Con su estética ambiental y personal aferrada al signo de los años sesenta del pasado siglo, la película de S. Rosenberg parece un fetiche de apariencia pop y de voluntad difusa.
Una mínima trama le proporciona la oportunidad de indagar en los resortes de la conducta humana y, desde ese punto de vista, presenta cierto interés.
Pero la historia no consigue provocar cercanía con el espectador porque en la pantalla los protagonistas carecen de empatía entre sí -J. Lemmon y C. Deneuve- y eso redunda en la credibilidad de la obra.
Hay que reconocer que ofrece algunas pinceladas de buen humor, también determinadas situaciones bien resueltas y, en cualquier caso, un discurso intimista y personal valioso.