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Voto de Jordirozsa:
7
5.0
99
Thriller
Se aproxima un oscuro y frío invierno en Revelstoke, Alaska, y el barbero Dexter Miles lo sabe. Pero es una mañana cuando, al cortar el pelo al Sheriff Corgan, se entera de que el cuerpo de Lucy Waters, una mujer que él ha asesinado recientemente y que esperaba que nadie encontrara hasta la primavera, ha sido hallado. Las autoridades del Estado tardan en aparecer por la tranquila Revelstoke, produciendo en el barbero una excitación y un ... [+]
13 de marzo de 2024
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Sin duda, Malcom McDowell, uno de los últimos grandes de su generación, actor antes que estrella; intérprete antes que bufón de masas; persona antes que fenómeno mediático; procedente de los escenarios británicos, conocidísimo por su gran actuación en «Calígula» o «Time after Time» (1979), de Nicholas Meyer, es quien sostiene el peso de esta película.
Aporta a la cinta una inusitada frescura. Una inusual y hasta simpática fotografía de un «refinado» asesino en serie, que hará todo lo que esté en su mano para salirse con la suya, indemne de sus crímenes, pero a la vez con un atisbo muy sutil de remordimiento, que cae por su propio peso, desde la perspectiva del narrador, que es su personaje. En este sentido nos puede hacer evocar a otros personajes suyos como el de la «Naranja Mecánica», dirigida antaño por el gran Kubrick, en la que se entremezclan no pocas tonalidades y matices de personalidad en un mismo personaje, colorido por un rico cromatismo de emociones y contradicciones morales.
No estamos hablando de la clásica sobrecogedora figura del asesino, desde el puro terror, como podríamos ver en la atormentada y trágica figura del Norman Bates de Anthony Perkins. McDowell confiere a su personaje un punto ácido, socarrón... que busca intencionadamente (como narrador de su propia historia) la empatía de la parte más «gamberra» del propio espectador. Algo magistralmente conseguido en su papel de «Calígula», una figura muy impopular en determinados momentos de la historia. El emperador «asesino», que sin embargo y paradójicamente, se convierte en un icono de la libertad sexual. Un actor que siempre, o casi siempre, ha logrado imprimir este carácter poliédrico. Su poderoso magnetismo, su carisma, su característica fisionomía, marcada por su mirada saltona, burlona, locuela..., no constituye en sí una emergencia acaparadora, ni se erige con espurios divismos como el que rozan en algunas de sus interpretaciones, bordeando el histrionismo estrafalario, otros actores como Joaquín Phoenix. McDowell se mantiene en su posición, en su plano; y si otros elementos de factura no brillan más, no es porque él los eclipse; por si mismos, son incapaces de estar a su altura.
Para una obra que se podría ejecutar perfectamente en formato teatral, la dirección de arte de Shelley Bolton recrea un set en Alaska, tan frío y oscuro como el alma del protagonista. La ambientación que envuelve los acontecimientos, sombría, cruda e implacable, es una metáfora del interior de la psique de Dexter Miles, pero desde la perspectiva del confort interior.
Relativo, pues uno se siente menos seguro imaginándose al lado del barbero, en su casa o en su propio negocio, que en el propio exterior helado. Lo cual sugiere e invita a intuir más tiniebla, frío y crudeza que las propias escenas exteriores.
Las condiciones climáticas de la época del año en la que se desarrolla la acción son esenciales, junto a los siempre reducidos espacios que define el cinematógrafo Adam Sliwinski en sus encuadres, marcando en su paleta de colores ese agudo contraste resultante de la perspectiva marcada por la ambientación. Situando a los personajes y los eventos que viven prácticamente al lado del peligro. Como si hubiéramos dejado a unas cuantas personas encerradas en un salón, con un león hambriento entre ellas.
Al tiempo que esta definición de coordenadas difunde la experiencia de los personajes a la posición del espectador, es uno de los principales elementos que condicionan., definen y justifican el rumbo de los acontecimientos que tendrán lugar ahí. Una especie de laberinto de ratas, cuya funcionalidad y relativamente buen diseño quedan patentes desde el momento en el que la inclusión de un elemento externo a este viciado ecosistema, el agente federal Crawley (Garwin Sanford), que vendrá a investigar los asesinatos cometidos, quedará atrapado dentro de la estructura, transformándose y evolucionando, acorde con esos sofocantes parámetros que nos predetermina el set.
La época Navideña añade la guinda, para avivar hasta el extremo la percepción de frialdad antisocial del homicida; ni lo que supone la celebración de tan entrañables fiestas consigue mitigar la despiadada realidad de los crímenes. Ni la abundante nieve del invierno polar podrá ocultarlos.
El punto álgido, el culmen de la tragedia es que la atmósfera representada justifica el desencadenamiento de las miserias acaecidas en el remoto y aislado páramo de Revelstoke.
Lo novedoso, diferente, creativo, único, idiosincrático..., es que en este crisol, lo maligno se teje, no a base de efectos ni despliegues de estética gótica. El horror del crimen no está explicitado en el carácter, el estilo ni el contenido; al contrario, permanece sibilinamente oculto como un ávido depredador, bajo una capa de amabilidad, simpatía y sencillez que inevitablemente, y en contra de lo que desearía el actor (no sólo el principal; no nos engañemos, todos acabarán siendo víctimas de sí mismos), fuerza el motor de estas dinámicas.
Peter Allen se lo juega todo a una sola carta en el plano diegético: para envolver esta enfermiza esencia del protagonista, utiliza «excerpts» de piezas clásicas. Un retrato del «psicópata refinado», que nos puede recordar aquellas escenas en las que el Dr.Lecter está literalmente flambeando en el «grill» pedazos de cerebro de una de sus víctimas mientras escucha música para piano. Así como villancicos, arreglados por el propio Allen, para acentuar la contradicción entre el espíritu navideño y lo que está sucediendo.
La música original extradiegética podría haber potenciado enormemente el impacto emocional de la experiencia narrativa y su tesis, pero se queda reducida prácticamente a la nada.
Por exceso de confianza en el talento y el currículo de McDowell, o simplemente porque faltaba café en el set de rodaje, Michael Bafaro se antoja detrás de la cámara como una suerte de huevón indolente, al que le da pereza incluso decir "corten"...
Aporta a la cinta una inusitada frescura. Una inusual y hasta simpática fotografía de un «refinado» asesino en serie, que hará todo lo que esté en su mano para salirse con la suya, indemne de sus crímenes, pero a la vez con un atisbo muy sutil de remordimiento, que cae por su propio peso, desde la perspectiva del narrador, que es su personaje. En este sentido nos puede hacer evocar a otros personajes suyos como el de la «Naranja Mecánica», dirigida antaño por el gran Kubrick, en la que se entremezclan no pocas tonalidades y matices de personalidad en un mismo personaje, colorido por un rico cromatismo de emociones y contradicciones morales.
No estamos hablando de la clásica sobrecogedora figura del asesino, desde el puro terror, como podríamos ver en la atormentada y trágica figura del Norman Bates de Anthony Perkins. McDowell confiere a su personaje un punto ácido, socarrón... que busca intencionadamente (como narrador de su propia historia) la empatía de la parte más «gamberra» del propio espectador. Algo magistralmente conseguido en su papel de «Calígula», una figura muy impopular en determinados momentos de la historia. El emperador «asesino», que sin embargo y paradójicamente, se convierte en un icono de la libertad sexual. Un actor que siempre, o casi siempre, ha logrado imprimir este carácter poliédrico. Su poderoso magnetismo, su carisma, su característica fisionomía, marcada por su mirada saltona, burlona, locuela..., no constituye en sí una emergencia acaparadora, ni se erige con espurios divismos como el que rozan en algunas de sus interpretaciones, bordeando el histrionismo estrafalario, otros actores como Joaquín Phoenix. McDowell se mantiene en su posición, en su plano; y si otros elementos de factura no brillan más, no es porque él los eclipse; por si mismos, son incapaces de estar a su altura.
Para una obra que se podría ejecutar perfectamente en formato teatral, la dirección de arte de Shelley Bolton recrea un set en Alaska, tan frío y oscuro como el alma del protagonista. La ambientación que envuelve los acontecimientos, sombría, cruda e implacable, es una metáfora del interior de la psique de Dexter Miles, pero desde la perspectiva del confort interior.
Relativo, pues uno se siente menos seguro imaginándose al lado del barbero, en su casa o en su propio negocio, que en el propio exterior helado. Lo cual sugiere e invita a intuir más tiniebla, frío y crudeza que las propias escenas exteriores.
Las condiciones climáticas de la época del año en la que se desarrolla la acción son esenciales, junto a los siempre reducidos espacios que define el cinematógrafo Adam Sliwinski en sus encuadres, marcando en su paleta de colores ese agudo contraste resultante de la perspectiva marcada por la ambientación. Situando a los personajes y los eventos que viven prácticamente al lado del peligro. Como si hubiéramos dejado a unas cuantas personas encerradas en un salón, con un león hambriento entre ellas.
Al tiempo que esta definición de coordenadas difunde la experiencia de los personajes a la posición del espectador, es uno de los principales elementos que condicionan., definen y justifican el rumbo de los acontecimientos que tendrán lugar ahí. Una especie de laberinto de ratas, cuya funcionalidad y relativamente buen diseño quedan patentes desde el momento en el que la inclusión de un elemento externo a este viciado ecosistema, el agente federal Crawley (Garwin Sanford), que vendrá a investigar los asesinatos cometidos, quedará atrapado dentro de la estructura, transformándose y evolucionando, acorde con esos sofocantes parámetros que nos predetermina el set.
La época Navideña añade la guinda, para avivar hasta el extremo la percepción de frialdad antisocial del homicida; ni lo que supone la celebración de tan entrañables fiestas consigue mitigar la despiadada realidad de los crímenes. Ni la abundante nieve del invierno polar podrá ocultarlos.
El punto álgido, el culmen de la tragedia es que la atmósfera representada justifica el desencadenamiento de las miserias acaecidas en el remoto y aislado páramo de Revelstoke.
Lo novedoso, diferente, creativo, único, idiosincrático..., es que en este crisol, lo maligno se teje, no a base de efectos ni despliegues de estética gótica. El horror del crimen no está explicitado en el carácter, el estilo ni el contenido; al contrario, permanece sibilinamente oculto como un ávido depredador, bajo una capa de amabilidad, simpatía y sencillez que inevitablemente, y en contra de lo que desearía el actor (no sólo el principal; no nos engañemos, todos acabarán siendo víctimas de sí mismos), fuerza el motor de estas dinámicas.
Peter Allen se lo juega todo a una sola carta en el plano diegético: para envolver esta enfermiza esencia del protagonista, utiliza «excerpts» de piezas clásicas. Un retrato del «psicópata refinado», que nos puede recordar aquellas escenas en las que el Dr.Lecter está literalmente flambeando en el «grill» pedazos de cerebro de una de sus víctimas mientras escucha música para piano. Así como villancicos, arreglados por el propio Allen, para acentuar la contradicción entre el espíritu navideño y lo que está sucediendo.
La música original extradiegética podría haber potenciado enormemente el impacto emocional de la experiencia narrativa y su tesis, pero se queda reducida prácticamente a la nada.
Por exceso de confianza en el talento y el currículo de McDowell, o simplemente porque faltaba café en el set de rodaje, Michael Bafaro se antoja detrás de la cámara como una suerte de huevón indolente, al que le da pereza incluso decir "corten"...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Es comprensible que la presencia y profesionalidad de McDowell asombrara, embobara, y hasta intimidara... pero difícil de creer sería que hasta el punto de de la inane labor de realización.
Asimismo, de la misma manera que actores como Garwin Sanford hacen un buen papel, otros como Jeremy Ratchford, no sólo percibiéndose ensombrecidos en un plano más secundario, sino además condenados por el fado que les reserva el guion, subestiman la necesidad de su igualmente esencial participación. Por no ya decir que el papel de la actriz Brenda James (Sally) llega a ser, no ya un cliché, sino una caricatura grotesca, en toda regla y todos los sentidos, de una figura femenina.
La cinta es rica en valores: la imagen de un zorro que se cuela en el corral de un puñado de cándidas gallinas que confían sus gaznates a un barbero que se debate constantemente en un discurso parecido (aunque mucho más simplificado) al debate reflexivo que podríamos destilar del «Crimen y Castigo» de Dostoyewski. El chiringuito que se monta Dexter Miles en una apacible aldea de Alaska, está a punto de convertirse en su propia trampa mortal. Con lo que debe trabajar para encontrar una manera de desviar todas las atenciones (él fácilmente podría ser señalado al ser el «forastero»), y manipular eventos, objetos y personas para centrar las miradas y las ansias colectivas de resarcimiento, por si fuera poco, en la figura del sheriff del pueblo.
El que de entrada ya intuyamos o sepamos quién es el «malo», es en sí misma la premisa de partida. No importa, pues lo interesante es cómo logra encandilarnos con sus habilidades escurridizas.
El toque de gracia no es la intención de mantener la duda sobre la identidad y/o las motivaciones del asesino. En tal caso estaríamos hablando de un simple «slasher»; si hay terror, o como mínimo algo que pone los pelos de punta y/o la carne de gallina, es el asistir, en primera persona, desde prácticamente la misma perspectiva que la del personaje principal, su habilidad para conocer, dominar y mover los hilos para sembrar el pánico e irse después de rositas. Y no de puntillas, sino con elegancia, usando la astucia para pasar desapercibido, eliminar cualquier rastro de sus pretéritas fechorías, aun a costa de más cadáveres, incluso hasta la mismísima bajada del telón, y largarse oportunamente sin dejar huellas en la nieve (cosa bastante complicada, por cierto). No sin culminar su «obra», de endosar las muertas a su chivo expiatorio, sirviéndose de la desconfianza y ambición de unos, y de la ignorancia de otros. Hecho muy bien simbolizado en la escena introductoria, en la que dos tarugos aldeanos abaten a un lince. La imagen de este animal caído nada más empezar, inocente por otro lado, cuya única falta es ser presa del depredador humano, es indiscutiblemente anticipatoria de aquella en la que veremos a las antípodas de la cinta, el cuerpo inerte y desnudo del Sheriff Corgan sobre la metálica y fría mesa del forense.
«The Barber» es un ejercicio de suspense. Un juego diabólico en el que hasta el espectador puede esbozar un amago de sonrisa al ver que el colega se sale con la suya; misión cumplida, uno de los principales objetivos del arco narrativo. Y ver que les deja a todos con un palmo de narices, provocando una malsana satisfacción.
«The Barber» parece cuestionar y subvertir el sistema tradicional de valores morales. La narrativa crea un espacio en el que las líneas entre el bien y el mal se difuminan, y donde el villano, más carismático y astuto que los personajes que representan la ley y el orden, atrae tanto o más interés y empatía que los tradicionales héroes.
El personaje de Dexter consigue que el espectador, mediante la empatía y la identificación, cruce descaradamente las líneas en un ejercicio fantasioso de saltarse lo prohibido.
Y ya no es tanto una victoria o triunfo de la película en si misma, sino del propio Mc.Dowell. No sólo en «The Barber», sino en la mayoría de las películas en las que se ha implicado.
Asimismo, de la misma manera que actores como Garwin Sanford hacen un buen papel, otros como Jeremy Ratchford, no sólo percibiéndose ensombrecidos en un plano más secundario, sino además condenados por el fado que les reserva el guion, subestiman la necesidad de su igualmente esencial participación. Por no ya decir que el papel de la actriz Brenda James (Sally) llega a ser, no ya un cliché, sino una caricatura grotesca, en toda regla y todos los sentidos, de una figura femenina.
La cinta es rica en valores: la imagen de un zorro que se cuela en el corral de un puñado de cándidas gallinas que confían sus gaznates a un barbero que se debate constantemente en un discurso parecido (aunque mucho más simplificado) al debate reflexivo que podríamos destilar del «Crimen y Castigo» de Dostoyewski. El chiringuito que se monta Dexter Miles en una apacible aldea de Alaska, está a punto de convertirse en su propia trampa mortal. Con lo que debe trabajar para encontrar una manera de desviar todas las atenciones (él fácilmente podría ser señalado al ser el «forastero»), y manipular eventos, objetos y personas para centrar las miradas y las ansias colectivas de resarcimiento, por si fuera poco, en la figura del sheriff del pueblo.
El que de entrada ya intuyamos o sepamos quién es el «malo», es en sí misma la premisa de partida. No importa, pues lo interesante es cómo logra encandilarnos con sus habilidades escurridizas.
El toque de gracia no es la intención de mantener la duda sobre la identidad y/o las motivaciones del asesino. En tal caso estaríamos hablando de un simple «slasher»; si hay terror, o como mínimo algo que pone los pelos de punta y/o la carne de gallina, es el asistir, en primera persona, desde prácticamente la misma perspectiva que la del personaje principal, su habilidad para conocer, dominar y mover los hilos para sembrar el pánico e irse después de rositas. Y no de puntillas, sino con elegancia, usando la astucia para pasar desapercibido, eliminar cualquier rastro de sus pretéritas fechorías, aun a costa de más cadáveres, incluso hasta la mismísima bajada del telón, y largarse oportunamente sin dejar huellas en la nieve (cosa bastante complicada, por cierto). No sin culminar su «obra», de endosar las muertas a su chivo expiatorio, sirviéndose de la desconfianza y ambición de unos, y de la ignorancia de otros. Hecho muy bien simbolizado en la escena introductoria, en la que dos tarugos aldeanos abaten a un lince. La imagen de este animal caído nada más empezar, inocente por otro lado, cuya única falta es ser presa del depredador humano, es indiscutiblemente anticipatoria de aquella en la que veremos a las antípodas de la cinta, el cuerpo inerte y desnudo del Sheriff Corgan sobre la metálica y fría mesa del forense.
«The Barber» es un ejercicio de suspense. Un juego diabólico en el que hasta el espectador puede esbozar un amago de sonrisa al ver que el colega se sale con la suya; misión cumplida, uno de los principales objetivos del arco narrativo. Y ver que les deja a todos con un palmo de narices, provocando una malsana satisfacción.
«The Barber» parece cuestionar y subvertir el sistema tradicional de valores morales. La narrativa crea un espacio en el que las líneas entre el bien y el mal se difuminan, y donde el villano, más carismático y astuto que los personajes que representan la ley y el orden, atrae tanto o más interés y empatía que los tradicionales héroes.
El personaje de Dexter consigue que el espectador, mediante la empatía y la identificación, cruce descaradamente las líneas en un ejercicio fantasioso de saltarse lo prohibido.
Y ya no es tanto una victoria o triunfo de la película en si misma, sino del propio Mc.Dowell. No sólo en «The Barber», sino en la mayoría de las películas en las que se ha implicado.