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España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
7
Terror. Thriller Tras una pelea con su socio, un frustrado escultor londinense contempla atónito cómo éste incendia el museo con el fin de cobrar el seguro y poder pagar las deudas. El artista queda inconsciente en medio del fuego, pero sobrevive, aunque con las manos quemadas. Años más tarde reabre el museo en Nueva York. (FILMAFFINITY)
17 de julio de 2014
15 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los caminos del cine son inescrutables. Al querer ver “Los crímenes del museo de cera” de André De Toth, con el fin de completar un personal miniciclo de este director (de quien recomendaría la muy poco conocida pero sumamente interesante “Pitfall”), hallé que en el DVD se encontraba como extra la primera versión de 1933, hasta entonces desconocida para mí, y dirigida nada menos que por Michael Curtiz.

El remake de De Toth, como se sabe, debe su fama a ser la primera, o de entre las primeras, películas concebidas en 3D, pero más allá de esa característica, que se percibe de manera clara en algunas composiciones que sitúan objetos marcadamente en primer término, y pese a la presencia siempre estimulante del mítico Vincent Price, aparece curiosamente más envejecida que la original, a lo que cabe añadir que sus mejores hallazgos visuales (como la acongojante visión de los rostros de muñecos de cera derritiéndose por el fuego) son siempre los que ya estaban presentes en la versión de antaño. De hecho, en varios pasajes idénticos se genera esa misma sensación de copia caligráfica que cuando se ven seguidas las dos versiones de “El prisionero de Zenda”.

Lo primero que llama la atención de “Los crímenes del museo” es el primitivo Technicolor, que en un primer momento induce incluso a pensar que podría tratarse de una película en blanco y negro coloreada. En algunos momentos, como escenas en exteriores, el efecto es netamente no realista, como si determinadas zonas del fotograma hubiesen sido tintadas tal como sucedía en el cine mudo. Pienso que, atendiendo a lo bizarro del argumento, habría sido muy productivo que Curtiz hubiese aprovechado esta involuntaria limitación técnica para acentuar dicho carácter extravagante. De haber jugado esa carta a fondo, en lugar de intentar atenuarla o disimularla, estoy seguro que el film habría ganado en capacidad de extrañeza e inquietud expresionista.

Otro de los motivos que acentúan la, a ojos de hoy, modernidad de la propuesta, es que rehúye el carácter más “solemne” que por esa época tenían por ejemplo muchos títulos de terror de la Universal, e instala en la trama (algo de lo que la segunda versión prescindirá) el personaje de una periodista que vira el relato hacia la alta comedia. En este sentido, la película es también actualmente una rara avis representativa de los modos de antes del Código Hays, y a través de ese personaje asistimos a diálogos y situaciones verdaderamente llamativos en ese aspecto, y que poco tienen que envidiar a las más conocidas sentencias de Mae West.

Es, en definitiva, esa combinación desacomplejada de drama, comedia, y gotas de suspense y terror, lo que para mi gusto la hace más interesante y divertida que su sucesora, planteada en unos términos más aferrados a los cánones genéricos, pero por ello mismo, como decía, con una formulación que hoy se antoja más arcaica.

Por último, cabe destacar la presencia de Fay Wray, la inmortal heroína de “King Kong”, en un papel igualmente gritón. Advierto que ambas son del mismo año, y no sabría decir si fue antes el huevo o la gallina, pero de lo que no cabe ninguna duda es que sus aullidos de pánico en una de las dos debieron de pesar mucho a la hora de decidir el reparto de la otra, pues sus cualidades tímbricas resultan definitivamente indispensables para ambos papeles.
Quim Casals
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