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España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
7
Drama Libremente inspirada en un episodio que marca el fin de la carrera del filósofo Friedrich Nietzsche. El 3 de enero de 1889, en la plaza Alberto de Turín, Nietzsche se lanzó llorando al cuello de un caballo agotado y maltratado por su cochero y, después, se desmayó. Desde entonces, dejó de escribir y se hundió en la locura y el mutismo. En una atmósfera preapocalíptica, se nos muestra la vida del cochero, su hija y el viejo caballo. (FILMAFFINITY) [+]
4 de abril de 2014
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un primer tramo de película lo vi adormilado desde la cama echando cabezaditas, lo cual con el cine de Tarr no es inconveniente porqué cada vez que abres los ojos la escena sigue estando ahí. El resto lo vi al día siguiente ya sin somnolencia, aunque tengo que reconocer, sin que sirva de precedente, que hice trampa un par o tres de momentos pulsando el avance rápido del mando.

De la misma manera que en un melodrama ‘mainstream’ los violines indican al público que puede empezar a sacar el pañuelo, un rótulo previo a la acción —por si el título no bastara— que narra la anécdota del encuentro de Nietzsche con un caballo exhausto, no es más que una advertencia nada disimulada y escasamente sutil para que el espectador se ajuste las gafas de pasta y se predisponga a buscarle tres pies al gato (o al caballo, en este caso). No deja de ser curiosa, pues, la concomitancia de recursos y solo en este mismo sentido cabe asumir la estrafalaria y sonrojante presencia, en un film casi sin diálogos y lacónicos cuando estos se producen, de aquella escena donde un vecino entra en la casa de los protagonistas, suelta una larguísima parrafada de profundo calado filosófico y se larga. Aún hoy dudo si la comicidad es involuntaria o se trata de una autoparodia sobre el “mensaje” que se presupone en este tipo de propuestas autorales.

No obstante encuentro innecesarios y sumamente forzados dichos recursos, porqué poco añaden a la poética de un discurso basado en la potencia de la imagen. Su capacidad atmosférica es sencillamente impresionante, a partir del soberbio uso de la iluminación en blanco y negro y de los sonidos, ante todo el incesante viento huracanado, y también la acertada música. En el contraste entre las magníficas primera escena y la final (magistral e inolvidable esta última, probablemente uno de los momentos más pregnantes del cine contemporáneo) se resume muy bien el devastador tránsito entre la luz y la oscuridad, el movimiento y la quietud, el exterior y el interior.

Porqué para mi gusto, Béla Tarr es uno de los más extraordinarios escultores de la luz y del espacio que ha dado el cine en las tres últimas décadas, aunque su gran pretensión, me temo, era la de esculpir en el tiempo. En la poco conocida y valorada “Las aventuras de Robinson Crusoe”, Buñuel, con un ritmo trepidante digno de Raoul Walsh, consigue trasladarnos cómo su personaje siente el peso y el paso lento de las horas, los días, los años; la fatigosa y extenuante soledad física y metafísica (excepcional una escena sobre la ausencia de Dios). Con Tarr sé lo que siento yo (en ocasiones un gran placer estético, en otras aburrimiento mientras terminan de vestirse o comer patatas), pero la verdad es que raramente acierto a comprender cómo sienten los personajes ese tiempo, qué supone para ellos esa vivencia. Y ahí es donde me temo, de nuevo, que para edificar una “imagen-tiempo” quizás no baste con tener una cámara filmando mucho rato seguido.

Y, sin embargo, cuando uno menos se lo espera, surge el fogonazo del genio. Recuerdo ahora una escena (que significativamente no se repite en un film preñado de gestos reiterados) donde la hija, frente a la cámara, tiende la blanca camisa del padre, con lo que ésta acaba ocupando la totalidad del encuadre y, tras el leve balanceo, permanece en quietud absoluta ante nosotros varios segundos. Imposible no evocar aquí el momento en “Un día de desespero” de Manoel de Oliveira, en el que retiran de la mecedora el cuerpo yacente del escritor Camilo Castelo Branco: la cámara continúa observándola en su vaivén solitario hasta que se detiene (como además Oliveira cree en el alma, su mirada se fija después en la consumación del puro humeante que quedó en el suelo).

En conclusión, podría decirse que Béla Tarr me ofrece un trato: él me regala momentos de grandísimo cine en su excepcional pureza, y yo a cambio debo soportar largos y pelmazos minutos de metraje que pondrán a prueba mi paciencia. Acepto gustoso el trato, ya que pese a que Tarr difícilmente vaya a figurar nunca en la nómina de mis cineastas predilectos, tampoco quiero renunciar a la fascinación de los aspectos más interesantes de su obra.
Quim Casals
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