualquier concierto, y que sin embargo en muchas ocasiones se echa en falta, como es el conocimiento del repertorio y las canciones a fin de saber qué mostrar en cada momento. Aquí la cámara jamás llega tarde y siempre es en el momento preciso que está ahí para recoger un “sha la la” de las coristas, un solo de guitarra, unos apuntes del teclado, una determinada inflexión de voz…

Un documento, en suma, indispensable.


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Publico esta reseña el día en que el Boss, mi máximo ídolo en la historia del rock, cumple 65 años. Aprovecho la circunstancia, pues, para ofrecer en las siguientes líneas una breve reseña de la relación entre Bruce Springsteen y el cine, que nada nuevo dirá a los fans de pura cepa, pero que para el resto de lectores quizás suponga una buena introducción:

— Las canciones compuestas por Springsteen como bandas sonoras de películas son: ‘Streets of Philadelphia”, para “Philadelphia” de Jonathan Demme, ‘Missing’, para "Cruzando la oscuridad” de Sean Penn, ‘Dead Man Walking’, para “Pena de muerte” de Tim Robbins, ‘Lift Me Up', para “Limbo” de John Sayles, y ‘The Wrestler’ para “El luchador” de Darren Aronofsky.

— Cineastas de renombre que se hicieron cargo de alguno de sus videopclips son Brian de Palma (‘Dancing in the Dark’), o los ya citados John Sayles (‘Born in the U.S.A.’, ‘I’m on Fire’, ‘Glory Days’) o Jonathan Demme (la misma ‘Streets of Philadelphia’, pero también ‘Murder Incorporated’ o ‘If I Should Fall Behind’, este último un sensacional único plano fijo ante el micro con Springsteen y cada miembro de la E Street Band acercándose a él para cantar un verso, tal como la interpretaban en la gira de reunión de la banda en 1999).

— Sean Penn tomó la historia que narra la canción ‘Highway Patrolman’ como base para su debut en la dirección con “Extraño vínculo de sangre”.

— Springsteen ha citado a John Ford como cineasta de referencia, en especial obras como “Centauros del desierto” o “Las uvas de la ira”. De hecho, en los créditos del álbum ‘The Ghost of Tom Joad’ es la película y no la novela a la que cita como agradecimiento para la canción de mismo título. La canción ‘Nebraska’ se basa en la historia real de asesinatos cometidos por los jóvenes por Charles Starkweather y Caril Fagete, historia que a su vez ha inspirado muchas películas, empezando por “Malas tierras” de Terrence Malick (recordemos, “Badlands” en original, otra referencia para un disco posterior). El propio Bruce ha contado que la idea que el personaje de ‘Cautious Man’ lleve tatuadas en las manos las palabras amor y miedo está basada en “La noche del cazador”, donde Robert Mitchum lleva los nudillos tatuados con amor y odio; mientras que por su parte ‘Thunder Road’ debe su título a la película homónima (en castellano “Camino de odio”) protagonizada de nuevo por Robert Mitchum.

— Hasta ahora, su única incursión como actor en largometrajes se reduce al cameo, interpretándose a sí mismo, en “Alta fidelidad” de Stephen Frears, aunque la historia podría haber sido distinta si a principios de los 80 hubiese prosperado la propuesta para interpretar el papel principal en un guión que le envió Paul Schrader, titulado “Born in the U.S.A”. Springsteen finalmente lo rechazó, pero el título le sirvió para rebautizar la canción ‘Vietnam’ que estaba componiendo por aquel entonces. Pocos años después Schrader convirtió el guión en su película “Light of Day” (“Rock Star” en España) y Springsteen compuso para ella ‘(Just Around the Corner to the) Light of Day’, interpretada en el film por Joan Jett.

— Son innumerables las canciones suyas o fragmentos que se escuchan en películas (un ejemplo curioso sería “CopLand”, donde el siempre inexpresivo Stallone trata de delatar algo parecido a una emoción escuchando en vinilo ‘Stolen car’) o donde los personajes hablan de él (aquí destaca un divertidísimo momento en “Criaturas feroces” de Fred Schepisi, o las referencias a su tipo de público en “Crash”, de Paul Haggis).

— Finalmente, recordar que la mítica improvisación de Robert De Niro ante el espejo en “Taxi Driver” se inspiró en un concierto de Springsteen al que acudió el actor con los miembros del equipo, cuando al hacer el ademán de marcharse y el público corear su nombre, Bruce se giró y gritó a su auditorio: “Are you talking to me?”.
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13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Roma con amor
A Roma con amor (2012)
  • 5,8
    27.533
  • Estados Unidos Woody Allen
  • Woody Allen, Roberto Benigni, Judy Davis ...
8
Delitos menores sin falta
Se dirá que esto no es serio, pero yo, qué quieren que les diga, sonrío y río con esta película. Incluso llego al ataque incontrolado de risa con todo lo que se relaciona con cierta ducha, para mí ya la segunda por antonomasia del cine, después de la de “Psicosis”.

El Woody Allen contemporáneo es como el Valentino Rossi de 35 años, que solo corre por placer. Ya no opta al título mundial y ni siquiera casi nunca a ganar las carreras; pero eso no les importa en absoluto a sus incondicionales, que hacen suyo ese placer del corredor. Woody Allen ya ganó también sus títulos mundiales, y probablemente sucedió hace ya bastante tiempo. Pero me place enormemente que siga rodando. Es más, creo que los últimos años sus títulos “menores”, asumidos en sus intenciones como meros “divertimentos” por parte de su autor, resultan especialmente encantadores.

En “A Roma con amor” Allen saca del cajón pequeñas historias, acaso esbozos, de esas que lleva años anotando, con el acierto, a mi parecer, de mantener en ellas su carácter de sketch, de cortometraje a fin de cuentas. Ya he citado la ducha, y de esa pieza cabria destacar también la química entre Woody y su vieja socia Judy Davis y lo divertido que resulta como actor el tenor Fabio Armiliato.

La historia que protagoniza Baldwin es probablemente la más característicamente alleniana, la que habrían protagonizado él mismo y Diane Keaton 35 años atrás, y que en la interpretación de sus jóvenes actores denota esa influencia. No faltan, pues, las clásicas réplicas ingeniosas tan caras a su autor. Pero por eso mismo quizás se emparenta más con la filmografía más prototípica del director que con el tono del resto de episodios de la película.

El de Benigni es un puro gag, una única y surrealista situación cuyo propio enunciado ya limita y delimita la sátira y la metáfora que contiene. Por eso es la que más claramente ilustra el acierto del que hablaba antes: no es necesario tratar de rizar el rizo y añadir vericuetos argumentales. La fuerza está en la propia situación, y en la gracia única con la que la encarna Benigni. Naturalmente, la simpatía que despierte la particular figura del intérprete ya es cuestión de gustos. Para mí mismo, dos horas seguidas de Benigni en pleno éxtasis histriónico probablemente me resulten cargantes, pero en pequeñas dosis, como en este caso, me resulta francamente tronchante, al igual que me ocurría con el antológico monólogo al frente de un taxi en “Noche en la tierra", de Jim Jarmusch.

El episodio de la joven pareja recién casada participa de esa inmediatez. Me hizo pensar en lo que Hitchcock contaba a Truffaut sobre que en “Los pájaros” podría haber rodado una escena que presentara verosímilmente la aparición en Bodega Bay de una ornítóloga, pero eso seria hacer perder el tiempo al espectador. Allen hace lo mismo, lo que le interesa es la situación de enredo y malentendido y llega a ella lo más rápido que puede. Lo que me gusta de este episodio y lo convierte en mi preferido de la cinta es cómo realmente se convierte en un delicioso tributo a la "commedia all'italiana", con guiños especialmente marcados a “El jeque blanco” de Fellini, la comedia preferida de Woody Allen. No es ninguna casualidad que el personaje del actor no se asemeje para nada a los cánones de lo que sería un galán cinematográfico en la actualidad y ostente en cambio un físico muy parecido al de Alberto Sordi. Las dos mujeres, Penélope Cruz y la que para mí es el gran descubrimiento del film, Alessandra Mastronardi, con su rostro bellísimo, cándido y pícaro a un tiempo, proporcionan los mejores ingredientes para un episodio que perfectamente podría formar parte de las más recordadas viejas comedias italianas de sketches.

Lo demás, todo lo demás, que diríamos a la manera alleniana, como la tan criticada estampa de tópicos y de tarjetas postales, francamente, como esta vez diría Rhett Butler, me importa un bledo. Lo que me importa es salir a la calle y mientras los ojos aún se acostumbran a la luz, sentir que durante las dos horas previas he estado en un lugar mágico y encantador, que me ha hecho soñar y reír de una manera muy simple y muy directa, y que me olvidara completamente de mis tribulaciones cotidianas.

Y sí, siempre que queramos podremos regresar a Manhattan y admirar las películas "mayores" de Woody Allen, aquellas que hacen que por defecto su nombre se incluya en cualquier diccionario sobre los grandes cineastas de la historia. Pero mientras tanto, yo no dejaré de divertirme con estos pequeños y humildes placeres que me hacen pasar un rato muy, pero que muy agradable.
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6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fear and Desire (Miedo y deseo)
Fear and Desire (Miedo y deseo) (1953)
  • 5,5
    2.094
  • Estados Unidos Stanley Kubrick
  • Frank Silvera, Kenneth Harp, Paul Mazursky ...
7
Los fríos ojos del miedo
Nunca he sido un kubrickiano. Quizás ello explique que mi película suya preferida sea “Eyes Wide Shut”, de la que comparto la consideración que Eugenio Trías, en su muy recomendable libro póstumo “De cine” hace de ella como la mayor película rodada nunca sobre el sexo, pero que muchos de sus grandes admiradores no suelen citar al hablar de sus cimas artísticas, igual que ocurre con muchos fans de David Lynch respecto a “Una historia verdadera”, que de nuevo es la que considero obra magna del segundo.

También “El resplandor”, a pesar de contener el peor doblaje nunca realizado en España (y que demuestra los peligros del perfeccionismo desmesurado) o “Senderos de gloria” me cautivan de lleno, y desde luego obvia decir que en términos objetivos no puedo sino considerar a Kubrick como uno de los más geniales creadores de formas que ha dado el séptimo arte.

No obstante, no es general su obra la que me llevaría a una isla desierta, allá donde no se viaja solo con lo que se admira sino ante todo con lo que se ama: en Kubrick hallo continuamente el trazo perfecto de la ejecución cinematográfica, pero a menudo echo en falta la belleza imperfecta de lo humano. La comparación entre “Atraco perfecto” y “La jungla de asfalto” puede resultar esclarecedora. En la película de Huston veo seres humanos, llenos de debilidades y flaquezas, con los que desearía congeniar y cuya suerte me conmueve profundamente. En la de Kubrick los personajes se me antojan meras piezas de un tablero de ajedrez en una partida magistralmente jugada por el director-demiurgo, auténtico protagonista de la cinta, y tan férreamente calculada que ningún detalle escapa a su control, ni siquiera el azar.

Desde esa consideración nada enfática me dispuse a completar el visionado de su obra con “Fear and Desire”, y debo decir que me parece un muy digno e interesantísimo debut, de un valor muchísimo más alto del que le dio el propio Kubrick, al tratar en vida de hacerla desaparecer. Dicha actitud generó una cierta mítica, que si bien no encubre ninguna gran joya olvidada, en absoluto merece, como decía, ese desprecio por parte de su autor.

Se nota, sí, la falta de medios y la poca brillantez del reparto, junto a una puesta en escena aún balbuceante. Hay algunos momentos, como una escena de lucha donde se quiere dar la impresión que se golpea la cámara para proseguir con el contraplano del personaje que cae, que incluso están montados de forma torpe, y no me extrañaría nada que la repetición del mismo recurso ya con resultados del todo conseguidos en una escena de boxeo de “El beso del asesino”, se deba precisamente al puntillismo del cineasta para demostrar(se) que podía hacerlo mejor.

Sin embargo, hay momentos también donde aflora un talento ya peculiar que sí consigue crear una angustiosa, fantasmagórica y alucinatoria atmósfera, muy parecida a ciertas imágenes de “Apocalypse Now”. Pero quizás lo que más me gusta es la forma de agrupar/aislar a los personajes a través de composiciones de grupo que de repente ofrecen planos aislados de algunos de los personajes —y fotografiados, ahí se nota su pericia en ese ámbito, de manera que los rostros son nítidos y el paisaje de fondo aparece difuminado—, aislamiento que no responde la mayor parte de las veces a razones dramatúrgicas, como que el personaje pronuncie una réplica en ese momento, sino que sirven para trasladar con una gran fuerza la sensación de inquietud y soledad existencial que les atenaza en medio del conflicto bélico.

En resumen, una obra apreciable por el conjunto y su conseguida extrañeza, y no exenta de detalles donde el genio empieza descubrir sus cartas.
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16 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los crímenes del museo
Los crímenes del museo (1933)
  • 6,4
    620
  • Estados Unidos Michael Curtiz
  • Lionel Atwill, Fay Wray, Glenda Farrell ...
7
Cazadores de tesoros
Los caminos del cine son inescrutables. Al querer ver “Los crímenes del museo de cera” de André De Toth, con el fin de completar un personal miniciclo de este director (de quien recomendaría la muy poco conocida pero sumamente interesante “Pitfall”), hallé que en el DVD se encontraba como extra la primera versión de 1933, hasta entonces desconocida para mí, y dirigida nada menos que por Michael Curtiz.

El remake de De Toth, como se sabe, debe su fama a ser la primera, o de entre las primeras, películas concebidas en 3D, pero más allá de esa característica, que se percibe de manera clara en algunas composiciones que sitúan objetos marcadamente en primer término, y pese a la presencia siempre estimulante del mítico Vincent Price, aparece curiosamente más envejecida que la original, a lo que cabe añadir que sus mejores hallazgos visuales (como la acongojante visión de los rostros de muñecos de cera derritiéndose por el fuego) son siempre los que ya estaban presentes en la versión de antaño. De hecho, en varios pasajes idénticos se genera esa misma sensación de copia caligráfica que cuando se ven seguidas las dos versiones de “El prisionero de Zenda”.

Lo primero que llama la atención de “Los crímenes del museo” es el primitivo Technicolor, que en un primer momento induce incluso a pensar que podría tratarse de una película en blanco y negro coloreada. En algunos momentos, como escenas en exteriores, el efecto es netamente no realista, como si determinadas zonas del fotograma hubiesen sido tintadas tal como sucedía en el cine mudo. Pienso que, atendiendo a lo bizarro del argumento, habría sido muy productivo que Curtiz hubiese aprovechado esta involuntaria limitación técnica para acentuar dicho carácter extravagante. De haber jugado esa carta a fondo, en lugar de intentar atenuarla o disimularla, estoy seguro que el film habría ganado en capacidad de extrañeza e inquietud expresionista.

Otro de los motivos que acentúan la, a ojos de hoy, modernidad de la propuesta, es que rehúye el carácter más “solemne” que por esa época tenían por ejemplo muchos títulos de terror de la Universal, e instala en la trama (algo de lo que la segunda versión prescindirá) el personaje de una periodista que vira el relato hacia la alta comedia. En este sentido, la película es también actualmente una rara avis representativa de los modos de antes del Código Hays, y a través de ese personaje asistimos a diálogos y situaciones verdaderamente llamativos en ese aspecto, y que poco tienen que envidiar a las más conocidas sentencias de Mae West.

Es, en definitiva, esa combinación desacomplejada de drama, comedia, y gotas de suspense y terror, lo que para mi gusto la hace más interesante y divertida que su sucesora, planteada en unos términos más aferrados a los cánones genéricos, pero por ello mismo, como decía, con una formulación que hoy se antoja más arcaica.

Por último, cabe destacar la presencia de Fay Wray, la inmortal heroína de “King Kong”, en un papel igualmente gritón. Advierto que ambas son del mismo año, y no sabría decir si fue antes el huevo o la gallina, pero de lo que no cabe ninguna duda es que sus aullidos de pánico en una de las dos debieron de pesar mucho a la hora de decidir el reparto de la otra, pues sus cualidades tímbricas resultan definitivamente indispensables para ambos papeles.
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15 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hable con ella
Hable con ella (2002)
  • 7,1
    55.828
  • España Pedro Almodóvar
  • Javier Cámara, Leonor Watling, Darío Grandinetti ...
10
ARTE
Mientras “Hable con ella” siga convocando mis lágrimas sabré que mi alma no ha envejecido.

Creo que pocas, muy pocas películas, articulan de manera tan clarividente la diferencia y a la vez la estrecha retroalimentación entre el Arte y la Vida. Quien busque en lo primero la reproducción tipográfica de lo segundo muy probablemente ante esta obra se sentirá frustrado e indignado, y acusará a su autor de inmoral manipulador emocional.

Sin embargo, aquel que busque en el Arte una genuina Creación, aliento mágico, sueño o ensueño engendrado por el artista, tendrá la oportunidad de estremecerse hasta los límites de la piel que habita, y comprobará cómo aquel mismo acontecimiento que de suceder en la vida real resultaría del todo inadmisible, en el interior de la fábula se convierte en el más romántico beso del Príncipe a la Bella Durmiente. Pocas veces, muy pocas, una pieza artística ha expresado de una manera más contundente, más hermosa y más conmovedora que el Amor, y solamente el Amor, puede darnos la Vida.

Almodóvar planta árboles de transgresión para que solo aquellos que tengan auténtica fe en el poder salvífico del Arte accedan a la limpidez y frondosidad de su bosque ético. Pocas veces, muy pocas, he hallado en la pantalla un canto tan entregado a la comunicación, a la amistad, a la esperanza, a la bondad, a la comprensión, a la piedad, a la pureza del corazón, al Ser Humano.

“Hable con ella” nos sumerge en las más bellas y siniestras entrañas del Arte para devolvernos con renovada plenitud a la Vida.



[Con mi cariño para Travisloock]
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15 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
El caballo de Turín
El caballo de Turín (2011)
  • 7,2
    4.816
  • Hungría Béla Tarr, Ágnes Hranitzky
  • János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos
7
El potro de Vallecas
Un primer tramo de película lo vi adormilado desde la cama echando cabezaditas, lo cual con el cine de Tarr no es inconveniente porqué cada vez que abres los ojos la escena sigue estando ahí. El resto lo vi al día siguiente ya sin somnolencia, aunque tengo que reconocer, sin que sirva de precedente, que hice trampa un par o tres de momentos pulsando el avance rápido del mando.

De la misma manera que en un melodrama ‘mainstream’ los violines indican al público que puede empezar a sacar el pañuelo, un rótulo previo a la acción —por si el título no bastara— que narra la anécdota del encuentro de Nietzsche con un caballo exhausto, no es más que una advertencia nada disimulada y escasamente sutil para que el espectador se ajuste las gafas de pasta y se predisponga a buscarle tres pies al gato (o al caballo, en este caso). No deja de ser curiosa, pues, la concomitancia de recursos y solo en este mismo sentido cabe asumir la estrafalaria y sonrojante presencia, en un film casi sin diálogos y lacónicos cuando estos se producen, de aquella escena donde un vecino entra en la casa de los protagonistas, suelta una larguísima parrafada de profundo calado filosófico y se larga. Aún hoy dudo si la comicidad es involuntaria o se trata de una autoparodia sobre el “mensaje” que se presupone en este tipo de propuestas autorales.

No obstante encuentro innecesarios y sumamente forzados dichos recursos, porqué poco añaden a la poética de un discurso basado en la potencia de la imagen. Su capacidad atmosférica es sencillamente impresionante, a partir del soberbio uso de la iluminación en blanco y negro y de los sonidos, ante todo el incesante viento huracanado, y también la acertada música. En el contraste entre las magníficas primera escena y la final (magistral e inolvidable esta última, probablemente uno de los momentos más pregnantes del cine contemporáneo) se resume muy bien el devastador tránsito entre la luz y la oscuridad, el movimiento y la quietud, el exterior y el interior.

Porqué para mi gusto, Béla Tarr es uno de los más extraordinarios escultores de la luz y del espacio que ha dado el cine en las tres últimas décadas, aunque su gran pretensión, me temo, era la de esculpir en el tiempo. En la poco conocida y valorada “Las aventuras de Robinson Crusoe”, Buñuel, con un ritmo trepidante digno de Raoul Walsh, consigue trasladarnos cómo su personaje siente el peso y el paso lento de las horas, los días, los años; la fatigosa y extenuante soledad física y metafísica (excepcional una escena sobre la ausencia de Dios). Con Tarr sé lo que siento yo (en ocasiones un gran placer estético, en otras aburrimiento mientras terminan de vestirse o comer patatas), pero la verdad es que raramente acierto a comprender cómo sienten los personajes ese tiempo, qué supone para ellos esa vivencia. Y ahí es donde me temo, de nuevo, que para edificar una “imagen-tiempo” quizás no baste con tener una cámara filmando mucho rato seguido.

Y, sin embargo, cuando uno menos se lo espera, surge el fogonazo del genio. Recuerdo ahora una escena (que significativamente no se repite en un film preñado de gestos reiterados) donde la hija, frente a la cámara, tiende la blanca camisa del padre, con lo que ésta acaba ocupando la totalidad del encuadre y, tras el leve balanceo, permanece en quietud absoluta ante nosotros varios segundos. Imposible no evocar aquí el momento en “Un día de desespero” de Manoel de Oliveira, en el que retiran de la mecedora el cuerpo yacente del escritor Camilo Castelo Branco: la cámara continúa observándola en su vaivén solitario hasta que se detiene (como además Oliveira cree en el alma, su mirada se fija después en la consumación del puro humeante que quedó en el suelo).

En conclusión, podría decirse que Béla Tarr me ofrece un trato: él me regala momentos de grandísimo cine en su excepcional pureza, y yo a cambio debo soportar largos y pelmazos minutos de metraje que pondrán a prueba mi paciencia. Acepto gustoso el trato, ya que pese a que Tarr difícilmente vaya a figurar nunca en la nómina de mis cineastas predilectos, tampoco quiero renunciar a la fascinación de los aspectos más interesantes de su obra.
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32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
La noche americana
La noche americana (1973)
  • 7,7
    10.963
  • Francia François Truffaut
  • Jean-Pierre Léaud, Jacqueline Bisset, Nathalie Baye ...
8
Carta de amor a Truffaut
Estimado François,

“Esta película es una carta escrita a mano. Cuando uno escribe una carta a mano, la carta no es perfecta, la escritura tal vez sea un poco desigual, pero es uno mismo, es nuestra propia escritura”, dijiste a propósito de tu sobrecogedora “La habitación verde”. En realidad creo que te estabas definiendo como cineasta. Como tal, has escrito muchas cartas, cartas de amor, ya sean dedicadas a la infancia, a la literatura, al teatro… y siempre, siempre, a tus actrices de las que nunca te terminabas enamorando porqué ya lo habías hecho desde un buen principio.

Evidentemente, no podía faltar la carta dedicada al cine con “La noche americana”. Y, como tampoco podía ser de otra manera, tu amor tan intenso y verdadero por él venció a cualquier tentación. Pudiste aprovechar la circunstancia para airear, como habían hecho algunos de tus colegas americanos con sus películas sobre el tema, las mezquindades que se esconden en los entresijos de una industria que por aquel entonces ya conocías muy bien. O, a un nivel más personal, para ajustar cuentas con todos los enemigos que te creaste desde que ejercías como crítico feroz, y que después se vengaron reprochándote que hubieras acabado practicando ese mismo “cine de calidad” con el que tanto te habías cebado. Pero no lo hiciste. Tu amor fue más fuerte.

“No hay obras, hay autores”, proclamabais también en la época de los Cahiers. Sin embargo, el director que aparece en “La noche americana” no es ningún autor y “Os presento a Pamela”, la película dentro de la película, es puro cine comercial. Esto me resulta especialmente conmovedor, porqué indica que supiste evitar también la tentación onanista e idealizadora del supremo Artista, y te ceñiste a lo que la experiencia te había ensañado, que un rodaje es un trabajo de equipo y que hacer películas es mucho más difícil y prosaico que como se ve en las películas. Y sin embargo, desde esa autoasumida humildad, desde esa sencillez basada en mostrar las anécdotas de un rodaje sin aspirar a elevarlas a categoría, te salió una de aquellas películas que finalmente solo pueden ser tuyas. Una de tus cartas de amor.

Por ello mismo una carta, y regreso ahora al principio de estas líneas, concebida con la temblorosa honestidad de la escritura a mano. La versión oficial dice que el espectador, el crítico, debe ser un juez implacable y hasta cruel que dictamine sobre resultados y se abstenga de valorar intenciones, pero a medida que cumplo años relativizo esta idea, porqué cada vez me doy más cuenta que el perfume de lo sincero puede llegar a ser más hermoso que el de lo perfecto.

Es por eso que cuando regreso a tu cine ya nunca dejo de emocionarme, y es por eso también que deseo darte las gracias con esta carta que, aunque escrita ante un teclado, aspira en su espíritu a ser también una carta escrita a mano.

Mi carta de amor para ti.



[Reseña para el boletín del cineclub macguffin]
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26 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
El camino a Bresson
El camino a Bresson (1984)
Documental
  • 6,5
    168
  • Países Bajos (Holanda) Leo De Boer, Jurriën Rood
  • Documental, (Intervenciones de: Robert Bresson, Louis Malle) ...
6
De cuando Servadac regaló un libro de Bolaño a David Lynch
David Lynch parece un personaje de una película de David Lynch. Tarantino parece un personaje de una película de Tarantino. Tim Burton parece un personaje de una película de Tim Burton. Bresson no parece un personaje de una película de Bresson.

Para empezar, el aspecto físico. Lejos de la discreción de sus criaturas, poco dadas a la ostentación y más preocupadas por los atuendos del alma, Bresson se manifiesta como un hombre fundamentalmente coqueto, con su pelo inmaculadamente blanco trabajado con barrocos rizos, y sus trajes dandis. Y después, movimiento y sonido: Bresson habla como la gente normal, sin la entonación monocorde y robótica de sus “modelos”; mueve los brazos y permite también que las facciones del rostro delaten claramente emociones como su incomodidad ante ciertas preguntas o las ganas de marcharse.

“El camino a Bresson” tiene un interés bastante relativo, circunscrito básicamente a imágenes de archivo del festival de Cannes donde fue premiado junto a Tarkovsky, y a declaraciones de gente como Shrader, Dominique Sanda, Malle o el propio Tarkovsky… El punto culminante debería haber sido la entrevista que los autores del documental, tras muchos esfuerzos, consiguen entablar con Bresson, pero que finalmente se revela corta y sumamente frustrante.

La edición española en DVD de “El dinero” contiene sin embargo en sus extras una bastante más jugosa entrevista concedida a la televisión francesa. Lo más llamativo —extraordinariamente llamativo, diría yo— es que al inicio un presentador advierte a los espectadores que Bresson exigió “dirigir” la entrevista, resuelta por ello en planos fijos, y al término vuelve a aparecer para recordar tal circunstancia, casi disculpándose por las molestias que haya podido ocasionar dicha planificación. Todos conocemos muchos casos de entrevistados que ponen condiciones, como no mencionar ciertos temas, etc., pero la verdad es que hasta ahora no había visto a ninguno que exigiera asumir la dirección, en este sentido cinematográfico de “puesta en escena”.

En cuanto al contenido, lo que más me llama la atención es el énfasis reiterado por parte de Bresson en la importancia que dice conceder a elementos como el azar, la espontaneidad, la ausencia de premeditación y hasta la improvisación. Si nunca he podido llegar a considerarme un bressoniano de pro (por mucha admiración que le profese y por mucho que adore hasta la extenuación algunas de sus obras, como “Pickpocket”) es porqué en ocasiones percibo plano a plano demasiado claramente la rígida mano del gran demiurgo interventor en todos y cada uno de los detalles, y que parece cerrar muy conscientemente el paso a todo aquello que pueda escapar a su férreo control, a imperfectos alientos de pasión pura colándose por entre las rendijas de los fotogramas. De ahí que me resulte harto curioso que lo que el propio artista opina que caracteriza su proceder, sea precisamente lo mismo que como espectador a veces echo en falta.

De todos modos, muy por encima de cualquier documental y de mis propias palabras, a quienes quieran de veras profundizar en las claves artísticas de Bresson —y también de Lynch, a quien he citado al inicio—, solo puedo invitarles a leer las críticas aquí vertidas por uno de los máximos devotos mundiales de ambos autores. Y si algún incrédulo ha podido pensar que el título de esta reseña era una “boutade”, aquí encontrará la prueba del delito:

http://youtu.be/z2bCrT9KeOk
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20 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
The War Zone (La zona oscura)
The War Zone (La zona oscura) (1999)
  • 6,9
    858
  • Reino Unido Tim Roth
  • Ray Winstone, Lara Belmont, Freddie Cunliffe ...
8
Al borde del abismo
Por casualidad llegué a esta película, cuya existencia era desconocida para mí. Ignoraba incluso que Tim Roth hubiese efectuado una incursión en la dirección. Por el tiempo transcurrido parece cabal pensar que se trató de una experiencia aislada, lo cual realmente lamento, pues mi conclusión es que se revela como un más que interesantísimo cineasta.

No hay rastro de los tics característicos de los directores noveles (como el síndrome “Ciudadano Kane”, de querer demostrar todo lo que se sabe hacer con una cámara) y sí mucha seguridad, con una puesta en escena que encuentra en la concisión y austeridad la distancia adecuada. Y valentía, por encima de todo, por atreverse con un tema tan duro y complejo como los abusos sexuales (en este caso un padre con su hija adolescente, y cómo el hermano menor lo descubre), donde sería tan fácil caer en los tremendismos, incluso para cineastas avezados. El mérito de Roth consiste en transmitir perfectamente lo escabroso sin morbosos efectismos, pero con una desgarradora veracidad que congela el alma. Cabe advertir en este aspecto a hipotéticos espectadores de una escena dolorosísima más escalofriante que la violación de “Irreversible”. El corazón se parte en dos.

Pero tan necesaria resulta su inclusión (a mi juicio) como su unicidad: antes y después se recurre a lo sugerido y elíptico. Ejemplar en este punto es la resolución cuando al principio de la película el hermano, desde el exterior lluvioso de la casa, observa por una ventana. Los espectadores no vemos ese interior, pero de él emana una luz anaranjada que envuelve el rostro del muchacho: la verdad se ha “revelado”.

De hecho la película se fundamenta en la mirada. Nos identificamos a nivel visual con la mirada del chico, personaje que sin embargo de manera muy hábil es presentado a su vez como extraordinariamente introvertido y con la confusión sexual propia de su edad. Es el espectador, entonces, quien se ve forzado a rellenar de contenido el objeto de esa mirada e implicarse emocional y moralmente, como también interpretar la sumamente rica y ambigua relación entre los hermanos. Es este uno de los máximos logros de Roth (repito, no habituales en un debutante). Ni simplifica ni sermonea.

Una película de estas características no podría funcionar sin el reparto adecuado y, además de los méritos ya esperados por parte de Tilda Swinton y Ray Winstone, cabe elogiar a los dos jóvenes y desconocidos intérpretes, que cargan con el mayor peso dramático (espeluznante el momento en que la chica no puede dejar de temblar). También debe consignarse el certero juego en el uso simbólico de los espacios: la casa solitaria en el campo con fachada armónica pero abigarramiento interior y, ante todo, la zona costera de Devon con el tiempo siempre nublado y sus rocosos acantilados; no por casualidad al borde de uno de ellos, en la antesala del abismo, se sitúa un pequeño refugio, de gran relevancia para la historia.
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20 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Appaloosa
Appaloosa (2008)
  • 6,2
    18.639
  • Estados Unidos Ed Harris
  • Viggo Mortensen, Ed Harris, Renée Zellweger ...
8
El segundo nombre
Una obviedad: “Appaloosa” es un western.

Hubo una época donde los westerns eran, como su nombre indica, películas del Oeste. Pero pronto se les puso apellido. Primero, para diferenciarlos de los cánones que marcaron sus líneas maestras más codificadas; y, con el paso de las décadas, ya como necesaria e inevitable justificación ante la “extravagancia” puntual de recuperar un género muerto y enterrado.

Entre otros, hemos visto desfilar el western psicológico (‘Solo ante el peligro’), el súper-western (‘Horizontes de grandeza’), el pro-indio (‘Flecha Rota’, ‘Bailando con lobos’), el crepuscular y/o desmitificador (‘El hombre que mató a Liberty Valance’, todo Peckinpah, ‘Sin perdón’), el revisionista (‘Pequeño gran hombre’, ‘Soldado azul’), el Spaghetti (Leone & Cia), el musical (‘La leyenda de la ciudad sin nombre’), el abstracto (‘El tiroteo’), el lisérgico (‘El topo’), el contemplativo (‘Dead Man’, ‘El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford’)…

Y en esas que un buen día de 2008 llegó “Appaloosa”, entretenidísima aventura de sábado por la tarde, con el talento que ello precisa (recuerdo que una vez escuché decir a un músico de jazz que lo que verdaderamente envidiaba era la capacidad para crear una canción pop tan sencilla pero a la vez tan irresistible como “Every Breath You Take”). Ed Harris demuestra respecto a su debut como director en “Pollock” un pulso narrativo mucho más vigoroso y seguro. Como actor, desarrolla una gran química junto a Viggo Mortensen recreando esas míticas amistades a prueba de balas que forjaron la leyenda del Far West. Las réplicas son graciosas y la historia proporciona suficientes giros de interés para no decaer. De Jeremy Irons ya se sabe de entrada que compondrá un villano nada burdo y sí maquiavélico y retorcido, y hasta se nos evita el suplicio que supondría aguantar a la insufrible Renée Zellweger como clásica heroína romántica, convirtiéndola en buscona que siempre se aparea con el más fuerte de la manada.

Pero el mayor encanto de la película radica en la absoluta falta de necesidad de un adjetivo que la justifique. Es en esa ausencia que como espectadores revivimos un sueño de inocencia y, esbozando una indisimulada sonrisa bobalicona, proclamamos:

—“Appaloosa” es un western.
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20 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
El silencio
El silencio (1963)
  • 7,7
    4.345
  • Suecia Ingmar Bergman
  • Ingrid Thulin, Gunnel Lindblom, Jörgen Lindström ...
9
Creadores de imágenes
Las excelentes críticas aquí vertidas desmenuzan a la perfección los temas de fondo de esta película. No añadiré nada al respecto, pues, para no caer en la redundancia. Mi única intención es hacer hincapié en lo que suele darse por sobreentendido, como son las virtudes de su escritura cinematográfica.

Porqué debo decir que, aunque el cine de Bergman promueva por sus características la búsqueda de segundas y terceras lecturas, la primera de ellas, la más inmediata, aquella que transcurre simultáneamente al paso de veinticuatro fotogramas por segundo, desborda en muchas ocasiones mi más lujuriosa ansia de imágenes en movimiento, provocándome la misma hipnótica fascinación que puedo sentir ante “Johnny Guitar”, “Iván el Terrible”, “El desprecio” o “Malditos bastardos”. Y la fisicidad. Si Bergman llega al alma humana, lo hace a través de la carne: se palpa la porosidad de la piel. Como a Bertolucci, también a mí me encantaría ver “Persona” en 3D.

A pesar de ello, a lo largo de mi vida he topado con infinidad de artículos enteros sobre Bergman, algunos se supone que muy sesudos porqué utilizan palabras como epistemología y ontológico, en los que sin embargo si uno lo ignora le resulta literalmente imposible saber si se está hablando de películas, teatro o novelas, porqué, como si las formas visuales fueran mero envoltorio, el análisis se centra exclusivamente en lo que “hacen” y “dicen” los personajes.

Ciertamente Bergman aprendió el oficio con la práctica, y en su cine de los cincuenta se detecta incluso en obras tan reputadas como “El séptimo sello” o “El manantial de la doncella” el tono algo discursivo que proporciona lo que aún pretende ser la “ilustración” de una idea. O, aunque más tarde hará películas que parecen sueños filmados, los sueños de “Fresas salvajes” renuncian a la ambigua inquietud de lo onírico y son todavía truco de guionista para explicitar ante el espectador los pensamientos y traumas del personaje.

Sin embargo, en la década siguiente —“Como en un espejo” marcaría en su depuración un claro punto de partida—, y en lo que podríamos resumir como el tránsito de la retórica a la elocuencia, su confianza en el poder del medio cinematográfico aumenta de tal modo que le convierte en auténtico creador de imágenes, a partir de las cuales se revela su mundo (y no al revés). Y con ello su obra se vuelve más rica, sugerente, bella, abierta y poética.

“El silencio”, con su historia minimalista y la casi ausencia de diálogos (y el propio Bergman consideraba como punto débil que el último y más explicativo diálogo entre las hermanas “se escora hacia lo literario”) representa el ejemplo más evidente. Así, si en un momento dado Ingrid Thulin se masturba, es la manera escogida para visualizar el acto —la imagen grotesca de su rostro invertido— la que no solo lo consigna, como haría el guión, sino la que nos ofrece por ende las claves para intuir qué tipo de vivencia supone para el personaje. O el prodigioso prólogo en el tren, donde la puesta en escena (el montaje, los movimientos de cámara y de los actores, y su disposición) trasciende la funcionalidad narrativa —contar que dos mujeres y un niño llegan a una ciudad desconocida— para devenir síntesis de la totalidad del film anticipando los caracteres y las relaciones entre los personajes.

Pienso, pues, que a pesar de las tópicas etiquetas que siempre le acompañarán, nunca está de más recordar que en tanto que los contenidos “profundos” que podamos extraer en sus mejores películas brotan necesariamente de la adopción de un estilo cinematográfico determinado, original y brillantísimo, es por lo que en definitiva consideramos a Bergman como uno de los más grandes cineastas.
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37 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Canción de cuna
Canción de cuna (1994)
  • 5,6
    1.958
  • España José Luis Garci
  • Fiorella Faltoyano, Amparo Larrañaga, Maribel Verdú ...
9
Deconstructing Garci
En las últimas décadas nadie como Garci, cineasta o crítico, ha promovido con mayor entusiasmo en España la pasión por el séptimo arte. Su programa “¡Qué grande es el cine!” es ya mítico en este sentido, y es algo que siempre deberemos agradecerle.

Las tertulias eran divertidas y provechosas, a pesar (o también ese era su encanto) de sus limitaciones, como una mirada en exceso sesgada por la nostalgia: bastaba con que una película americana de los cuarenta o cincuenta (sobre todo si habían asistido a su estreno) presentara una factura simplemente correcta para que se pusieran a bailar jotas sobre la mesa vitoreándola como “obra maestra” —sí, también fueron responsables, de tanto usarlo indiscriminadamente, de la devaluación del término.

La trayectoria profesional de Garci es curiosa, porqué siendo prototipo del director cinéfilo, en lugar de empezar como es usual en estos casos (De Palma con Hitchcock, por ejemplo) rindiendo tributo a sus ídolos para poco a poco encontrar un camino más personal, ha efectuado el trayecto inverso. Sus inicios contienen imágenes despreocupadas, a veces desaliñadas (pero frescas y espontáneas), deudoras en todo caso de las tendencias setenteras (como zooms o hasta instantes videocliperos) y al servicio de la coyuntura, ya que no solo transcurren en ese tiempo presente sino que además toman partido por la realidad sociopolítica de la Transición.

Progresivamente fue prestando más atención a la estética, y es en su regreso a las pantallas tras unos años apartado, cuando a partir de “Canción de cuna” ambienta ya para siempre su cine en el pasado, al tiempo que cada vez se hace más perceptible su carácter mimético con el clasicismo de los maestros a quienes tanto admira, lo que en el peor de los casos deriva en copia academicista, carente del pulso de una personalidad creativa original.

A menudo he comentado con mis allegados que ante algunas de sus escenas no puedo evitar imaginarme a Garci durante el rodaje, preguntándose: “¿Qué habría hecho Ford aquí, o McCarey, etc.?, y rodando entonces la escena tal como cree que ellos la habrían resuelto. Por otro lado, si Tarantino recicla material ajeno pero para incorporarlo a su universo totalmente particular, los préstamos de Garci a menudo agotan su sentido en su propio exhibicionismo (ahí está el prólogo en plano secuencia de “El abuelo”, una excelente imitación de “Gertrud”, pero que muy poco o nada tiene que ver con el resto del film).

Pero sería injusto por ello dar carpetazo a su cine. Si en su inevitabilidad se aceptan estas condiciones, a partir de ahí se puede disfrutar plenamente de unas películas fabricadas desde el profundo respeto y cariño que su autor siente hacia el cine, gozosas para los sentidos (por su fotografía, dirección artística, precisión en los encuadres y música) y con un trasfondo humanista (a Garci le gusta decir que rueda con la cámara a la altura del corazón).

Particularmente lograda me parece la cualidad de su característico tempo sosegado (”me gustan las películas lentas porqué me da tiempo a pensar mientras las veo”, decía Juan Miguel Lamet), lo cual no excluye los sobresaltos: en “Historia de un beso” todavía recuerdo con un pavor solo superado por el giro de cabeza de la niña de “El exorcista”, el brinco que pegué en la butaca cuando sobre un bucólico paisaje asturiano retronó de pronto la voz del inefable Juan Manuel de Prada.

“Canción de cuna”, película muy engañosa por su tema y la fama de su director, sigue siendo mi preferida, como lo es también para el propio Garci, mientras que Miguel Marías (de su grupo, al que encuentro más atinado y cuyos artículos y libros son absolutamente recomendables), no dudó en colocarla en su lista de las diez mejores películas españolas de la historia en una encuesta de la revista "Nickelodeon".

Basada en la obra teatral atribuida a Martínez Sierra (hoy se sabe que la autora fue su mujer, María Lejárraga) y con varias adaptaciones al cine previas, incluyendo por cierto una norteamericana de 1933 a cargo de Mitchell Leisen, presenta una sencillísima historia ambientada en un convento y estructurada en dos partes: en la primera, las monjas se hacen cargo de un bebé abandonado, y en la segunda ese bebé se ha convertido en Maribel Verdú y vive su primer amor con Carmelo Gómez (lamentablemente doblado, otro de los peros habituales al cine garciano).

El primer tramo, que tiene como eje la secreta historia de amor entre el médico y la superiora (Alfredo Landa y Fiorella Faltoyano, espléndidos los dos) puede considerarse, lisa y llanamente, lo mejor de toda la obra del director. La segunda parte acusa un cierto énfasis lacrimógeno en el dibujo del personaje que encarna Verdú, pero a cambio ofrece el instante de un travelling sobre los rostros de las monjas iluminados por la luz del sol, que por derecho propio marca el cénit de Garci como cineasta.

Se trata, así, de un bello, suave y evocador melodrama, donde Garci consigue que el lema “saber mirar es saber amar”, no sea solo una frase pronunciada por los personajes sino la esencia misma de la película.

En los extras de su edición en DVD, Miguel Marías —aclarando primero por si acaso que por aquel entonces no conocía a Garci ni le interesaba demasiado su producción anterior— comenta con su gracia habitual acerca del día que la vio por primera vez: “En un momento dado me giré y le dije a mi mujer: ‘Si terminara ahora sería una obra maestra’… ¡Y se terminó!”.
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20 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
To the Wonder
To the Wonder (2012)
  • 5,2
    5.090
  • Estados Unidos Terrence Malick
  • Ben Affleck, Olga Kurylenko, Rachel McAdams ...
8
De pronto aparecieron los bisontes y el tiempo se detuvo
A pesar de su mala acogida crítica y la indiferencia generalizada, debí haber supuesto que si prefiero “El Dorado” a “Río Bravo” o “Casino” a “Uno de los nuestros” era factible, como así ha ocurrido, que “To the Wonder” me acabara gustando más que “El árbol de la vida”.

Probablemente las razones se deban a un mayor grado de íntima identificación. “El árbol de la vida” es más ambiciosa, compacta, filosófica, conceptual, más “pensada” en definitiva; “To the Wonder”, en cambio, se revela más intuitiva, frágil, imperfecta, visceral, sensitiva. Si la anterior llega al hombre descendiendo de lo cósmico y del origen de la vida, aquí desde una escala humana se asciende a ras de tierra —más adecuadas que nunca las figuras en contrapicado— hacia los interrogantes sin respuesta del amor. O, si la metafísica de “El árbol de la vida” se emparenta con la racionalidad de “2001”, diría que la de “To the Wonder” la siento más próxima al lirismo a flor de piel de “Melancolía”.

Desde luego que no me importa en absoluto que la forma de encuadrar y montar ya haya sido explorada por su director en obras anteriores, de la misma manera que nunca dejaré de considerar excepcionales las películas de Ozu por más que siempre cuente lo mismo y de la misma manera (en todo caso, ello podría dar pie a una reflexión de más amplio espectro sobre lo que bien pudiera ser un cambio de paradigma crítico respecto a la autoría, reflejo quizás de nuestros tiempos impacientes: el mantenimiento de unos signos estéticos identificativos, que en los antiguos se valora en términos positivos, parece que en los cineastas en activo tiende a denunciarse rápidamente como estancamiento creativo y autocomplacencia).

Lo que me importa, decía, es que dicho estilo sea pertinente respecto a lo que se cuenta y, en este sentido, a mi juicio estamos ante uno de esos casos cada vez más —lastimosamente— infrecuentes en las pantallas, de forma indisociable del fondo. El impresionismo de la película, resuelta elípticamente a base de fogonazos, de instantes no lineales, de frases entrecortadas y silencios, fluye como solo fluyen las emociones —las de los personajes y las nuestras en nuestra propia vida—, deviniendo bellísima indagación, no intelectiva sino sensorial, estrictamente vivencial, sobre el amor y su búsqueda, la felicidad y su fugacidad.

Un rápido plano se fija en una lámpara encendida y la sombra que proyecta sobre el techo. Luz y oscuridad, anverso y reverso simultáneos, metáfora de un film que muestra presencias para delatar ausencias, como la huella de unos pasos que una vez avanzaron juntos. Francamente, declaro mi incapacidad para captar cursilería en una obra que, al igual que hiciera “La rosa púrpura de El Cairo”, nos sumerge en la ensoñación para despertarnos y constatar con nostalgia la infranqueable frontera entre la realidad y el deseo.

Un apunte acerca de la discutida vertiente religiosa del relato. Opino que siempre habría que tener una cierta prevención a la hora de asimilar el pensamiento de un personaje de ficción con su autor (so pena de convertir a Scorsese y Schrader en fascistas, por ejemplo); pero da igual, incluso dando por bueno que las cavilaciones del personaje de Bardem sean las del propio Malick, ya solo nos faltaría que un artista tuviera que autocensurar en su obra la expresión de sus creencias por no molestar a quienes no las comparten o a quienes consideran que la pieza de arte debe abstenerse de mostrarlas.

Sin embargo, todas las palabras anteriores pueden no ser suficientes ya que, en su radicalidad expresiva despojada de lo anecdótico para dejarnos con la desnudez del sentimiento puro, es evidente que estamos ante una de aquellas películas que solo pueden ser disfrutables, e incluso admisibles, desde una complicidad, una determinada actitud receptiva, por parte del espectador. Iba a escribir predisposición, pero no es la palabra correcta porqué no es una decisión que se tome previamente. Sencillamente, “sucede” —o no— que durante la proyección uno nota, y consiente, que “se deja llevar”, “se abandona” ante las imágenes.

El problema inherente a este “cine de la experiencia” es la dificultad, o acaso imposibilidad, de comunicar y compartir mediante el lenguaje el pinchazo que a nivel prácticamente fisiológico se llega a sentir en las fibras. El cine llamémosle más “convencional”, regido por unos códigos tácitamente aceptados, sí permite un diálogo sobre aspectos de guión, interpretación, fotografía, etc., hasta cierto punto “objetivables”, y uno ofrece sus opiniones (puede que equivocadas, aunque tengo por costumbre estar de acuerdo con ellas) con la esperanza de “convencer” al hipotético lector. Sin embargo, si ahora digo que en la escena de los bisontes se me erizó el vello y contuve la respiración, experimentando la plenitud mística de un instante de tiempo detenido en el infinito, me expongo drásticamente al ridículo. No obstante, así lo dejo escrito, puesto que si Malick arriesga hasta el límite con su obra jugándose la burla, en justa correspondencia y como espectador agradecido por su regalo maravilloso, asumo también mi propio riesgo.
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77 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siete mesas de billar francés
Siete mesas de billar francés (2007)
  • 6,2
    6.661
  • España Gracia Querejeta
  • Maribel Verdú, Blanca Portillo, Amparo Baró ...
8
Grandes esperanzas
Gracias a la reciente lectura de un libro biográfico sobre Maribel Verdú he dirigido mi atención hacia un par o tres de películas que en su momento me pasaron por alto. Tras visionar “Siete mesas de billar francés” mi segunda reacción fue la de reprocharme no haber atendido hasta ahora al cine de Gracia Querejeta.

La primera y más inmediata fue saborear emocionado su efecto reparador para el alma, y comprobar cómo aquello que a Garci le gusta decir a propósito de lo que pretenden sus melodramas, que el espectador salga de la sesión sintiéndose mejor persona que cuando entró, aquí se logra de una manera asombrosamente sencilla.

Son varios los factores que convergen para el milagro. Por un lado la dirección, que uno podría estar tentado de considerar meramente funcional si no advirtiese que la invisibilidad, el no llamar la atención sobre sí misma para que nos adentremos de lleno en la historia y sus sentimientos, es también una virtud tras la que se oculta un gran control del tempo y de las distancias. Sobresalen entonces las compactas interpretaciones, donde puede hablarse de una Maribel Verdú que quizás nunca haya estado mejor. Y, a través de ellas, el magnífico guión que a partir unos conflictos dramáticos de base que fácilmente podrían dar lugar al tremendismo, consigue gracias a un humor repleto de muy graciosas réplicas el tono adecuado para que nos entreguemos sin reservas a unos personajes cercanos, creíbles, complejos y entrañablemente imperfectos, y decidamos que queremos convertirnos en sus compañeros de fatigas.

No están equivocados quienes consideran que la historia es predecible, y ciertamente uno intuye con relativa facilidad cómo terminará todo o se resolverán ciertas tramas. No me parece, sin embargo, que vayan por ahí sus pretensiones. En un momento dado, el personaje de Maribel Verdú apela a la famosa sentencia que lo importante no es la meta, sino el viaje mismo, y creo que de una manera que posiblemente sea deliberada define muy bien la voluntad de la propia película. Aquí no se busca la sorpresa, el giro argumental (en definitiva, el cine “de situaciones”), sino ante todo la profundización en el trayecto vital de los personajes: cómo poco a poco aprenden a ser conscientes de lo que menos les gusta de sí mismos y cómo gradualmente son capaces de encararse a ello y avanzar hacia la paz interior; y, sobre todo, constatar cómo esos cambios jamás habrían sido posibles sin la mutua interacción, sin el impulso y el apoyo de los unos hacia los otros. Dar y recibir. Cine humanista de reconciliación con lo mejor de nosotros mismos.

No me gustaría terminar sin un apunte quizá tangencial pero creo que no exento de interés. Independientemente del valor intrínseco y la calidad que pueden atesorar propuestas inspiradas en otros contextos fílmicos (Hollywood para los Amenábar o Bayona, el cine francés para ciertas obras de la saga de los Trueba y autores afines, etc.), y sin necesidad alguna de recurrir a los más manidos y a estas alturas ya casposos tópicos por todos conocidos, “Siete mesas de billar francés” se ejemplifica también como prueba fehaciente de la posibilidad de un cine español profundamente arraigado en todos sus niveles a la cultura y la sociedad de la que forma parte.
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12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Blade Runner
Blade Runner (1982)
  • 8,1
    137.532
  • Estados Unidos Ridley Scott
  • Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young ...
9
Antes de morir
"Blade Runner" es una replicante. Vio la luz siendo ya copia de un ideal truncado, con una voz explicativa y un epílogo bucólico que no contaban en los planes de su creador. Desde entonces Ridley Scott, como un Geppetto desesperado por llevar a su criatura hacia la fuente de la vida, no ha cesado en su empeño, quitando elementos y añadiendo otros (el más fundamental, aquel que concierne a la naturaleza última de su protagonista), en un proceso de réplica tras réplica que quizás aún no ha llegado a su fin.

Se podrá argüir que Scott exprime sin contemplaciones ni vergüenza alguna la gallina de los huevos de oro, y seguramente sea cierto, pero detrás de su obsesiva búsqueda late también el patetismo de la vieja historia del artista devorado por su propio mito; el director condenado a constatar cómo, justa o injustamente, sus películas posteriores tienen fecha de caducidad en el imaginario colectivo mientras que el hechizo de "Blade Runner" permanece.

Porqué las imágenes de "Blade Runner" llegaron para quedarse. Su estética de la ciudad de nuestras pesadillas futuras fue tan celebrada y generó tanta influencia como en su momento la de "Metrópolis". Particularmente, cada vez me conmueve más su lluvia. Desde Kurosawa que no llovía tanto y tan bien. Aquí la lluvia se parece a la de la batalla en "Los siete samuráis", una lluvia sucia, triste, encharcada, que anega el alma y las ilusiones de los personajes. Sin embargo, en la última vez que vemos al replicante Roy, la lluvia sobre su rostro es tan purificadora como los copos de nieve que caían mientras Takashi Shimura se columpiaba al término de "Vivir" (¡incluso el título se revela idóneo para el sentido de la escena!).

Y "Blade Runner" permanece y permanecerá porqué sin menoscabo alguno de su look, de la ciencia ficción, del relato noir y los disparos —y sobreponiéndose a la laxitud narrativa en determinados pasajes—, nos sumerge de lleno en la incertidumbre existencial de sus personajes y se ofrece sin complejos como cine de la interrogación, ese cine que refleja algunas de las cuestiones que el hombre se plantea bajo la inmensidad del cielo estrellado. Es por ello que nunca ha faltado ni faltará quién acuse a la película de pretenciosa, olvidando que lo presuntuoso es creerse poseedor de todas las respuestas, nunca formular las preguntas.


[Texto publicado en el boletín n.º 5 / 2013 del cineclub macguffin]
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25 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
King Kong
King Kong (2005)
  • 6,2
    73.051
  • Estados Unidos Peter Jackson
  • Naomi Watts, Adrien Brody, Jack Black ...
6
Lo visible y lo invisible (segunda parte)
Recuerdo en una ceremonia de los Goya un monólogo de Santiago Segura preguntándose burlón qué quedaría del cine de Spielberg si se le quitaran los efectos especiales. Ante el televisor le respondí que lo que quedaría seguiría siendo un cineasta de primerísimo orden (acaso podríamos definirlo también como especialista en afectos espaciales) al que ni en sus mejores sueños podrá jamás tan siquiera acercarse a cien leguas. Me dije, a continuación, que algo más acertado habría sido el comentario caso de tener por receptor a Peter Jackson.

No en un sentido estricto, por supuesto, porqué Jackson no deja de ser un director dotado de oficio, de igual manera que llevar a buen puerto lujosas y costosísimas superproducciones requiere también un talento específico que sin duda posee, y no hay que escatimarle elogios en ese aspecto. No obstante, ante su cine siempre he tenido la sensación de una excesiva dependencia de la visualización de la espectacularidad, que contrasta con una pérdida de interés en los momentos que conviene apelar a la capacidad de sugerencia.

El largo trayecto en barco hacia la isla de King Kong, como ejemplo más obvio. Ahí, donde deberíamos sentir la palpitación del misterio, la incertidumbre del viaje hacia lo desconocido, el creciente desasosiego que causa lo intangible. Ahí, donde el mejor Shyamalan nos haría contener el aliento, es donde Jackson solo nos hace desear que lleguen de una puñetera vez y nos enseñen al bicho. Se acumula mucha más tensión en el brevísimo prólogo en el barco de "Shutter Island" que en toda esta secuencia. Y, al llegar, naturalmente, el director no tiene otra manera de comunicarnos la proximidad del peligro que el alarido de la bestia destrozando el dolby surround mientras la cámara hace arabescos digitales por entre las comisuras de los arrecifes.

Más tarde, cuando King Kong llena la pantalla en la selva y en la jungla de asfalto, y vive su dulce romance con la siempre maravillosa Naomi Watts (¡qué conjugación de belleza y talento!) las aguas vuelven a su cauce y Jackson se siente y nos hace sentir a gusto, aunque para llegar a ello antes hemos tenido que sufrir otro de los efectos colaterales de su forma de entender el cine: en el infinito afán de grandiosidad, aparecen en la isla tantos monstruos y tan extremadamente fantásticos, que parece mentira que los protagonistas no quieran capturarlos a ellos en lugar de Kong, que al fin y al cabo no es más que un simple gorila, solo que más grande.

Como coda, a menudo he imaginado a Peter Jackson, Roland Emmerich y James Cameron emborrachándose en algún tugurio de mala muerte para tratar de olvidar que algunas de sus películas concebidas como el súmmum de lo espectacular, pese a ser bastante modernas no llegaron a tiempo para aprovechar las posibilidades del 3D.
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21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
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