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7
7,3
25.580
Thriller
Jimmy Doyle y Buddy Rosso son dos policías neoyorquinos que siguen la pista de una red de traficantes de drogas. El primero, que confía en su olfato, sospecha que una confitería de Brooklyn está implicada y convence a su jefe para intervenir la línea telefónica. Poco después, Doyle y sus hombres siguen al dueño de la confitería, que los conduce hasta Nicoly y Charnier, dos franceses que acaban de llegar a Estados Unidos. (FILMAFFINITY)
6 de mayo de 2012
79 de 83 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es 1971 y está en auge el realismo fotográfico. Para la iluminación de “The French Connection”, Owen Roizman se aparta exitosamente de la línea marcada por otra película consagrada por las estatuillas, “Cowboy de medianoche”, que presentaba una visión superrealista y algo psicodélica de la jungla urbana, que resulta postiza, histérica y kistch. Hoy es el aspecto más destacable de la película de Friedkin, que puede verse como una leve historia que sirve de excusa para enlazar varias largas escenas de acción urbana, y es lógico que al cabo del tiempo tengamos esa impresión porque todo lo que ofrece al margen de eso no resulta novedoso cuarenta años después; hay policías masticando bocadillos mientras hablan sin parar, escenas de seguimiento callejero tomadas con teleobjetivo y un jefe que no cree que exista caso alguno a pesar de la intuición de sus subordinados. Y, naturalmente, está la escena de la persecución, de un esfuerzo técnico elogiable. Habría que preguntarse si hay algo más.
Tomemos la igualmente célebre escena de la estación de metro. En ella se da lo que posiblemente debería haber vertebrado “The French Connection”, el contraste irónico, casi humorístico, entre el personaje de “Popeye” y el de Charnier, Gene Hackman y Fernando Rey respectivamente. En su seguimiento del segundo, el primero es ruidoso, vehemente, carente de sutileza, un producto físicamente urbano. Charnier, en cambio, se mueve con la gracia del patricio. Pide un café –Popeye compra una manzana de caramelo- y parece como si lo estuviera tomando en los Campos Elíseos. Se trata de la primera confrontación directa entre ambos personajes y gana la astucia sobre el esfuerzo, pero sobre todo gana la distinción sobre la zafiedad.
Es un gran acierto de planteamiento: en realidad, “The French Connection” confronta las maneras americanas con las europeas y llega a la conclusión de que la raíz del vicio suele estar oculta bajo el lustre y la pulcritud. Marsella es una ciudad soleada y tranquila, sedimentada por siglos de solera, mientras que Nueva York es la metrópoli formada por el aluvión humano, la filiación espuria y el caos.
Tomemos la igualmente célebre escena de la estación de metro. En ella se da lo que posiblemente debería haber vertebrado “The French Connection”, el contraste irónico, casi humorístico, entre el personaje de “Popeye” y el de Charnier, Gene Hackman y Fernando Rey respectivamente. En su seguimiento del segundo, el primero es ruidoso, vehemente, carente de sutileza, un producto físicamente urbano. Charnier, en cambio, se mueve con la gracia del patricio. Pide un café –Popeye compra una manzana de caramelo- y parece como si lo estuviera tomando en los Campos Elíseos. Se trata de la primera confrontación directa entre ambos personajes y gana la astucia sobre el esfuerzo, pero sobre todo gana la distinción sobre la zafiedad.
Es un gran acierto de planteamiento: en realidad, “The French Connection” confronta las maneras americanas con las europeas y llega a la conclusión de que la raíz del vicio suele estar oculta bajo el lustre y la pulcritud. Marsella es una ciudad soleada y tranquila, sedimentada por siglos de solera, mientras que Nueva York es la metrópoli formada por el aluvión humano, la filiación espuria y el caos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Es una pena que no se desarrolle con mayor detenimiento esta idea, sacrificándola al costumbrismo de las “buddy movies” o películas de colegueo policial. En el mismo embrión de “The French Connection” permanece sin germinar del todo la historia de una obsesión, la del policía Popeye Doyle. No es casual que la investigación dé comienzo por un sentimiento de rechazo hacia el personaje de Sal Boca, hacia su impostada fachada de gentleman de baja estofa, un arribista encarnado sin dificultad por Tony Lo Bianco. Al final, la obcecación de Popeye lo trastorna hasta desfigurar su personalidad, lanzándolo a perseguir espectros en la escena de la nave abandonada.
Una imagen –muy copiada e inspiradora de célebres escenas, como la del ascensor de coches de “El padrino”- es magnífica: en primer plano el automóvil sospechoso es izado por la grúa mientras el campo visual se va llenando con la figura, al fondo, del policía derrotado. Eso es expresar con naturalidad una idea sencilla y directa, pues en el coche no se esconde tanto la droga como la fijación del personaje por su hallazgo.
Una imagen –muy copiada e inspiradora de célebres escenas, como la del ascensor de coches de “El padrino”- es magnífica: en primer plano el automóvil sospechoso es izado por la grúa mientras el campo visual se va llenando con la figura, al fondo, del policía derrotado. Eso es expresar con naturalidad una idea sencilla y directa, pues en el coche no se esconde tanto la droga como la fijación del personaje por su hallazgo.