No todos los autores son ya reconocibles en sus primeras obras. Para forjar un lenguaje propio, la mayoría han necesitado abundante rodaje (y más si el autor es un cineasta, claro).

Para su primer largometraje, el joven Francis Ford Coppola prepara una estética que es mezcla entre Henry James y el Túnel del Terror. Sin escatimar, despliega a fondo elementos tenebrosos: un paseo en medio de la noche oscura, en barca sobre aguas negras, lo es a más no poder. Por si fuera poco, se añade el sonido metálico de un transistor, y un infarto que desata un caudal de acontecimientos, desde luego siniestros, tejidos según recetario clásico: herencia cuantiosa, clan familiar con castillo irlandés, armarios con esqueleto, conspiraciones para enloquecerse unos a otros, habitaciones secretas, muñecas vudú, asesinos sin rostro, falsos culpables y cadáveres incorruptos…, un mundo tétrico, presentado con ritmo desigual, en trama enrevesada por flashbacks que la narran un tanto confusamente .

Por ahorro presupuestario, el productor Corman despachaba películas a pares, exprimiendo los contratos de los actores, que trabajaban en una, y de paso en otra.
“Dementia 13” se rodó en un hueco de diez días que aprovechó Coppola en Dublín, a primera versión, sin margen para virguerías, con rango de serie Z.
Dadas las condiciones, hay que apreciar la capacidad de síntesis visual cuajada por el debutante en algunas escenas, en especial las primeras. Y lo firme del ejercicio de aprendizaje, de originalidad escasa pero resultado funcional.

El film no tuvo el menor éxito (el “New York Times” dedicó unas líneas sardónicas a su baja calidad técnica), pero lo importante era haber dado el primer paso, haber empezado a foguearse, que ya vendrían oportunidades mayores.