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Voto de Jark Prongo:
8
4.3
61
Comedia
Drácula no está pasando una buena época. Los años ya no pasan en balde, tiene problemas de salud, económicos, e incluso ahora su propio castillo queda abierto al público excursionista, negándole así la calidad y el descanso diurno que este personaje se merece. (FILMAFFINITY)
22 de enero de 2018
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En una de las brillantísimas canciones de Hora De Aventuras Marceline (la sexy vampira) justificaba con un certero ”no me juzguéis, tengo mil años y mi código moral se ha quedado anticuado” el que se la tachara de terrible e irracional poco antes en la canción. Ese sucinto resumen de una de las principales claves que rigen el mundo de los vampiros -y que a la vez menos se han tenido en cuenta en las innumerables ficciones que han protagonizado- es en gran medida lo que vertebra Tiempos Duros Para Drácula, una insólita coproducción hispano argentina que resulta extrañísima por cómo se desenvuelve dentro de un terreno ambiguo, pues en apariencia es una comedia a lo Mel Brooks cuando en realidad resulta ser un dramón bastante importante.
De hecho –y pese a las abismales distancias para con la obra maestra de Billy Wilder- tiene más parecido con La Vida Secreta De Sherlock Holmes que con El Jovencito Frankenstein o cualquier otra parodia al uso. Y eso es porque ambas usan el eficaz mecanismo de la desmitificación de un personaje de ficción ya mitificado a través de la exhibición de sus miserias para conseguir con dicha maniobra humanizar a la creación ficticia. Si en la obra de Wilder Watson había de esconderle la droja a Sherlock sólo para terminar dejándole tirar de ella para paliar el duro varapalo emocional que se llevaba al final, aquí lo primero que se oye en todo el film es a Drácula pedir una transfusión de sangre a un desconocido en medio de la noche. Que hace mucha risa, sí, pero que con ese final que se gasta la peli, igual ya menos: el deseo de un excluido por no quedar totalmente al margen de la sociedad contemporánea y los esfuerzos que hace para ello -luchando incluso contra su propia fisiología- terminarán
por llevarle a un manicomio. O lo que es lo mismo, apartado ya del todo y sin posibilidad de levantar dicha exclusión.
Aquí Drácula viene dado en lo físico por José Lifante representando esa imagen ya casi arquetípica del Conde -al menos a finales de los años setenta en Occidente- en la que más que pensar en un grabado de un noble
amanerado de hace siglos la gente ya asocia directamente al sorbeglóbulos con Christopher Lee. Es un Drácula que cuentas sus cosis en retrospectiva en un diván a un psicoanalista, que no falte nunca esa presencia en una película medio argentina. Para entender sus circunstancias no basta sólo plantearse en que en cuatro décadas -o ni siquiera la mitad de tiempo- a cualquiera de vosotros os resultará incomprensible la música que escuchan los jóvenes, intolerables las pintas que llevan e ininteligibles los emojis que se mandan. No. Eso ya lo permitía vislumbrar Bram Stoker en su magnífica novela, si bien en aras de resaltar la paradoja de cuán solitario estaba Drácula pese a las mejoras en las posibilidades de comunicación y transporte. Aquí Jorge Darnell introduce los cambios paradigmáticos en las costumbres y éticas de un siglo tan propicio para ellos como fue el XX, de tal manera que Drácula sufre no sólo la ruptura connatural a ser otro tipo de ente, sino que a ella se le suma la propia a quien pretende integrarse, a quien hace por ser un ciudadano de su tiempo, y con ello no puede conseguir otra cosa que marginarse y alejarse conforme lo intenta. Ya sea porque es de natural patoso o porque cuando vives siglos te es imposible reciclarte y adaptarte de continuo, máxime si estás inmerso en una contemporaneidad en la que las costumbres, la moda y la moral, lejos de mantenerse inamovibles durante décadas, más que variar a menudo parece que algún hijo de puta les aplica la obsolescencia programada a cada instante. Y en esas está Drácula aquí, siempre tarde, siempre mal, siempre haciendo el ridi, siempre cagándose en no poder ni cagarse en su puta sombra, pues ni siquiera la proyecta.
De hecho –y pese a las abismales distancias para con la obra maestra de Billy Wilder- tiene más parecido con La Vida Secreta De Sherlock Holmes que con El Jovencito Frankenstein o cualquier otra parodia al uso. Y eso es porque ambas usan el eficaz mecanismo de la desmitificación de un personaje de ficción ya mitificado a través de la exhibición de sus miserias para conseguir con dicha maniobra humanizar a la creación ficticia. Si en la obra de Wilder Watson había de esconderle la droja a Sherlock sólo para terminar dejándole tirar de ella para paliar el duro varapalo emocional que se llevaba al final, aquí lo primero que se oye en todo el film es a Drácula pedir una transfusión de sangre a un desconocido en medio de la noche. Que hace mucha risa, sí, pero que con ese final que se gasta la peli, igual ya menos: el deseo de un excluido por no quedar totalmente al margen de la sociedad contemporánea y los esfuerzos que hace para ello -luchando incluso contra su propia fisiología- terminarán
por llevarle a un manicomio. O lo que es lo mismo, apartado ya del todo y sin posibilidad de levantar dicha exclusión.
Aquí Drácula viene dado en lo físico por José Lifante representando esa imagen ya casi arquetípica del Conde -al menos a finales de los años setenta en Occidente- en la que más que pensar en un grabado de un noble
amanerado de hace siglos la gente ya asocia directamente al sorbeglóbulos con Christopher Lee. Es un Drácula que cuentas sus cosis en retrospectiva en un diván a un psicoanalista, que no falte nunca esa presencia en una película medio argentina. Para entender sus circunstancias no basta sólo plantearse en que en cuatro décadas -o ni siquiera la mitad de tiempo- a cualquiera de vosotros os resultará incomprensible la música que escuchan los jóvenes, intolerables las pintas que llevan e ininteligibles los emojis que se mandan. No. Eso ya lo permitía vislumbrar Bram Stoker en su magnífica novela, si bien en aras de resaltar la paradoja de cuán solitario estaba Drácula pese a las mejoras en las posibilidades de comunicación y transporte. Aquí Jorge Darnell introduce los cambios paradigmáticos en las costumbres y éticas de un siglo tan propicio para ellos como fue el XX, de tal manera que Drácula sufre no sólo la ruptura connatural a ser otro tipo de ente, sino que a ella se le suma la propia a quien pretende integrarse, a quien hace por ser un ciudadano de su tiempo, y con ello no puede conseguir otra cosa que marginarse y alejarse conforme lo intenta. Ya sea porque es de natural patoso o porque cuando vives siglos te es imposible reciclarte y adaptarte de continuo, máxime si estás inmerso en una contemporaneidad en la que las costumbres, la moda y la moral, lejos de mantenerse inamovibles durante décadas, más que variar a menudo parece que algún hijo de puta les aplica la obsolescencia programada a cada instante. Y en esas está Drácula aquí, siempre tarde, siempre mal, siempre haciendo el ridi, siempre cagándose en no poder ni cagarse en su puta sombra, pues ni siquiera la proyecta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Empero, es otro pequeño detalle el que hace a Tiempos Duros Para Drácula única (salvo por esa excepción reciente que fue la gran Lo Que Hacemos En Las Sombras de Taika Cohen y la ya algo más antigua Blade, donde los vampiros ya no es que se adaptasen al zeitgeist de la contemporaneidad, es que eran arquitectos, entrepreneurs y trend-setters de ello, lo moldeaban y vendían a su antojo) en el cine vampírico; consiste en cómo muestra la decadencia de clase del protagonista, ya el último de su linaje y en bancarrota. Forzado a exhibir su castillo a turistas y curiosos para hacer frente a las cuantiosas deudas que acumula, la sensación que se tiene es muy similar a la que se experimenta al ver a la familia de los Leguineche en la Trilogía Nacional de Berlanga:
seres incapaces de entender qué es vivir a la cuarta pregunta o el por qué de la lucha sindical, y que de lo que antaño fuera un imperio les queda exclusivamente una serie de activos barrocos cuyo IBI no pueden sufragar ni con el trato de favor que siempre se les procura a las clases altas. Tanto es así que a Drácula sólo le falta soltar un ”Sayonara Guapa” sobre la voz iterativa de ”ai introdús llú Marqués de Leguineche an son, end of de saga” a la manera de Luis Escobar al finalizar Patrimonio Nacional. Y Drácula aquí también es fin de saga, por lo que en otro giro interpretativo sus torpes intentos de ayunte con las mujeres pueden dar una perspectiva tangencial a Virgen A
Los 40 al film. Porque aquí el amic no ha visto un chocho en sus dos siglos de vida, ojo con eso, que ni un vasco en los noventa.
Además, y como es costumbre en la comedia de genios del nivel de los ZAZ, Tiempos Duros Para Drácula regala genialidades de esas que sólo pueden venir del género que no tiene ínfulas ni ganas de trascendencia alguna. A mitad del metraje -y ejerciendo Drácula III de narrador cuasi omnisciente en primera persona- se pone a contar una avanzadilla nocturna y en esas que su interlocutor, el psicoanalista, le corrige que qué dice de dos colmillos, si ya sólo teníauno a esas alturas de la turra que le está soltando. La cinta rebobina al son de la corrección que hace de buena gana el narrador intradiegético, locurón maravilloso de quedarse uno a cuadros al verlo. Y en la forma, y casi seguro que gracias al excepcional hacer del gran Teo Escamilla en la fotografía, las ensoñaciones de Drácula feliche con mujeres que nunca poseerá o triste –y premonitorias del final- en salas blancas rollo manicomio mientras se ve a su doppelganger malo atacando a desconocidos son casi próximas al cine de Resnais
o Robbé-Grillet, mientras que el momento metacinematográfico donde al ver una película de chupacuellos –la cual parece obra de Jean Rollin por los encuadres y exteriores de castillos usados- se emociona e identifica con el arquetipo del vampiro que se manejaba desde que las producciones de la Hammer cuajaran es brillante tanto en
cuanto enfrenta a una terapia de choque al personaje con lo que se supone debe ser y ha decido negar. Un conflicto en forma de reflexión inversa sobre los mecanismos de la identificación de los espectadores con el héroe: Drácula ha de identificarse consigo mismo, con el malo que se decanta por ser el mito del mal que es; el conflicto, tras una larga cavilación de Drácula enfrentado a lo que le muestra la película que debe ser y lo que sabe él que viene siendo, se zanja de forma impecable: para cuando se ha decido ya a morder a su joven y apetecible compañera de butaca en el cine resulta que hacía rato que una vieja se había sentado en su lugar. Y Drácula se espanta, claro. Porque una anciana da grima, sí, pero el concepto de envejecer acojona todavía más, tanto si
lo sufres en tus carnes como si te lo exponen así rapidico.
seres incapaces de entender qué es vivir a la cuarta pregunta o el por qué de la lucha sindical, y que de lo que antaño fuera un imperio les queda exclusivamente una serie de activos barrocos cuyo IBI no pueden sufragar ni con el trato de favor que siempre se les procura a las clases altas. Tanto es así que a Drácula sólo le falta soltar un ”Sayonara Guapa” sobre la voz iterativa de ”ai introdús llú Marqués de Leguineche an son, end of de saga” a la manera de Luis Escobar al finalizar Patrimonio Nacional. Y Drácula aquí también es fin de saga, por lo que en otro giro interpretativo sus torpes intentos de ayunte con las mujeres pueden dar una perspectiva tangencial a Virgen A
Los 40 al film. Porque aquí el amic no ha visto un chocho en sus dos siglos de vida, ojo con eso, que ni un vasco en los noventa.
Además, y como es costumbre en la comedia de genios del nivel de los ZAZ, Tiempos Duros Para Drácula regala genialidades de esas que sólo pueden venir del género que no tiene ínfulas ni ganas de trascendencia alguna. A mitad del metraje -y ejerciendo Drácula III de narrador cuasi omnisciente en primera persona- se pone a contar una avanzadilla nocturna y en esas que su interlocutor, el psicoanalista, le corrige que qué dice de dos colmillos, si ya sólo teníauno a esas alturas de la turra que le está soltando. La cinta rebobina al son de la corrección que hace de buena gana el narrador intradiegético, locurón maravilloso de quedarse uno a cuadros al verlo. Y en la forma, y casi seguro que gracias al excepcional hacer del gran Teo Escamilla en la fotografía, las ensoñaciones de Drácula feliche con mujeres que nunca poseerá o triste –y premonitorias del final- en salas blancas rollo manicomio mientras se ve a su doppelganger malo atacando a desconocidos son casi próximas al cine de Resnais
o Robbé-Grillet, mientras que el momento metacinematográfico donde al ver una película de chupacuellos –la cual parece obra de Jean Rollin por los encuadres y exteriores de castillos usados- se emociona e identifica con el arquetipo del vampiro que se manejaba desde que las producciones de la Hammer cuajaran es brillante tanto en
cuanto enfrenta a una terapia de choque al personaje con lo que se supone debe ser y ha decido negar. Un conflicto en forma de reflexión inversa sobre los mecanismos de la identificación de los espectadores con el héroe: Drácula ha de identificarse consigo mismo, con el malo que se decanta por ser el mito del mal que es; el conflicto, tras una larga cavilación de Drácula enfrentado a lo que le muestra la película que debe ser y lo que sabe él que viene siendo, se zanja de forma impecable: para cuando se ha decido ya a morder a su joven y apetecible compañera de butaca en el cine resulta que hacía rato que una vieja se había sentado en su lugar. Y Drácula se espanta, claro. Porque una anciana da grima, sí, pero el concepto de envejecer acojona todavía más, tanto si
lo sufres en tus carnes como si te lo exponen así rapidico.