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Voto de Natxo Borràs:
8
Drama Andreas (Rutger Hauer) es un vagabundo más de los muchos que viven bajo los puentes de París. Cuando recibe de un desconocido la suma de doscientos francos, con la única condición de devolverlos como ofrenda a la imagen de una santa, emprende un peregrinaje de carácter fundamentalmente espiritual para ser digno del favor recibido. Fábula sobre la redención y la dignidad personal. (FILMAFFINITY)
19 de diciembre de 2009
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adaptación de una novela del escritor austríaco Joseph Roth (autor de “Der Antichristh”, crítica magnánima contra cualquier forma de idealismo y materialismo) que se ampara por ser una intensa reflexión sobre la culpa, el arrepentimiento y la redención. Andreas (Rutger Hauer, en un papel fuera de lo usual en sus roles de villano de cine de acción) es un inmigrante sin papeles que duerme bajo los puentes de un París anónimo y silencioso como las tardes y noches que lo acogen en sus bares dónde no interrumpe su afición a la bebida del vino, sangre de su existencia monótona y miserable. La repentina llegada de un hombre (Anthony Quayle) que le suplica, ofreciéndole doscientos francos, que venere a Santa Teresa de Lisieux representada por la imagen de una inocente niña (Dalila Belatreche) que le hará replantear el sentido su existencia. Andreas saca provecho del dinero en una procesión que le llevará a recordar episodios de su vida pasada y por ello va a faltar siempre a su cita en la Iglesia dónde debe depositar el dinero como deuda. Pero el milagro se sucede constantemente en los andares del vagabundo que se encuentra a viejos amigos, entre ellos un boxeador de éxito, Daniel Kanjak (Jean-Maurice Chanet) o el desafortunado pero truhán Woitech (Dominique Pinon), una antigua amante Karoline (Sophie Segalen) y una cabaretera (Gaby) que no dudará en aprovecharse del honor y buena fe de Andreas.

Preciosa película que a pesar de llevarse el León de Oro en Venecia no será recordada ni por su sugerente título. El rodaje en los exteriores de un París al que estamos acostumbrados por su glamurosa e imperante Torre Eiffel, se convierte en el decorado anónimo e intemporal de unas calles oscuras, cafeterías vacías o silenciosas. No muy lejos de los puentes que atraviesan un Sena bañado por el resplandor del atardecer (y aquí gana mucho peso la fotografía de Dante Spinotti que nos recuerda al de su compatriota Vittorio Storaro).
Natxo Borràs
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