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Voto de Jordirozsa:
7
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Terror. Thriller
"Mirrors 2" nos cuenta como Max consigue un trabajo de guardia de seguridad por la noche en el almacén de su padre donde empezará a tener visiones de una joven mujer en los espejos. Max no está seguro de si las imágenes son reales o son visiones que forman parte de su rehabilitación y la medicación que toma, pero cuando empiezan a aparecer los cadáveres y es señalado como sospechoso, tendrá que averiguar la conexión que hay con la chica ... [+]
19 de febrero de 2022
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Fox decidió tirar adelante con la secuela de Mirrors, y de 35 millonacos que le echaron a la primera, ésta se quedó con 4 y gracias, para ser lanzada directamente al “deuvedé”. No fuese caso que no chutara en las salas de cine, y quizás quisieron curarse en salud. No sabremos nunca cuál habría sido el resultado, pero después del estruendo (no todo lo portentoso que hubieran deseado los productores), y valga la redundancia, de la que en 2008 protagonizara Kiefer Shutherland, se optó por algo más discretillo que, en mi opinión, sí que habría gustado por su mayor comedimiento y sobriedad.
El caso es que se decidió dejar al mítico Bauer detrás, al otro lado del espejo, para seguir aquí por otros derroteros, y elaborar algo menos pretencioso, sin tanto condimento ni parefernalia, e incluso con algún toque de socarronería sádica que, en algunos puntos nos despierta un amago de mueca cercana a la risa.
El catalán Víctor García, que en su día se agarró a las faldas de su ídolo, el especialista de efectos especiales Stan Winston, fue a ver si se hacía un huequecillo en la Gran Churrería del Cine (pocas luces si pretendía hacer producción auténtica de autor en un lugar donde los que mandan son los mortadelos, y los directores novicios no tienen mucho más margen que un botones del Hilton), y después de varias cintas finalmente desechadas para las que había sido candidato a la dirección, y de algún que otro guión de terror que fue también directo a los videoclubs y las plataformas digitales, consiguió este encargo, del que da buena cuenta sin que sea algo que la posteridad tenga en uno de sus más lucidos pedestales.
A pesar de ser una cinta modesta, sin transcendencia ninguna incluso dentro del género del terror, el barcelonés consiguió sacar algo mínimamente digno, que incluso hace de más buen ver que su original, ya que no satura tanto de efecto especial ni de esa rimbombancia artificiosa con la que se presentó la primera Mirrors.
Parte de una idea argumental mucho más sencilla, y sobre ella tira de “slasher” y dosificada casqueria, que cambia los cuchillos y otros artefactos ya sobados en el terror, por los cristales (de espejos o no) que despachan a las víctimas de formas algo más originales y divertidas. Tenemos pues, algo más de sangre, pero no mucha. Pues creo que hasta ahí redujeron presupuesto (para el resultado de “Mirrors”, 2008, pronto se dieron cuenta de que no hubiera hecho tanto derroche, en todos los sentidos).
Lo único que claramente conserva de la matriz, es que la acción y todo lo demás se desarrolla con los mismos grandes almacenes, que representa que un grupo de magnates reconstruye, restaura y vuelve a poner en marcha. Y uno de sus socios mete ahí a su hijo de guarda para que el chaval empiece a tirar adelante después de haber pasado una época que no se puede decir buena.
Ese será otro nexo en comunión: el personaje principal (encarnado por Nick Stahl, no tan “cari”smático como el Shutherland, pero más “cari”lindo, aunque tuvieron que esmerarse en maquillaje y peluquería para que un individuo de 30 años pareciera un post adolescente de 19-20): en ambas películas se necesita ese perfil de varón un tanto desquiciado, porque si no, parece que no se tienen los “poderes” suficientes para ser privilegiado testigo (o testigo de cargo) de las fechorías de uno o más espejos.
Así que nos aderezan al principal con esta guisa de perdedor existencial, con trazas depresivas, que obviamente el chiquillo de marras no acaba de interpretar con el debido convencimiento (quizá porque se le subió demasiado a la cabeza, en su día, lo de trabajar con el “Suatsenaguer” en Terminator 3).
La sección técnica cumple de manera irregular, siendo el apartado de los efectos especiales la parte que más flojea. No sólo es aquello en lo que más se recorta en el sentido pecuniario de la palabra, sino que el equipo coordinado por Neil Stockstill no se esmera en lucirse demasiado en ningún aspecto: desde el “make up” hasta lo digital. Pero por lo visto, la relevancia que tomaban estos artificios en la primera, en “Mirrors 2” ni por asomo. A parte que el guión no busca tanto el crear espanto o miedo en la recreación explícita de espectros, sinó en la mayor cuota de meundos que gasta a costa de ir cargándose a los personajes de la empresa, que no son trigo limpio.
La fotografia de Lorenzo Sanatore se mantiene dentro de los límites de lo decente, aunque sin buscar la excelencia, que digamos. Durante el metraje nos tiene en planos y secuencias nocturnos, o en espacios casi siempre con luz artificial. En pocas secuencias, como en una de las charlas de Max (Stahl) con Elisabeth (Emmanuelle Vagier), quien busca a su amiga desaparecida, nos podemos tomar el respiro de la luz natural solar: de especial belleza es la mezcla difusa de tonos verdes en la conversación que los dos jóvenes tienen paseando por un parque.
La música de Frederick Wiedmann es de lo mejor del aparato narrativo de la película: curioso que entre la salvaje merma de fondos para la cinta, la partitura de la banda sonora resultase indemne, de modo que podamos gozar todavía de una partitura sinfónica, que nada le tiene que envidiar a la que Javier Naverrete compuso para la “Mirrors” original.
El “score” dignifica con una profesionalidad indiscutible, una historia que, sin el apropiado pentagrama, habría resultado de un convencionalismo mediocre, de telefilme de fin de semana para aburridas tardes familiares de sofá. Y tampoco se echa de menos ese tema basado en el “Asturias” de Isaac Albéniz sobre el que el compositor de la original se revolcó en variaciones y regodeos.
Wiedmann, a falta de originalidad temática, explota los recursos de la orquesta, con injertos de tímbrica electrónica, que ayudan a que el ritmo del script no se quede rezagado en ningún momento. Si la cinta serva un grado de calidad, pues, ese se debe a las notas del trabajo musical, muy bién logrado.
El caso es que se decidió dejar al mítico Bauer detrás, al otro lado del espejo, para seguir aquí por otros derroteros, y elaborar algo menos pretencioso, sin tanto condimento ni parefernalia, e incluso con algún toque de socarronería sádica que, en algunos puntos nos despierta un amago de mueca cercana a la risa.
El catalán Víctor García, que en su día se agarró a las faldas de su ídolo, el especialista de efectos especiales Stan Winston, fue a ver si se hacía un huequecillo en la Gran Churrería del Cine (pocas luces si pretendía hacer producción auténtica de autor en un lugar donde los que mandan son los mortadelos, y los directores novicios no tienen mucho más margen que un botones del Hilton), y después de varias cintas finalmente desechadas para las que había sido candidato a la dirección, y de algún que otro guión de terror que fue también directo a los videoclubs y las plataformas digitales, consiguió este encargo, del que da buena cuenta sin que sea algo que la posteridad tenga en uno de sus más lucidos pedestales.
A pesar de ser una cinta modesta, sin transcendencia ninguna incluso dentro del género del terror, el barcelonés consiguió sacar algo mínimamente digno, que incluso hace de más buen ver que su original, ya que no satura tanto de efecto especial ni de esa rimbombancia artificiosa con la que se presentó la primera Mirrors.
Parte de una idea argumental mucho más sencilla, y sobre ella tira de “slasher” y dosificada casqueria, que cambia los cuchillos y otros artefactos ya sobados en el terror, por los cristales (de espejos o no) que despachan a las víctimas de formas algo más originales y divertidas. Tenemos pues, algo más de sangre, pero no mucha. Pues creo que hasta ahí redujeron presupuesto (para el resultado de “Mirrors”, 2008, pronto se dieron cuenta de que no hubiera hecho tanto derroche, en todos los sentidos).
Lo único que claramente conserva de la matriz, es que la acción y todo lo demás se desarrolla con los mismos grandes almacenes, que representa que un grupo de magnates reconstruye, restaura y vuelve a poner en marcha. Y uno de sus socios mete ahí a su hijo de guarda para que el chaval empiece a tirar adelante después de haber pasado una época que no se puede decir buena.
Ese será otro nexo en comunión: el personaje principal (encarnado por Nick Stahl, no tan “cari”smático como el Shutherland, pero más “cari”lindo, aunque tuvieron que esmerarse en maquillaje y peluquería para que un individuo de 30 años pareciera un post adolescente de 19-20): en ambas películas se necesita ese perfil de varón un tanto desquiciado, porque si no, parece que no se tienen los “poderes” suficientes para ser privilegiado testigo (o testigo de cargo) de las fechorías de uno o más espejos.
Así que nos aderezan al principal con esta guisa de perdedor existencial, con trazas depresivas, que obviamente el chiquillo de marras no acaba de interpretar con el debido convencimiento (quizá porque se le subió demasiado a la cabeza, en su día, lo de trabajar con el “Suatsenaguer” en Terminator 3).
La sección técnica cumple de manera irregular, siendo el apartado de los efectos especiales la parte que más flojea. No sólo es aquello en lo que más se recorta en el sentido pecuniario de la palabra, sino que el equipo coordinado por Neil Stockstill no se esmera en lucirse demasiado en ningún aspecto: desde el “make up” hasta lo digital. Pero por lo visto, la relevancia que tomaban estos artificios en la primera, en “Mirrors 2” ni por asomo. A parte que el guión no busca tanto el crear espanto o miedo en la recreación explícita de espectros, sinó en la mayor cuota de meundos que gasta a costa de ir cargándose a los personajes de la empresa, que no son trigo limpio.
La fotografia de Lorenzo Sanatore se mantiene dentro de los límites de lo decente, aunque sin buscar la excelencia, que digamos. Durante el metraje nos tiene en planos y secuencias nocturnos, o en espacios casi siempre con luz artificial. En pocas secuencias, como en una de las charlas de Max (Stahl) con Elisabeth (Emmanuelle Vagier), quien busca a su amiga desaparecida, nos podemos tomar el respiro de la luz natural solar: de especial belleza es la mezcla difusa de tonos verdes en la conversación que los dos jóvenes tienen paseando por un parque.
La música de Frederick Wiedmann es de lo mejor del aparato narrativo de la película: curioso que entre la salvaje merma de fondos para la cinta, la partitura de la banda sonora resultase indemne, de modo que podamos gozar todavía de una partitura sinfónica, que nada le tiene que envidiar a la que Javier Naverrete compuso para la “Mirrors” original.
El “score” dignifica con una profesionalidad indiscutible, una historia que, sin el apropiado pentagrama, habría resultado de un convencionalismo mediocre, de telefilme de fin de semana para aburridas tardes familiares de sofá. Y tampoco se echa de menos ese tema basado en el “Asturias” de Isaac Albéniz sobre el que el compositor de la original se revolcó en variaciones y regodeos.
Wiedmann, a falta de originalidad temática, explota los recursos de la orquesta, con injertos de tímbrica electrónica, que ayudan a que el ritmo del script no se quede rezagado en ningún momento. Si la cinta serva un grado de calidad, pues, ese se debe a las notas del trabajo musical, muy bién logrado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
El script no esconde sorpresas raras. Desarrolla el argumento fácil de una historia que al poco de andar ya se intuye claro y diáfano; más que los traidores reflejos de los espejos que harán de las suyas con el equipo de socios del “Mayflower”, sin que al principio sepamos demasiado con certeza porqué a los malditos cristales les da por cebarse con los empresarios; hasta que sin demasiadas dificultades, y sobretodo por la aparición de la despampanante Vaugier, morenaza irresistible, ya entendemos claramente que se trata del espíritu vengativo de una empleada que fue asesinada y violada por uno de los jefes (con el silencio cómplice de los otros), que irá cobrándose su desquite con macabra resolución. Dejando un reguero de cadáveres que hará que un par de sabuesos del cuerpo de policías (dos personajes chapuceramente cómicos que rebajan el caché de la cinta, a mi modo de ver) pongan el dedo en el ojo de nuestro protagonista, Nick Stahl.
No es que sea uno de sus trabajos más espléndidos: en Kalamity (2010), o en Bully (2001), un par de lustros antes, dio más el pego con su talento (será casualidad que el fotograma insígnia de esta última sea la imagen de Stahl completamente desnudo ante un espejo); y aunque en “Mirrors 2” no pierde su encanto natural (o polvete, como diríamos en un registro más chabacano), su presencia muestra un aire más decadente, que si no buscado para la ocasión, es la edad que empieza a sacarle de aquél atractivo juvenil que exhibiera de más jovenzuelo.
A parte de él, el resto de personajes se menean como satélites; comparsas como los maniquíes de esos grandes almacenes en los que el muchacho hace como un raro maestro de ceremonias, en su papel de vigilante nocturno, sustituto del que al principio acaba desgraciándose el rostro comiendo cristales, funesta carta de presentación de la sañuda alma que busca resarcirse del crimen del que fue víctima en su día.
Es curioso como en esta película, el espejo en sí mismo no es el sujeto generador del pánico en su esencia; es tan solo un medium a través del cuál la historia usa un instrumento para infligir el hado justiciero sobre unos sinvergüenzas que abusaron de su poder sobre una pobre inocente. Al final, lo que se aplica es cuento con moraleja: los malos pagan por sus fechorías. Y que la máquina ejecutora sea ese monumental espejo colocado en un lugar prominente del “grand magasin”, como si de una guillotina en una plaza pública del París decimonónico se tratara, no deja de entrañar una simbología curiosa. Con la diferencia de que en vez de una cuchilla, tenemos la imagen tétrica de una alma sedienta de justícia, que se lleva al malo al otro lado del espejo, y allí sabemos que lo despacha por el salpique de sangre que empaña el vidrio. Pero si por alguna casualidad no nos quedaba claro ese paralelismo, genial es la secuencia de una de los socios de la empresa, decapitada brutalmente por el cristal de la mampara de su ducha.
Aunque secundario, de agradecer es la aparición de William Katt, que encarna a Jack Mathesson, padre del joven Max, y mandamás de la empresa, a quien su hijo salva de las intenciones asesinas del espejo, de autolesionarse él mismo con un cortapizzas.
En la línea del que le hizo famoso, el “Superhéroe Americano”, que nos entretuvo las tardes de verano en la tv1 hace ya décadas, y al que vimos reaparecer como Paul Drake Jr. en la reposición de la serie “Perry Mason” de finales de los 80, Katt no decepciona con ese ligero e indeleble tinte de humor que sólo su presencia aporta. Quizás es que sus antecedentes no le permiten desprenderse de esa faceta bufa con la que le vimos en otras producciones.
“Mirrors 2” es un trabajo que con mucha menos aparatosidad que su predecesora, logra un parejo resultado y, de la mano de Víctor García, con sobrada sencillez y elegancia, dentro claro está, del corsé de la productora, que claramente iba a cubrir ganancias, y a sacar cuatro perras con el mínimo coste posible.
No es que sea uno de sus trabajos más espléndidos: en Kalamity (2010), o en Bully (2001), un par de lustros antes, dio más el pego con su talento (será casualidad que el fotograma insígnia de esta última sea la imagen de Stahl completamente desnudo ante un espejo); y aunque en “Mirrors 2” no pierde su encanto natural (o polvete, como diríamos en un registro más chabacano), su presencia muestra un aire más decadente, que si no buscado para la ocasión, es la edad que empieza a sacarle de aquél atractivo juvenil que exhibiera de más jovenzuelo.
A parte de él, el resto de personajes se menean como satélites; comparsas como los maniquíes de esos grandes almacenes en los que el muchacho hace como un raro maestro de ceremonias, en su papel de vigilante nocturno, sustituto del que al principio acaba desgraciándose el rostro comiendo cristales, funesta carta de presentación de la sañuda alma que busca resarcirse del crimen del que fue víctima en su día.
Es curioso como en esta película, el espejo en sí mismo no es el sujeto generador del pánico en su esencia; es tan solo un medium a través del cuál la historia usa un instrumento para infligir el hado justiciero sobre unos sinvergüenzas que abusaron de su poder sobre una pobre inocente. Al final, lo que se aplica es cuento con moraleja: los malos pagan por sus fechorías. Y que la máquina ejecutora sea ese monumental espejo colocado en un lugar prominente del “grand magasin”, como si de una guillotina en una plaza pública del París decimonónico se tratara, no deja de entrañar una simbología curiosa. Con la diferencia de que en vez de una cuchilla, tenemos la imagen tétrica de una alma sedienta de justícia, que se lleva al malo al otro lado del espejo, y allí sabemos que lo despacha por el salpique de sangre que empaña el vidrio. Pero si por alguna casualidad no nos quedaba claro ese paralelismo, genial es la secuencia de una de los socios de la empresa, decapitada brutalmente por el cristal de la mampara de su ducha.
Aunque secundario, de agradecer es la aparición de William Katt, que encarna a Jack Mathesson, padre del joven Max, y mandamás de la empresa, a quien su hijo salva de las intenciones asesinas del espejo, de autolesionarse él mismo con un cortapizzas.
En la línea del que le hizo famoso, el “Superhéroe Americano”, que nos entretuvo las tardes de verano en la tv1 hace ya décadas, y al que vimos reaparecer como Paul Drake Jr. en la reposición de la serie “Perry Mason” de finales de los 80, Katt no decepciona con ese ligero e indeleble tinte de humor que sólo su presencia aporta. Quizás es que sus antecedentes no le permiten desprenderse de esa faceta bufa con la que le vimos en otras producciones.
“Mirrors 2” es un trabajo que con mucha menos aparatosidad que su predecesora, logra un parejo resultado y, de la mano de Víctor García, con sobrada sencillez y elegancia, dentro claro está, del corsé de la productora, que claramente iba a cubrir ganancias, y a sacar cuatro perras con el mínimo coste posible.