¡Sí, sí, sí! ¡Por fin conseguí verla! Siempre iba tras esta película. Un amante como yo de las películas navideñas no podía pasar sin esta joya. ¡Y cómo la he disfrutado! Lo tiene todo: Magnífica dirección de Sandrich, soberbio libreto de Irving Berlin, diálogos ingeniosos y trepidantes, puesta en escena maravillosa e insuperable. Sigamos. ¡Qué bailes! ¡Qué grande eres, Fred! ¡Y Marjorie, y Virginia! El número musical del comienzo y final de la cinta, el elegante y exquisito baile de San Valentín, el romántico paseo en calesa, Astaire y los petardos. ¿Qué más? Ah, el humor. La formidable elipsis de Crosby en la granja, Astaire como una cuba esquivando tortazos, la peluca revuelta de Crosby mientras evita los besos.
Pero, para el cinéfilo navideño esta película es el sumun. A todo lo anterior se le añade: Mucha nieve, mucho árbol de Navidad, muchas sonido de campanillas, mucho lirismo, melancolía, alegría, romanticismo, recuerdos, paisajes blancos, tejados nevados y... "Holiday Inn". No es solo una casa. ¡No! Es una posada (que dulce y evocadora palabra). Y es... un mundo. El mundo en el que quisiera vivir. Lleno de sueños, magia, bailes, alegría, música, delicadeza, elegancia y... White Christmas. Llega el momento del reposo, de la serenidad, de la ternura; del amor extendiéndose, posándose en cada resquicio del saloncito. La chimenea encendida, la pipa entre los labios, las ventanas amparando de la noche fría y lluviosa, la mujer amada. Crosby se acerca con suavidad al piano. Parece que flota. Toma asiento y entona White Christmas. Y nuestros corazones tiemblan, los ojos se humedecen, los recuerdos fluyen, los sentimientos se contraponen. Pero, lo que es seguro, es que nuestros ojos no pueden desviar su mirada del saloncito de ese mágico lugar llamado "Holiday Inn". Nuestra mente, tal vez, sí salga de allí. Pero para fijar eternamente en su memoria aquella posada nevada donde se baila, se ríe y se canta. Y, sobre todo, donde nuestros sueños se hacen realidad.