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España España · Madrid
Voto de Servadac:
9
Drama Basado en la vida de la poetisa tanka Fumiko Nakajo, la película cuenta la historia de una mujer de mentalidad moderna aquejada de un cáncer de mama.
24 de diciembre de 2022
20 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ahora que a cierto oportunismo crítico le ha dado por reivindicar el cine ‘en femenino’ –como si la mujer no fuera, desde siempre, igual al hombre en intelecto– quisiera detenerme en esta obra singular. Kinuyo Tanaka figura entre las más ilustres musas del cine japonés; su estatus como actriz es legendario. Fue nada menos que el espectro de la esposa de la luna pálida de agosto. Pasados los cuarenta, optó por dirigir.

‘Pechos eternos’ es, tal vez, su ópera magna. Contiene lo mejor del mejor cine de aquellas latitudes –lo que equivale a decir del cine universal–. Recrea los últimos meses de la vida de Fumiko Nakajo, cuyos versos fueron elogiados por el Nobel Yasunari Kawabata. Divorcio, poesía, enfermedad; ser madre sin marido. Los pechos como símbolo de la femineidad. El tema y el carácter de la cinta nos llevan de la mano a Kenji Mizoguchi; el claroscuro expresionista nos sitúa cerca de ‘El idiota’, de Akira Kurosawa, y de tantas otras cintas memorables. Ofrece pequeños instantes de serenidad aérea que quedan suspendidos en el tiempo, dando entrada a la estasis que tanto abunda en Yasujiro Ozu. Nos regala, incluso, un paseo a lo Mikio Naruse, con el marido de la amiga profesora. Tanaka lo combina todo en su crisol y firma una película redonda, como el halo que forma alrededor de la protagonista la palangana en que su madre le lava la cabeza –un Yelmo de Mambrino que la dota de extraña santidad.

Los personajes secundarios titilan tenuemente: la madre (una presencia protectora no invasiva), el compañero poeta (su caja de música; su fotografía casi tutelar), la maestra abnegada, el reportero, el esposo cínico intratable… Todos ellos dan sustancia al fondo del relato. El alma de Fumiko resplandece en cada plano, presente o en elipsis.

La película rebosa de momentos especiales, pero quisiera destacar una secuencia, un plano y un detalle capilar. La secuencia es la del pasillo que conduce hasta la morgue. Fumiko está escribiendo, tumbada boca abajo; se oyen llantos y lamentos, como un coro fantasmal de plañideras. Se asoma a ver lo que sucede. Brilla en sus manos el papel blanco en el que escribe –única fuente de ‘luz’ en medio de la oscuridad–. Abre la puerta; la cámara, detrás de ella, se une a la siniestra procesión. Arroja los papeles… [Pienso en el horrendo corredor de ‘Una página de locura’, de Teinosuke Kinugasa.] El chirrido, las luces ‘venecianas’, la reja en el umbral. El piano, el clarinete, el chelo y el violín. Nunca me he sentido tan adentro de la barca de Caronte.

El plano es el contraste bergmaniano entre la sombra de él y el rostro de ella, cuando Fumiko confiesa que acaba de vivir el mejor día de su vida. Concluye con un beso. Ese besar la sombra del amado evoca el tránsito final de Eurídice y Orfeo.

Y, por último, el detalle capilar. Mi abuela me decía que llevara la ropa interior y los calcetines bien compuestos, no fuera a ser que en caso de accidente –mortal o no– me fueran a ver desaseado. Fumiko insiste en que le laven la melena. Esa negrísima cortina de cabello, a plomo en el abismo, me hiela el corazón.
Servadac
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