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España España · Barcelona
Críticas de LaCasa
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Críticas 10
Críticas ordenadas por utilidad
8
21 de agosto de 2013
50 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
En plena pugna por el reconocimiento a blockbuster del año, damos con la intentona post (o entre) Piratas del Caribe de Disney, que como empieza a ser habitual, aterriza por nuestras latitudes tras haber sido defenestrada por la crítica norteamericana, olvidada por el público y defendida con escaso atino por su estrella principal. Cambiando mares y parches en el ojo por desiertos y antifaces, el indisoluble tándem Verbinski-Depp vuelve al lejano oeste y esta vez lo hace sin animación digital de por medio (recordemos: Rango) y con la adaptación de una saga radiotelevisiva cuya melodía de sigue tarareando o repiqueteando con los dedos a día de hoy. Pero poco importan los cambios geográfico-argumentales si la base se mantiene, y aquí la estrategia es calcada a La maldición de la Perla Negra, primera y sensacional entrega de la saga bucanera recién mentada: inversión de aúpa, argumento con mucho de fantástico para maquillar una aventura a la vieja usanza, Johnny Depp pintado de arriba abajo y ejerciendo de secundario para un protagonista más ñoño que SuperÑoño, target familiar/palomitero... demonios, si hasta se le pide a Hans Zimmer que vuelva a componer una de esas bandas sonoras que son más un himno que otra cosa. Tal vez fuera bueno preguntarse dónde acaba lo lícito para empezar el aprovechamiento desvergonzado. Pero francamente, qué más da cuando repetir una estrategia implica obtener los mismos resultados si no mejores. Y es que El llanero solitario es una gozada prácticamente redonda.

Cierto es que hay un requisito previo: despojarse de prejuicios, ser consciente de que se va a ver un western más cercano a Cowboys and Aliens que a Valor de ley (por citar dos de los últimos ejemplos de género que hayan pululado por nuestras pantalla), y no pedir peras al olmo. Ya avisamos ahora de que el guion no es precisamente de Oscar, y de hecho más vale no prestarle demasiada atención so pena de acabar saturado de lugares comunes y de cierto abuso (diríase autoconsciente) de un recurso deus ex machina ya de por sí dudoso, para cuya justificación habría que recuperar la serie original. Súmense otras decisiones cuestionables, como el hecho de arrancar desde 1933 para que un Tonto (Toro en versión doblada) pobremente maquillado para aparentar mayor narre a un chaval cómo llegó a conocer al último Ranger; el volver a esa época futura cada dos por tres deteniendo el progreso de la trama real situada en la segunda mitad de 1800; o la obsesión por consumir minutos y más minutos en desarrollar hasta el puntillismo giros desesperantemente previsibles o personajes vistos en mil y una ocasiones. No, será difícil que El llanero solitario aguante un análisis riguroso, máxime si a uno, además, le da por detenerse en otros detalles: ¿Hemos dicho ya lo rematadamente soseras que es Armie Hammer, a la cabeza del cartel? Chungo lo va a tener quien entre así a la sala: le esperan 150 (excesivos) minutos de sufrimiento.

No, aquí hay que venir a lo que hay que venir, exigiéndose a Verbinski que disponga el mayor espectáculo posible. Y así, la cosa cambia: ya desde un brillante comienzo plagado de gags más propios del slapstick que del blockbuster, se establecen las directrices de una cinta que bien pronto se descubre cómo una buddy movie de las de siempre, plagada de chascarrillos y puyas mutuas, que funcionan una vez más gracias a Johnny Depp, tan teóricamente irritante como eficazmente cómico a la hora de la verdad. Por medio de un mundo que enseguida logra labrarse una mitología de peso a su alrededor, va discurriendo una aventura sorprendentemente adictiva y emocionante a la vez, que jamás rehúye de un conato de acción cuando ve hueco para ella, resolviéndolo en todo caso con secuencias originales y visualmente arrolladoras. Y es que El llanero solitario funciona a las mil maravillas tanto por el cariño que se le acaba cogiendo a los dos personajes (la personalidad de Depp sobra para contagiar a Hammer), como por el gusto por el espectáculo pirotécnico del director, generador de escenas de auténtica antología a velocidad de crucero. Cuesta entender la pobre acogida recibida allende el océano, salvo que todas las críticas se centren en ese impasse establecido entre el segundo y el tercer acto, que aglutina los 20 minutos más olvidables. Una antesala rutinaria y sin brillo de la conclusión, que dilata innecesariamente el metraje y detiene casi totalmente la acción. Claro que luego…

Luego queda el clímax. Un clímax muy generoso en minutos, que recupera fuerzas y de qué manera: redefine el concepto de espectacularidad cinematográfica, a base de una concatenación de saltos, choques, disparos y persecuciones a caballo entre, por encima, y por debajo de dos trenes a toda velocidad por vías más o menos paralelas. Hans Zimmer explota la melodía de la serie original con una composición apoteósica que acompaña las peripecias de los personajes al tiempo que arenga al espectador, absolutamente anonadado ante una fiesta que de verdad, de verdad, es lo nunca visto. De los mejores momentos del verano cinematográfico, sin duda. Y eso, moviéndonos en el universo en que nos movemos, el de las palomitas, los robots gigantes y las naves espaciales, ya debería significar motivo de visita obligada al cine más cercano. Pero es que al final resulta que de 150 minutos, 130 como mínimo se disfrutan como si se estuviera en un parque de atracciones. Cine de aventuras familiar, desarrollo trepidante vía acción sin pausa, fuegos de artificio de primer orden, y un actor que cae bien y que vuelve a dar en la diana. En serio, ¿qué más se puede pedir?

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3
6 de diciembre de 2013
10 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
De verdad que es para aplaudirles. Por su rematada inoperancia a la hora de afrontar el remake de uno u otro film de terror de los ochenta para atrás. Que sí, que algunos salen bien, pero demonios, cuántos salen mal por el camino. Y el problema se agrava, vaya si lo hace, cuando se pone en evidencia que además, y por encima de todo, no han entendido nada del original. Que si el Carrie de Brian de Palma puede verse hoy en día sin pasar vergüenza ajena se debe a las formas más que al fondo, y a la esencia más que al argumento. Sissy Spacek no daba miedo por ser una niña paliducha y malrollante que movía cosas, sino porque llegabas a comprender el infierno en que vivía mediante las sutilezas de una cámara atrevida, un tempo estudiado al detalle, acontecimientos creíbles (por la época en que sucedían)... y sobre todo por el desconocimiento de lo que estaba por suceder. Y acojonaba definitivamente porque cuando todo se desmadraba, De Palma era el primero, convirtiéndose en un Hitchcock pasado de rosca que partía la pantalla por la mitad cuando no abusaba de planos aberrantes. Y en esta nueva Carrie ni lo uno ni lo otro. Valiente forma de ponerse en evidencia.

Algo falla desde el principio: no tanto con un muy enervante y muy gratuito prólogo que parecería burlarse de sí mismo, sino con esa mojigatería a la hora de desnudar a las chicas del gimnasio, y un inesperado miedo a la hora de recrearse con la ducha de la niña, ahora Chloë Grace Moretz, fundamental para empezar a comprenderla por dentro. Pero también por querer sacar de cualquier lugar una escena de terror, ya sea una ducha abriéndose o una mujer pariendo. No, algo se ha perdido en la traducción, a temerse lo peor tocan. Arranca a partir de aquí un film incapaz de posicionarse: pretende ejercer cierta denuncia social acerca del bullying, pero también acerca de los fanatismos religiosos, pero también quiere ser un imposible retrato de una niña en su problemático salto a la madurez, y a la vez erigirse como cine de terror serio con independencia de la letra que se le imponga después. ¿Como la primera? Sí, pero no. De nuevo, la hermana mayor sabía las cartas que debía jugar en todo momento, escondía la telequinesia todo lo posible y se detenía a estudiar sin prisas la psicología de la dichosa Carrie. Y a su manera, conseguía que todo tuviese sentido en una cinta que de otro modo bien hubiese podido caer en el ridículo.

Pensada para el público americano masivo de hoy en día, la revisión de Kimberly Peirce lo hace, en este sentido, todo del revés. Confunde sutileza con exposición y a través de ella, pretende justificar hasta la última de las decisiones de los personajes que, simple y llanamente, no tienen sentido: porque en pleno 2013, por muy malvada que sea la juventud de la América profunda, una niña pija y su novio con pintas de chulo incipiente no van a entrar en una pocilga. Si pretendes que así sea, no apuestes por la carta del realismo. Y porque una mujer, quince años atrás y por muy retrógrada que sea, sabe distinguir un cáncer de un embarazo de nuevo benditos meses. Si quieres que no sea consciente de ello, de nuevo, no busques justificarlo. De lo contrario, tan sólo se potencia la sensación de sinsentido, de chorrada… y de vergüenza ajena. Muy a su pesar, Carrie se convierte en una comedia de primera. Manda narices, con lo mucho que se esfuerza por crear escenas de terror.

Lo que, por cierto, también se descubre como una decisión errónea. Ya no es que la carta del miedo sea incompatible con el retrato personal, es que la única forma de generar pasajes de género pasa por repetir una y otra vez el mismo recurso, que a la primera de cambio está más que sobado. Una apatía que se va a juntar al desinterés general en relación a un entramado que no avanza, y que cuando avanza no le interesa a nadie porque o ya lo conoce de la anterior, o no está recibiendo los inputs necesarios para involucrarse con la cinta. Visto lo visto, ya no sorprende tanto que la famosa secuencia del baile de fin de curso, único lugar en que sí podía haberse recreado la cineasta en relación a De Palma, se descubra tan mojigata en gore como lo era al principio en desnudos. Esta Carrie mola más porque tiene efectos digitales a su alrededor, pero si no los emplea para cargar a todo quisqui, de poco sirve. Y de nuevo, justificaciones absurdas, búsquedas de una humanidad en la niña que distorsionan totalmente el significado de lo que ocurre en pantalla, y que al concluir la vorágine de destrucción deja demasiadas preguntas en el aire. Un desastre.

Desastre, esa es la mejor manera de describir la propuesta que nos ocupa. La nueva Carrie podría haber aportado mucho a la original y, de hecho, lo tenía todo para mejorarla: actrices de primera (suerte de la presencia de la Moretz y de Julianne Moore), tecnología digital, y temáticas sociales que llevadas según sus respectivas problemáticas actuales, dan mucho juego. Sin embargo, opta por cargarse de un plumazo todo lo bueno que tenía la de 1976 para rellenar los vacíos resultantes de una paja digna de denuncia, que deja a todos sus protagonistas como unos rematados gilipollas, y a los espectadores con cara de pasmarote. Oh, por supuesto que algunas escenas son bonitas de ver; en general, la factura es correcta por lo que de la vulgaridad de esas decenas de subproductos directos a vídeo no baja. Pero francamente, no está el horno como para contentarse con semejantes tomaduras de pelo. Menos mal que en vez de cabrearse, uno puede pararse a pensar en ese último diálogo de Carrie con Sue (redefine la telequinesia, ojo), o bien en los segundos finales en que parece que Bruce Campbell vaya a hacer acto de presencia después de los títulos de crédito. Mejor reírse de ella que tomársela demasiado en serio…
3,5/10
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8
6 de diciembre de 2013
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine sabe que el filón romántico y el negocio del desamor no se terminan con la madurez. Que más allá de la cincuentena sigue habiendo caldo de cultivo para historias enfocadas a los sentimientos (y sentimentalismos). Y a lo largo de los años el cine ha ido dejando ejemplos, peores o mejores, de esta manera de entender el amor, el desamor o incluso la sexualidad. Se me ocurren ejemplos distintos entre si pero todos maravillosos como Dejad paso al mañana, En el estanque dorado, Los Puentes de Madison, Lejos de ella o la reciente Amor, todas tocadas de una necesaria sensibilidad, una mirada profunda hacia la experiencia y un entendimiento lúcido sobre las relaciones o bien a largo plazo o bien que se presentan en el momento en que todo parece ya hecho. Una tendencia que, además, sigue encontrando ejemplos casi a diario en cartelera. En un corto periodo de tiempo hemos podido ver en cines propuestas como Hope Springs, La mirada del amor o, la mejor de las tres, esta que nos ocupa, una Le Week-End que no sólo representa el retorno de Roger Michell sino que además se constituye como su película más relevante desde, probablemente, Notting Hill.

Tampoco es que sea un gran qué, y ello tampoco garantiza una obra maestra. Al director se le da bien libar de distintos géneros, es capaz de parecer resultón, interesante o simpático, pero nunca ha llegado a facturar una película redonda y aunque ello no le incapacita para algún día filmar una historia intachable, sí hace saltar alguna alarma: esta es, insisto, su mejor película, pero no es perfecta y su aparente madurez expositiva y temática choca frontalmente con la intrascendente simpatía boba de su anterior comedia romántica: Morning Glory. Pero en fin, tendremos que creernos su rigor y aparente sutileza, a pesar de que a menudo Le Week-End parezca desesperada en ello; en que nos la creamos. Porque, sí, la premisa es potente (que no original), el tema es poderoso, el guión está avalado por un nombre tan relevante como el de Hanif Kureishi y todos los elementos parecen conjugados con exquisitez y elegancia. Y luego iremos a lo que chirría. Meg y Nick son un matrimonio maduro que se disponen a pasar un fin de semana en París para celebrar su 30 aniversario de casados. Allí, lejos de vivir la ciudad del amor, la pareja irá dejando reflotar rencillas pasadas, frustraciones actuales e inseguridades de futuro y las vacaciones se convertirán casi en un rito catártico de tirayaflojas matrimoniales.

Los elementos, como digo, no podrían ser mejores. Michell dirige con una seguridad y elegancia innegables, sacando partido de las calles parisinas sin convertir la ciudad en una postal tridimensional. Sus encuadres siempre son bellos y precisos y logra que dé la sensación de que nunca falta ni sobra nada en plano. Unos planos serenos o tensos, en función de la situación, con una escenografía cuyas tensiones podrían hacer pensar en la nouvelle vague, tendencia reafirmada por el guiño a Banda aparte. Una realización suave y con clase que en ningún momento cae en la funcionalidad ni en la superficialidad de simplemente ilustrar una historia que ya de por si es intensa. Todo está construido, además, entorno a su pareja protagonista, unos Jim Broadbent y Lindsay Duncan superlativos que saben catalizar en sus personas individuales y en la pareja como unidad, los amores, tiranteces y complicidades de dos personas que, efectivamente parece que lleven juntos tres décadas.

(sigue tras lo de "spoilers"... que no son tales)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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9
6 de diciembre de 2013
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Queda poco, a estas alturas, que decir de Paolo Sorrentino. Es, simple y llanamente, el mejor director italiano en activo, y uno de los mejores del cine actual en general. A excepción de aquél experimento fallido en los USA (ese This Must Be the Place que convertía a Sean Penn en una suerte de caricatura de Robert Smith) con cada nueva película que estrena, el cineasta romano rebasa todas las fronteras, argumentales y formales, que ya con el anterior trabajo se había encargado de redefinir. Así que no es de extrañar que ahora, tan ricamente, soltemos que probablemente estemos ante su mejor obra hasta la fecha, y por tanto ante una de las mejores películas del año. Pero cuidado, que si bien La gran belleza sea una auténtica maravilla, no menos cierto es que se trata de una de las propuestas más ambiciosas, excesivas, exigentes, y por tanto no apta para todos. Y es que tras varias pistas a lo largo de su filmografía, por fin queda clara la voluntad de Sorrentino por convertirse en el nuevo Fellini. Aquí, directamente, recoge el legado del de 8 ½ para describir, desde un estilo perfectamente definible como una versión actualizada de La dolce vita, la vida en la Città Eterna. Aunque Fellini no es el único que se da cita en tan inabarcable película: aquí tiene cabida en mayor o menor medida toda la historia de la cultura italiana, sin que por ello se resienta la personalidad única de un cineasta que ídem. Pero la aliteración ya vale para empezar a hacernos una idea, salivación incluida.

A lo largo de 150 necesariamente exagerados minutos, se sigue a un Guido Anselmi sexagenario, adinerado, hastiado, amante y renegador del sexo opuesto, y falto de inspiración para escribir una novela que llegaría casi cuarenta años después de la anterior. Condenado a un trabajo de vulgar periodista, pasa sus días en un estado de apatía cargada de excesos, salidas nocturnas y sobredosis, junto a un grupo de amigotes con complejo de vitelloni que también pertenecen a las altas esferas de la sociedad romana. Los rostros: nada menos que algunos de los actores en activo más importantes de la capital italiana, con un excelso Toni Servillo a la cabeza, secundado del héroe de Roma, Carlo Verdone. Presiden, en especial el primero, reuniones de amigos pedantes donde se charla de Flaubert y de Proust, de Moravia y de Pasolini; donde se denigra a este miembro del grupo o se pone en entredicho la profesión de este otro, desde una carencia total de sentimientos. Participan a esas fiestas locas en terrazas que dan al Coliseo y que acaban con una mujer enana durmiendo en el jardín y otra, bien entrada en carnes, sangrando de la nariz sin que le importe a nadie. Y sobre todo vagan, vagan por una ciudad ora mágica ora dantesca sin rumbo aparente (conforme evoluciona la película queda patente lo contrario), como buscando la inspiración entre mujeres y magníficas ruinas romanas.

Con la habitual maestría explica todo ello, tanto al guion (escrito a cuatro manos junto al ya habitual Umberto Contarello) como a la silla del director, un Sorrentino que lo da el todo por el todo: su película es personalísima, más manierista y caprichosa aún de lo acostumbrado, y tan extasiante como agotadora. Y a su vez, es una mirada hacia atrás tanto en fondo como en forma y no sólo al mundo del séptimo arte. La gran belleza mira de tú a tú a Fellini, a Antonioni y a Pasolini. A Dante y a Moravia, a Michelangelo y a Leonardo. Y a Gigi D’Agostino y al pa-pa l’americano. Miradas, todas ellas, que confluyen en ese retrato de Roma tan actual y tan rabioso, tan grotesco, poético y autocrítico. Ese que Sorrentino construye a base de clichés e iconos de la ciudad de ayer y de hoy y mediante el abuso de grúas, de planos cortos en constante movimiento, travellings que parecen querer huir de la situación que están retratando. El resultado, claro, no podía ser otro que una concatenación de pasajes maravillosos, embriagadores ya desde la escena de apertura, en la que quedan perfectamente claras las intenciones del cineasta en todos los sentidos mediante un drama retratado con toda opulencia. Tanto da que se destinen minutos y minutos a la grabación de una noche de discoteca, como que luego tire de metáforas y ensoñaciones casi expresionistas. Todo fluye con puntillosa perfección en ese mapa geográfico, social, sentimental y artístico en el que por supuesto, se dan cita el dinero y la Iglesia, el Coliseo, el gran cartel de Martini y el Costa Concordia a medio hundir. Y el amor, la pérdida, la angustia de vivir, el hacerse mayores y el haber malgastado la vida.

Y luego está la ciudad de Roma en sí, excelsa como excelso es quien la recoge con su cámara, orgánica, aludiendo al carácter vital e imperecedero de la capital de Italia (y de la cultura europea en general. En este sentido, fundamental quedarse a ver los títulos de crédito en los que se navega desde un punto cualquiera del Tíber para ir a parar a uno de los lugares más mágicos de la ciudad.

De manera que insistimos en lo que decíamos al principio: lo último del director de Il Divo es pretencioso y grandilocuente, excesivo y altivo. Pero oíd, no farda quien quiere sino quien puede, y no cabe ninguna duda de que Sorrentino puede. Su retrato de Roma, puesta al día de la imagen que en su día dibujó Fellini, es una película cambiante, de mil un lecturas y dimensiones, y todo un terremoto de emociones y sensaciones. Trufada de referencias y homenajes, cargada de discursos que en ocasiones no dudan en hacerse explícitos (ese romano de los pies a la cabeza, llamado para mayor inri Romano, que dice que Roma le ha decepcionado; esos religiosos haciéndose fotos…), y a su vez, poseedora de una personalidad única, apabullante. La de un director en estado de gracia, que con La gran belleza vuelve a resaltar su posición de relevancia para el cine actual. Una pasada, en serio.
8,5/10

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5
2 de agosto de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando la mercadotecnia habla, la lógica calla. Sólo que cuando la lógica calla, el buen gusto cinematográfico paga. Y el resultado acaba siendo algo muy parecido a Guerra mundial Z. Aunque deben matizarse algunas cosas. Es evidente, por el esfuerzo económico que carga en sus espaldas más que nada, que la película no es fea. Es un blockbuster veraniego plagado de efectos digitales, grúas y grandes planos aéreos. Además de contar con Brad Pitt monopolizando la pantalla, secundado por más de un actor de presencia tan fugaz como rostro reconocible. Despliegue de recursos de primer orden para una producción de ídem, que de seguro acumulará hordas de espectadores previamente seducidos por su cuantiosa publicidad. Lo dicho, ejercicio puro de mercadotecnia. Pero no cuesta demasiado rescatar la agria sensación que le sobreviene a cualquiera que se autodefina amante del cine en general, y qué demonios, de los zombis en particular: la de haber salido el tiro por la culata, en el mejor de los casos. Tan descarado es el interés por engordar los bolsillos de Pitt (productor) y compañía, que por el camino quedan muchos, demasiados valores de aquellos que suelen asociarse a la calidad artística. Y eso que tampoco andábamos buscando un Ciudadano Kane precisamente…

Una pena, porque si bien se aplique un discurso de honda decepción como valoración imperante si se habla de ella en su totalidad, no menos cierto es que tiene momentos de lucidez que invitan a la esperanza. Guerra mundial Z, más que una película de zombis, es una película de acción con un superhéroe disfrazado (y mal desarrollado) de padre de familia que se ve obligado a salvar a la humanidad tratando de no morir en el intento. Y para ello debe viajar por todo el mundo, un mundo en las últimas, que es más bien un videojuego plagado de frenéticas pantallas que se inician de sopetón, y que deben pasarse lo antes posible para llegar a la siguiente. La cantidad de muertos vivientes que pulula por la mayoría de ellas, así como el sobrecogedor número de humanos que tratan de huir, logra esa sensación de terror global aterradora que tanto echamos en falta desde El origen del planeta de los simios y, sobre todo, desde los momentos más acertados de La guerra de los mu dos de Spielberg. Y a su vez, lo alterna con acierto relativo con el seguimiento del protagonista. Una miscelánea entre los videojuegos Left for Dead y Plague Inc, para que nos entendamos entre ese target gamer a quien también va dirigida la producción.

Y hasta aquí sus puntos a favor. Todo lo demás, todo lo malo, se deriva justamente de su voluntad por abarcar todo tipo de targets. Eso condiciona a propios y extraños, y hace da la película una de las propuestas menos novedosas, rompedoras o estimulantes del género zombi. A ritmo de clichés impropios de la época en que vivimos, se dibuja un personaje plano e increíble, padre de una familia aún más increíble e irritante (del tipo de desayunar cada mañana panqueques y jugar al veo veo en el coche de camino al cole). Y de la misma manera se construye toda la cinta, que busca con descaro una universalidad y pureza de valores irremediablemente ligadas al lugar común, el cliché y la previsibilidad. Y a un factor aún más desmoralizante: la ausencia de hemoglobina, de gore; de lo que da sentido al género, en verdad. Pese a la cantidad de infectados, a la violencia y velocidad de los mismos y al exponencial número de víctimas, no hay nada que no pueda ver incluso un niño, todo lo aprensivo sucede fuera de plano, y las únicas gotas de sangre hay que buscarlas saliendo de una herida abierta, nada especialmente grave, en el cuerpo de Brad Pitt en un determinado momento. Lo dicho, todo sea por conseguir el mayor número de espectadores, lo cual implica evitar a toda costa la calificación de cine para adultos.

Hay más. No contentos con haber hecho de Guerra mundial Z una película de argumento desfasado y totalmente adivinable, blanquita y de valores cristiano-norteamericanos para regocijo patrio, se le entrega la dirección a Marc Forster, quien confunde sensación de frenetismo con mareo. Busca, claro, que el espectador sienta lo mismo que el protagonista, pero para eso abusa de una cámara en mano en continuo movimiento que imposibilita, en numerosas ocasiones, entender lo que está ocurriendo en pantalla. Y eso desaprovecha coreografías interesantes, como la primera persecución por las escaleras de un bloque de apartamentos, o todo lo que sucede en el avión. Súmese a ello un montaje cuestionable, precipitado y todavía más confuso, seguramente fruto de los múltiples problemas que se vivieron en el proceso de rodaje (recordemos: su estreno se retrasó lo indecible puesto que tuvieron que rodarse un buen puñado de escenas nuevas), y la migraña está poco menos que garantizada. Suerte de los planos aéreos, con diferencia lo mejor de la cinta... aunque miedo me da pensar en la versión en 3D.

Sabe mal, en definitiva, que se haya apostado por la vulgaridad más absoluta a la hora de afrontar un proyecto como Guerra mundial Z. Con precedentes como el de Amanecer de los muertos o el allanamiento de terreno que ha propiciado la serie The Walking Dead, el espectador estaba preparado y deseoso de acudir a una nueva gran muestra de género. Máxime cuando se partía de la adaptación de la novela de uno de los nuevos eruditos en materia como es Max Brooks (autor de esta, y de "Guía de supervivencia zombi"). Al final de esa novela y del respeto y amor incondicionales del escritor hacia los muertos vivientes queda poco o nada, como brilla por su ausencia la voluntad de hacer las cosas bien, de tomar partido y arriesgarse con una propuesta que de verdad habría podido calar hondo y aterrorizar al respetable, en vez de autocondenarse al olvido inmediato. Lo tenía todo de cara, pero ya se sabe: donde esté el dinero, que se quite el buen gusto.
5/10
Por Carlos Giacomelli (http://www.lacasadeloshorrores.com)
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