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Voto de Ludovico:
10
7,1
1.669
Drama
Maloin es un vigilante de una estación de tren que, de forma casual, es testigo de un asesinato, y acaba haciéndose cargo de una maleta llena de dinero que trastocará para siempre su vida, acarreándole muchos problemas. Inspirada en la novela de Georges Simenon "El hombre de Londres". (FILMAFFINITY)
15 de setiembre de 2011
42 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Más de lo mismo” dicen algunos críticos enfurecidos. Y es verdad: Tarr, en efecto, se repite; insiste en su reflexión sobre el fondo del alma humana; e insiste en un lenguaje formal rebosante de belleza. Bendita monotonía...
En todo caso, hay matices. Tarr se sitúa aquí, según yo lo veo, en una perspectiva distinta a la de “Armonías de Werckmeister”, su anterior película. En “Armonías...”, el individuo —Janos— se enfrentaba a la colectividad; pero no estaba solo; había otros con los que aliarse en la resistencia (o, al menos, en la “melancolía”): Eszter el musicólogo, sobre todo, y también Lajos el zapatero y su mujer. En “El hombre de Londres”, Maloin está solo, no tiene a nadie; por no tener, ni siquiera tiene enfrente a una turba enfurecida: no hay gentes que se reúnan en la plaza a las que observar o de las que guardarse; ni tampoco helicópteros de los que escapar; la masa gregaria y la élite del poder están aquí abstraídas, y “lo otro” es un ente rigurosamente despersonalizado, anónimo e intangible, a lo sumo reflejado veladamente en la fantasmal figura del “comprensivo” Morrison, en la kafkiana pareja de “amables” vendedores o en la, en definitiva, inofensiva dueña del supermercado. Maloin no tiene nada con lo que enfrentarse; a su alrededor no hay más que vacío; por eso entabla una absurda pelea con su mujer, consigo mismo. Ya no queda nada más que la pura y simple ausencia.
En mi crítica a “Sátantangó” aludía a la unión de los opuestos en el cine de Béla Tarr. En “El hombre de Londres” es como si esa oposición se esencializara hasta sus términos más radicales: como si ya sólo estuvieran presentes el ser y la nada. Y los dos —parece pensar Béla Tarr— son sospechosa e inquietantemente semejantes. “El hombre de Londres” es mucho más abstracta, más esquemática en su planteamiento, que las películas anteriores, más desnuda, más seca y más áspera. Aquí Tarr ahonda un paso más en el alma humana. Y cuanto más se profundiza en el abismo interior, por una especie de simetría cósmica, más presente se hace el vacío exterior. O viceversa.
[sigo en el spoiler]
En todo caso, hay matices. Tarr se sitúa aquí, según yo lo veo, en una perspectiva distinta a la de “Armonías de Werckmeister”, su anterior película. En “Armonías...”, el individuo —Janos— se enfrentaba a la colectividad; pero no estaba solo; había otros con los que aliarse en la resistencia (o, al menos, en la “melancolía”): Eszter el musicólogo, sobre todo, y también Lajos el zapatero y su mujer. En “El hombre de Londres”, Maloin está solo, no tiene a nadie; por no tener, ni siquiera tiene enfrente a una turba enfurecida: no hay gentes que se reúnan en la plaza a las que observar o de las que guardarse; ni tampoco helicópteros de los que escapar; la masa gregaria y la élite del poder están aquí abstraídas, y “lo otro” es un ente rigurosamente despersonalizado, anónimo e intangible, a lo sumo reflejado veladamente en la fantasmal figura del “comprensivo” Morrison, en la kafkiana pareja de “amables” vendedores o en la, en definitiva, inofensiva dueña del supermercado. Maloin no tiene nada con lo que enfrentarse; a su alrededor no hay más que vacío; por eso entabla una absurda pelea con su mujer, consigo mismo. Ya no queda nada más que la pura y simple ausencia.
En mi crítica a “Sátantangó” aludía a la unión de los opuestos en el cine de Béla Tarr. En “El hombre de Londres” es como si esa oposición se esencializara hasta sus términos más radicales: como si ya sólo estuvieran presentes el ser y la nada. Y los dos —parece pensar Béla Tarr— son sospechosa e inquietantemente semejantes. “El hombre de Londres” es mucho más abstracta, más esquemática en su planteamiento, que las películas anteriores, más desnuda, más seca y más áspera. Aquí Tarr ahonda un paso más en el alma humana. Y cuanto más se profundiza en el abismo interior, por una especie de simetría cósmica, más presente se hace el vacío exterior. O viceversa.
[sigo en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En efecto, Maloin es la imagen misma de la miseria, no ya física sino ontológica: no se siente místicamente unido a ningún cosmos, como Janos, ni encuentra, como éste, signos teofánicos en ninguna parte; no tiene explicaciones para el mundo, como Eszter, ni la voluntad de encerrarse, como el musicólogo, en su casa, entre otras cosas porque no puede: Maloin no tiene piano ni sabe quién fue Bach, y en su mundo nocturno no brillan las estrellas; si llegara a sus manos el planisferio celeste que Janos tenía colgado en la pared, seguramente lo utilizaría para encender la estufa; ni siquiera tiene aspiraciones de cambiar de vida, como Futaki y sus colegas, en “Sátantangó”, ni una mujer a la que amar (o, al menos, desear), como Karrer, en “La condena”. Su vida carece de todo aliciente, oscuramente apresado en una realidad hostil a la que se sabe condenado; reducido a la más absoluta impotencia, su existencia se reduce a mover hacia delante y hacia atrás, como un robot programado, las palancas que maneja desde la torre que le encierra con su simbólico enrejado. Pero Maloin, imagen viva del hombre contemporáneo, más que apresado en su torre —simple exteriorización de su alma—, está en realidad apresado en sí mismo. Y si una grieta parece abrirse inesperadamente en los sólidos muros de su mundo-prisión, con la consiguiente posibilidad de escapar, tal posibilidad pronto se revelará ficticia. En este mundo, la esperanza es una broma perversa del diablo, la trampa que hunde a un nivel más hondo en la desesperanza.
Sería interesante, analizar el proceso de evolución intelectual que se plasma en la filmografía de Tarr. No es posible aquí por razones de espacio, pero señalemos brevemente que si su primera etapa desde “Nido familiar” (1978) hasta “Almanaque de otoño” (1985) corresponde a un cine netamente social, “La condena” (1988) supone no sólo un cambio obvio a nivel estético, sino también a nivel ideológico. Hay ahí un viraje hacia una visión más existencialista, que se profundiza en “Sátantangó” (1994), donde todo adquiere ya, decididamente, una dimensión mucho más ontológica que sociológica o psicológica. “Armonías de Werckmeister” (2000) marca una, en cierto sentido, sorprendente apertura —si bien teñida de escepticismo— hacia lo metafísico y lo transcendente, aunque sólo sea, en definitiva, para señalar su ausencia. El camino que va de “Armonías...” a “El hombre de Londres” (2007) es quizá el que separa (o el que une) la desesperanza radical y el puro y simple nihilismo (dicho sea sin la más mínima intención valorativa desde ningún punto de vista); trayecto que me hace pensar en Cioran, con el que posiblemente Tarr se sienta no poco identificado. Veremos qué nos depara “El caballo de Turín” (2011)...
Y confiemos en que —aunque sea para aburrimiento de algunos— Tarr reconsidere su negativa a hacer más cine y nos siga ofreciendo “más de lo mismo”; y cuanto más de “lo mismo”, mejor.
Sería interesante, analizar el proceso de evolución intelectual que se plasma en la filmografía de Tarr. No es posible aquí por razones de espacio, pero señalemos brevemente que si su primera etapa desde “Nido familiar” (1978) hasta “Almanaque de otoño” (1985) corresponde a un cine netamente social, “La condena” (1988) supone no sólo un cambio obvio a nivel estético, sino también a nivel ideológico. Hay ahí un viraje hacia una visión más existencialista, que se profundiza en “Sátantangó” (1994), donde todo adquiere ya, decididamente, una dimensión mucho más ontológica que sociológica o psicológica. “Armonías de Werckmeister” (2000) marca una, en cierto sentido, sorprendente apertura —si bien teñida de escepticismo— hacia lo metafísico y lo transcendente, aunque sólo sea, en definitiva, para señalar su ausencia. El camino que va de “Armonías...” a “El hombre de Londres” (2007) es quizá el que separa (o el que une) la desesperanza radical y el puro y simple nihilismo (dicho sea sin la más mínima intención valorativa desde ningún punto de vista); trayecto que me hace pensar en Cioran, con el que posiblemente Tarr se sienta no poco identificado. Veremos qué nos depara “El caballo de Turín” (2011)...
Y confiemos en que —aunque sea para aburrimiento de algunos— Tarr reconsidere su negativa a hacer más cine y nos siga ofreciendo “más de lo mismo”; y cuanto más de “lo mismo”, mejor.