Thriller judicial con tintes sociales y esos toques de dramón lacrimógeno que tanto gustan por Corea del Sur. Una reputada abogada de Seul vuelve al pueblo del que se fue siendo adolescente, huyendo del maltrato paterno y el atraso social y cultural generalizado. Allí tendrá que demostrar la inocencia de su madre tras ser acusada de un crimen, y con todos los estamentos locales en contra.

La película funciona a varios niveles: se asienta sobre las bases habituales del cine judicial, aunque adaptado a la idiosincrasia surcoreana, pero también es un drama político de denuncia sobre la corrupción a nivel local. Esto último lleva aparejada también una crítica a la desprotección de los ciudadanos con problemas mentales, que son vistos como elementos sociales prescindibles ante los oligarcas de turno. También nos habla del ecosistema cerrado y corto de miras que se hace fuerte en los pueblos pequeños y, por supuesto, es un drama familiar en el que no faltan las escenas emotivas que buscan tocar la fibra sensible del espectador.

Todo lo que toca tiene su enjundia y potencial para conformar una historia poderosa. Por eso me apena que no haya terminado de engancharme, ya que el relato, a pesar de ser ágil y no extenderse tanto como otras cintas provenientes de ese país, carece del pulso narrativo que te mantenga en vilo al borde del asiento. Siento que debería haber estado comiéndome las uñas a medida que avanzaban los minutos pero no ha sido así. Quizá la densidad de los temas tratados era tal que no encontraron la forma de dar con la receta apropiada para armonizarlos. Eso sí, se siente como una historia que podría pasar en cualquier país, con las corruptelas de baja estofa, la presión social patriarcal y las miserias de un lugar por el que el progreso no se digna en aparecer.