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Voto de nachete:
8
27 de julio de 2007
32 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los créditos de apertura de esta extraña, perturbadora película, una araña captura a su presa sobre la superficie corroída de un cristo crucificado. Ahí está la triple clave de la historia: la víctima, el verdugo y el ángel de la guarda. El cine de Verhoeven fue desde sus inicios erótico, violento y rompedor, aunque en lo sucesivo haya podido mantener intacto su genio o domesticarlo de cara a la industria norteamericana. En esta primeriza El cuarto hombre (que es ante todo una intriga psicológica poliédrica y malsana sobre el deseo y sus múltiples conexiones con la muerte y el más allá), un alucinado, homosexual Jeroen Krabbé se ve progresivamente atrapado por la telaraña que una misteriosa presencia femenina ha tejido a su alrededor, a la vez que otro cuerpo joven y masculino actúa de involuntario cebo para el protagonista.
Puntuada por numerosísimos signos, símbolos y presagios de muerte, la narración de Verhoeven se abre a ventanas oníricas y delirios surrealistas nada gratuitos que, finalmente, conforman las piezas de un puzzle perverso encajadas con endiablada habilidad en un final brillante en el que ningún cabo queda suelto y todo adquiere sentido. El espejo siempre estuvo ahí, aunque quebrado en mil pedazos. De paso, el film del holandés entronca directamente, en un sentido estético y temático, con cierto celuloide loco centroeuropeo (la suiza Sed de sangre) o con la obra de otro autor chiflado que plasmó sus delirios eróticos más íntimos en algunas barrabasadas geniales de los 80: el siempre interesante y menospreciado Ken Russell. Por no hablar de Lynch, Cronenberg o incluso, rizando el rizo, el mismísimo Ingmar Bergman, a quien parece homenajear en clave bizarre.
Lo mejor: su erotismo malsano, su inventiva visual, su calculado desenlace.
Lo peor: ciertos excesos.
Puntuada por numerosísimos signos, símbolos y presagios de muerte, la narración de Verhoeven se abre a ventanas oníricas y delirios surrealistas nada gratuitos que, finalmente, conforman las piezas de un puzzle perverso encajadas con endiablada habilidad en un final brillante en el que ningún cabo queda suelto y todo adquiere sentido. El espejo siempre estuvo ahí, aunque quebrado en mil pedazos. De paso, el film del holandés entronca directamente, en un sentido estético y temático, con cierto celuloide loco centroeuropeo (la suiza Sed de sangre) o con la obra de otro autor chiflado que plasmó sus delirios eróticos más íntimos en algunas barrabasadas geniales de los 80: el siempre interesante y menospreciado Ken Russell. Por no hablar de Lynch, Cronenberg o incluso, rizando el rizo, el mismísimo Ingmar Bergman, a quien parece homenajear en clave bizarre.
Lo mejor: su erotismo malsano, su inventiva visual, su calculado desenlace.
Lo peor: ciertos excesos.