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Voto de davilochi:
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Drama
La historia de un famoso bandido macedonio del siglo XIX (Omero Antonutti), que cree ser la reencarnación de Alejandro Magno, le sirve al cineasta griego para reflexionar sobre la debilidad de los poderosos. (FILMAFFINITY)
13 de julio de 2011
11 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Analizar aquí todas las complejas reflexiones contenidas en esta obra maestra de Theo Angelopoulos sería un ejercicio imposible, si bien no por ello hay que dejar de ser ambiciosos a la hora de bucear en algunos de sus puntos más interesantes. Estoy seguro de que el principal representante español en filosofía de la historia, Manuel Cruz, caería maravillado ante la profundidad de los análisis del maestro griego, desgraciadamente desconozco si está al tanto de la existencia de este film.
De partida hay que tener en cuenta ese hecho fundamental: Angelopoulos es un artista griego y esto es algo a lo que difícilmente escapan sus obras. No se trata de que éstas estén orientadas exclusivamente a un público griego, si bien es cierto que éste -si posee una determinada formación o conocimiento de la historia de su país- parte con ventaja a la hora de comprender lo contenido en sus películas. Quizás éste sea el caso en que esta circunstancia se observa de un modo más evidente, al menos en lo que llevo visto de su filmografía. No obstante, como ocurre en otros de sus films (quizás el ejemplo más claro sea "La mirada de Ulises") Angelopoulos siempre tiene en mente una perspectiva más europea, incluso -por qué no- universal. Es precisamente en su modo de abordar la historia donde constatamos esto, si algo caracteriza a "Alejandro el Grande" es la simultaneidad de tiempos y fenómenos históricos que se entrelazan en un continuum. En esta ocasión, al modo de un Homero (no por casualidad la obra por la que más se le conoce lleva por nombre a uno de los principales héroes del famoso aedo) Angelopoulos cuenta su propia historia tratando de mostrarnos cómo el presente se construye a partir del pasado y cómo éste vive eternamente a través de aquél. Lo que el director vendría a decir es que el pasado nunca muere y que éste es recuperado y comprendido en función de los intereses del momento dando, finalmente, una visión muy concreta de la realidad que en nada tiene por qué ajustarse a lo que ésta fue.
En "Alejandro el Grande" conviven dos siglos de historia griega en un mismo presente cinematográfico, un recurso propio del aedo que recoge las tradiciones orales en forma de poesía que luego recita una y otra vez variando de acuerdo con su memoria y su circunstancia. Así, la película se situa en un momento simbólico de gran importancia: los inicios del siglo XX, un momento de optimismo que ha pasado a la historia como la Belle Époque y durante el cual se creyó que la paz internacional estaba garantizada y el progreso era ilimitado. Lo ingenuo de esta visión típicamente burguesa tan propia del positivismo de la época es lo que Angelopoulos va a tratar de poner al descubierto a través de la condensación de la historia griega en un pequeño y desolador pueblo de las montañas del norte de Grecia (el pueblo en cuestión es Dotsiko, a pocos kilómetros de la frontera greco-albanesa).
De partida hay que tener en cuenta ese hecho fundamental: Angelopoulos es un artista griego y esto es algo a lo que difícilmente escapan sus obras. No se trata de que éstas estén orientadas exclusivamente a un público griego, si bien es cierto que éste -si posee una determinada formación o conocimiento de la historia de su país- parte con ventaja a la hora de comprender lo contenido en sus películas. Quizás éste sea el caso en que esta circunstancia se observa de un modo más evidente, al menos en lo que llevo visto de su filmografía. No obstante, como ocurre en otros de sus films (quizás el ejemplo más claro sea "La mirada de Ulises") Angelopoulos siempre tiene en mente una perspectiva más europea, incluso -por qué no- universal. Es precisamente en su modo de abordar la historia donde constatamos esto, si algo caracteriza a "Alejandro el Grande" es la simultaneidad de tiempos y fenómenos históricos que se entrelazan en un continuum. En esta ocasión, al modo de un Homero (no por casualidad la obra por la que más se le conoce lleva por nombre a uno de los principales héroes del famoso aedo) Angelopoulos cuenta su propia historia tratando de mostrarnos cómo el presente se construye a partir del pasado y cómo éste vive eternamente a través de aquél. Lo que el director vendría a decir es que el pasado nunca muere y que éste es recuperado y comprendido en función de los intereses del momento dando, finalmente, una visión muy concreta de la realidad que en nada tiene por qué ajustarse a lo que ésta fue.
En "Alejandro el Grande" conviven dos siglos de historia griega en un mismo presente cinematográfico, un recurso propio del aedo que recoge las tradiciones orales en forma de poesía que luego recita una y otra vez variando de acuerdo con su memoria y su circunstancia. Así, la película se situa en un momento simbólico de gran importancia: los inicios del siglo XX, un momento de optimismo que ha pasado a la historia como la Belle Époque y durante el cual se creyó que la paz internacional estaba garantizada y el progreso era ilimitado. Lo ingenuo de esta visión típicamente burguesa tan propia del positivismo de la época es lo que Angelopoulos va a tratar de poner al descubierto a través de la condensación de la historia griega en un pequeño y desolador pueblo de las montañas del norte de Grecia (el pueblo en cuestión es Dotsiko, a pocos kilómetros de la frontera greco-albanesa).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Por tanto, como decíamos, la película reune varios acontecimientos históricos como el secuestro de un grupo de jóvenes señores y doncellas ingleses en Maratón, en 1870 (a lo largo del siglo XIX los viajes de estudios de burgueses a Italia y Grecia -siguiendo los pasos de lord Byron, ejemplo del héroe romántico- eran algo de lo más natural); el bloqueo del puerto de Atenas por la armada británica en 1850; y, también, el motín campesino en Kipseli, en 1910. No obstante, la temática, el vestuario de los bandoleros y el personaje principal Alexandros, nos remiten a otros episodios fundamentales de la historia griega como la sangrienta guerra civil (1946-1949) -pienso en los partisanos que actuaban en las montañas del norte-, los buscavidas de los años del dominio turco -tan presentes los unos los otros en el imaginario colectivo griego durante años-, etc. La figura de Alejandro el Grande ha reaparacido una y otra vez en la historia de Grecia, reivindicada por unos y por otros, por grupos y sujetos individuales, todo ello con el fin de dar legitimidad a diferentes acciones, proyectos y ambiciones.
Allí, en un pequeño pueblo perdido de la mano de Dios, se hace un repaso por algunas de las miserias del siglo XX europeo: el fracaso del liberalismo para integrar a los movimientos de masas procedentes de la izquierda, sirviéndose del monopolio de la violencia y la ley para asegurar el dominio de las élites tradicionales (a lo largo de la película vemos la intervención del ejército -tan presente en la historia griega- la justicia y los terratenientes); el hundimiento de los proyectos utópicos de la izquierda ante las divisiones internas y las presiones externas (intervención extranjera e intervención estatal, desacuerdo a la hora de poner en práctica el experimento comunal); la aparición determinante del líder carismático encarnado en la figura de Alexandros, quien aseguraría su poder a través de una combinación de violencia y misticismo (¿cómo no pensar de algún modo en Stalin al contemplar la figura del protagonista?). Las ideas se disuelven bajo el peso de la realidad, así como bajo la diversa naturaleza de los hombres y sus intereses.
Sea como fuere es el enigmático final lo que contribuye a atar todos los cabos de la película en un fantástico colofón como pocos. El pueblo acaba con su déspota arremolinándose en torno a él en una violenta turbamulta. Sin embargo, al dispersarse contemplarán horrorizados que no ha quedado un cadáver: el dictador, esa figura carismática, había nacido del pueblo, estaba dentro de ellos mismos, de algún modo había sido su propia creación. En su lugar quedará el mito imperecedero en forma de busto ensangrentado, mito que resucitará en algún otro presente al ser reivindicado por algún otro hombre o cantado por algún otro aedo.
Allí, en un pequeño pueblo perdido de la mano de Dios, se hace un repaso por algunas de las miserias del siglo XX europeo: el fracaso del liberalismo para integrar a los movimientos de masas procedentes de la izquierda, sirviéndose del monopolio de la violencia y la ley para asegurar el dominio de las élites tradicionales (a lo largo de la película vemos la intervención del ejército -tan presente en la historia griega- la justicia y los terratenientes); el hundimiento de los proyectos utópicos de la izquierda ante las divisiones internas y las presiones externas (intervención extranjera e intervención estatal, desacuerdo a la hora de poner en práctica el experimento comunal); la aparición determinante del líder carismático encarnado en la figura de Alexandros, quien aseguraría su poder a través de una combinación de violencia y misticismo (¿cómo no pensar de algún modo en Stalin al contemplar la figura del protagonista?). Las ideas se disuelven bajo el peso de la realidad, así como bajo la diversa naturaleza de los hombres y sus intereses.
Sea como fuere es el enigmático final lo que contribuye a atar todos los cabos de la película en un fantástico colofón como pocos. El pueblo acaba con su déspota arremolinándose en torno a él en una violenta turbamulta. Sin embargo, al dispersarse contemplarán horrorizados que no ha quedado un cadáver: el dictador, esa figura carismática, había nacido del pueblo, estaba dentro de ellos mismos, de algún modo había sido su propia creación. En su lugar quedará el mito imperecedero en forma de busto ensangrentado, mito que resucitará en algún otro presente al ser reivindicado por algún otro hombre o cantado por algún otro aedo.