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España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
8
Romance. Drama Neil (Ben Affleck), un norteamericano aspirante a escritor, y Marina (Olga Kurylenko), una madre soltera europea, se conocen en París y disfrutan de un momento de idilio en la isla francesa de St Michel, revitalizados por las sensaciones de estar de nuevo enamorados. Neil ha dejado su país buscando una vida mejor, dejando atrás una serie de hechos dolorosos. Mirando a Marina a los ojos, Neil cree estar seguro de que ha encontrado a la ... [+]
13 de mayo de 2013
77 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
A pesar de su mala acogida crítica y la indiferencia generalizada, debí haber supuesto que si prefiero “El Dorado” a “Río Bravo” o “Casino” a “Uno de los nuestros” era factible, como así ha ocurrido, que “To the Wonder” me acabara gustando más que “El árbol de la vida”.

Probablemente las razones se deban a un mayor grado de íntima identificación. “El árbol de la vida” es más ambiciosa, compacta, filosófica, conceptual, más “pensada” en definitiva; “To the Wonder”, en cambio, se revela más intuitiva, frágil, imperfecta, visceral, sensitiva. Si la anterior llega al hombre descendiendo de lo cósmico y del origen de la vida, aquí desde una escala humana se asciende a ras de tierra —más adecuadas que nunca las figuras en contrapicado— hacia los interrogantes sin respuesta del amor. O, si la metafísica de “El árbol de la vida” se emparenta con la racionalidad de “2001”, diría que la de “To the Wonder” la siento más próxima al lirismo a flor de piel de “Melancolía”.

Desde luego que no me importa en absoluto que la forma de encuadrar y montar ya haya sido explorada por su director en obras anteriores, de la misma manera que nunca dejaré de considerar excepcionales las películas de Ozu por más que siempre cuente lo mismo y de la misma manera (en todo caso, ello podría dar pie a una reflexión de más amplio espectro sobre lo que bien pudiera ser un cambio de paradigma crítico respecto a la autoría, reflejo quizás de nuestros tiempos impacientes: el mantenimiento de unos signos estéticos identificativos, que en los antiguos se valora en términos positivos, parece que en los cineastas en activo tiende a denunciarse rápidamente como estancamiento creativo y autocomplacencia).

Lo que me importa, decía, es que dicho estilo sea pertinente respecto a lo que se cuenta y, en este sentido, a mi juicio estamos ante uno de esos casos cada vez más —lastimosamente— infrecuentes en las pantallas, de forma indisociable del fondo. El impresionismo de la película, resuelta elípticamente a base de fogonazos, de instantes no lineales, de frases entrecortadas y silencios, fluye como solo fluyen las emociones —las de los personajes y las nuestras en nuestra propia vida—, deviniendo bellísima indagación, no intelectiva sino sensorial, estrictamente vivencial, sobre el amor y su búsqueda, la felicidad y su fugacidad.

Un rápido plano se fija en una lámpara encendida y la sombra que proyecta sobre el techo. Luz y oscuridad, anverso y reverso simultáneos, metáfora de un film que muestra presencias para delatar ausencias, como la huella de unos pasos que una vez avanzaron juntos. Francamente, declaro mi incapacidad para captar cursilería en una obra que, al igual que hiciera “La rosa púrpura de El Cairo”, nos sumerge en la ensoñación para despertarnos y constatar con nostalgia la infranqueable frontera entre la realidad y el deseo.

Un apunte acerca de la discutida vertiente religiosa del relato. Opino que siempre habría que tener una cierta prevención a la hora de asimilar el pensamiento de un personaje de ficción con su autor (so pena de convertir a Scorsese y Schrader en fascistas, por ejemplo); pero da igual, incluso dando por bueno que las cavilaciones del personaje de Bardem sean las del propio Malick, ya solo nos faltaría que un artista tuviera que autocensurar en su obra la expresión de sus creencias por no molestar a quienes no las comparten o a quienes consideran que la pieza de arte debe abstenerse de mostrarlas.

Sin embargo, todas las palabras anteriores pueden no ser suficientes ya que, en su radicalidad expresiva despojada de lo anecdótico para dejarnos con la desnudez del sentimiento puro, es evidente que estamos ante una de aquellas películas que solo pueden ser disfrutables, e incluso admisibles, desde una complicidad, una determinada actitud receptiva, por parte del espectador. Iba a escribir predisposición, pero no es la palabra correcta porqué no es una decisión que se tome previamente. Sencillamente, “sucede” —o no— que durante la proyección uno nota, y consiente, que “se deja llevar”, “se abandona” ante las imágenes.

El problema inherente a este “cine de la experiencia” es la dificultad, o acaso imposibilidad, de comunicar y compartir mediante el lenguaje el pinchazo que a nivel prácticamente fisiológico se llega a sentir en las fibras. El cine llamémosle más “convencional”, regido por unos códigos tácitamente aceptados, sí permite un diálogo sobre aspectos de guión, interpretación, fotografía, etc., hasta cierto punto “objetivables”, y uno ofrece sus opiniones (puede que equivocadas, aunque tengo por costumbre estar de acuerdo con ellas) con la esperanza de “convencer” al hipotético lector. Sin embargo, si ahora digo que en la escena de los bisontes se me erizó el vello y contuve la respiración, experimentando la plenitud mística de un instante de tiempo detenido en el infinito, me expongo drásticamente al ridículo. No obstante, así lo dejo escrito, puesto que si Malick arriesga hasta el límite con su obra jugándose la burla, en justa correspondencia y como espectador agradecido por su regalo maravilloso, asumo también mi propio riesgo.
Quim Casals
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