Thomas Lilti regresa tras la cámara para volver a contar una historia de médicos, más en concreto de estudiantes que anhelan entrar a formar parte del selecto grupo que pueden cursar esta disciplina. Se centra en dos alumnos que entablan una gran amistad mientras se preparan el acceso a la universidad. Son dos personajes diferentes en sus motivaciones y convicciones.

Uno es hijo de médico, y más parece la influencia de la despegada figura de su padre, lo que le incita a imitarle, con una escasa motivación inicial. Su compañero en la andadura es la segunda vez que lo intenta, y parece mostrar una verdadera vocación.

Hay un retrato certero de las angustias, de la presión en extremo ante unas exigencias y competitividad que pueden llevar al límite, en lo físico y en lo mental. Los protagonistas se compenetran bien, e intentan conllevar el duro camino que les espera, sin que ninguno se quede atrás. Y la cosa no resultara fácil. Esta simbiosis pasará por altibajos que el director resuelve con una idea recurrente en su obra, el compromiso.

En “Hipócrates” lo mostró con la ardua tarea emprendida por un médico residente y en “Un doctor en la campiña” nos puso en la piel de un médico rural que unía a su pasión por el trabajo, una filantropía que causaba adhesiones.

En esta ocasión me cuesta más creerme del todo el final de la cinta. Cuando se alcanza algo por lo que literalmente te has dejado la piel, pasada la tormenta, pueden rondar por tu cabeza pensamientos muy dispares. Y las circunstancias por las que cada uno atraviesa son en cierto modo intransferibles. Las que aquí se nos proponen me convencen a medias