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España España · Madrid
Voto de Servadac:
3
Ciencia ficción. Terror Durante un viaje en el espacio rumbo a un remoto planeta al otro lado de la galaxia para colonizarlo, la tripulación de la nave 'Covenant' descubre una señal proveniente de lo que creen puede ser un paraíso inexplorado, y que resulta ser un mundo oscuro y hostil... Secuela de "Prometheus" (2012). (FILMAFFINITY)
15 de mayo de 2017
81 de 102 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ridley Scott, director de cine, nació en 1977 (Los duelistas). En 1979 firmó ‘Alien, el octavo pasajero’, película de culto con sabor a serie B y grandes dosis de talento cinematográfico –en el diseño, en la pausa, en el manejo del tempo y las tensiones, en el ciclo vital de la criatura, en el carisma del personaje principal, en la mesura de la acción desagradable, en fin, en sugerir más que abusar de casquería–. En 1982, tras rodar su obra maestra (Blade Runner), dejó de dirigir. Se zambulló de lleno en la bazofia comercial. Su cuenta bancaria tiende, desde entonces, a infinito.

Cuentan que el verdadero Ridley falleció en 1982, asesinado por un alter ego sintético construido por las ‘majors’. Desde ese momento, ese alter ego perpetra sus películas.

James Cameron (Aliens, 1986) desnaturalizó la obra original. La convirtió en batalla de bichos y marines. Vislumbró –su olfato para el dólar es incuestionable– pingües videojuegos. No le culpo. Su reino no es el Arte.

El arte, si la mayúscula incomoda. Sin arte qué sería de nosotros. El arte no ha de ser abstruso necesariamente, ni arduo ni difícil. Tampoco ha de ser siempre inalcanzable. Escribía Ortega que “el buen lector es el que tiene casi constantemente la impresión de que no se ha enterado bien” y ni siquiera sé si estoy de acuerdo, si soy ese lector. Lo que sí tengo claro es que, impermeable o asequible, el arte ha de ser arte.

¿Quién viendo ‘Alien: Covenant’ no siente que esa forma de hacer cine nos degrada? Un cine que se niega a dialogar con el espectador, como el discurso del político de turno. Un cine para masas, no personas. Un cine obsceno de box office.

Los chicos altos suelen jugar al baloncesto, pero hay quien considera que por jugar al baloncesto los chicos se hacen altos. Craso error. Es posible que el arte alcance grandes cifras de venta pero las cifras de taquilla en modo alguno auguran calidad.

Gustave Flaubert escribe en una de sus cartas (26 de junio de 1852):

“Puede suceder que haya ocasiones propicias a nivel comercial, un filón de ventas para tal o cuál mercadería, un gusto pasajero de la clientela que empuje al alza el caucho o encarezca la indiana. Comprendo que se den prisa en establecer sus fábricas los que deseen convertirse en fabricantes de tales cosas. Pero si tu obra de arte es buena, si es ‘verdadera’, tendrá su eco, su lugar, en seis meses o en seis años –o después de ti. ¡Qué importa!”

“Tengo en mente una manera de escribir y una fineza de lenguaje que me gustaría alcanzar. Cuando crea haber recogido el fruto, no renuncio a venderlo, ni a recibir aplausos si es que es bueno. Pero hasta que llegue ese momento, no quiero engañar al público. Eso es todo.”

Cómo no estar de acuerdo con Flaubert.

Diversión, pasar el rato, echar la tarde: “That’s entertainment!”, que dice el marketing U.S.

Yo me pregunto qué pensaría Miguel Ángel, combado y dolorido, subido en el andamio para brindarnos la Sixtina. O Goya persiguiendo a sus fantasmas, aislado y sordo. O Arthur Rimbaud después de su estación en el infierno. O Mozart, tejiendo vida y Requiem.

El arte nos sitúa más allá; nos hace progresar de un modo inexplicable. Es uña y carne con nosotros. No soy el mismo tras conocer la Rondanini. O el Cristo de Velázquez. No me digáis que es sólo diversión –como el parchís, las chapas, o el juego de la Oca, que tantas horas me han llevado–. Es de lo humano, probablemente lo mejor –hay arte en la bondad, en el amor y en el espíritu científico–. El arte, cuando es arte, no es banal.

Escribe Telmo Graña en su novela ‘Los vidrios’: “El tiempo de un artista no es arena en un reloj: es lluvia en un caldero.”

Tras ver ‘Alien: Covenant’ no queda nada en la memoria, más allá de un amasijo de sangre y chipirones. Pirotecnia vacía, borbotones de epilepsia y marisco en salsa digital. Con esos ingredientes, el guiso es olvidable.

Ni una sola gota de lluvia en su caldero.
Servadac
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