Solo puedo hablar bien de este filme. Una gran “película de carretera” (o road movie, como dicen) colombiana: debemos movernos todo el tiempo.

Podría empezar por su agilidad: no tarda demasiado en ponernos de cara al detonante de la historia. Se ahorra excesivos preámbulos o presentaciones, las cuales desglosará con maestría durante el viaje. No hay diálogos prescindibles, y tal parquedad se complementa con una fotografía exquisita que enmarca las emociones de los personajes o anuncia lo que viene: composiciones que hablan de la soledad, la inmensidad del desamparo, la distancia entre posibilidades humanas, lo lejos ―y cerca, a la vez― que estamos de quienes sufren la violencia en nuestros países. En este tipo de obras de arte vivimos la angustia, más allá del suspenso cinematográfico.

También su música nos une. No solo hablo de la banda sonora, bello homenaje al folclore colombiano; sino también de aquella que, dentro de la trama, es elemento de tensión o armonía entre los personajes.

Por otro lado, las actuaciones son impecables: miradas, voces que se quiebran, llamados despóticos, en fin.

Enternecedora y estremecedora. Bellísima.

NOTA: Hubo un par de palabras o frases que no entendí ―cosas del dialecto―, pero la dinámica de la cinta, el contexto, me ayudó a no perder el hilo, a rellenar mis carencias.

Se dice a veces que Van Gogh, en realidad, no era “tan bueno” y que solo la leyenda negra del artista atormentado le ha permitido pasar a la historia en la calidad que ostenta. No soy crítico de arte o algo por el estilo, así que no me referiré al aspecto técnico ni a las respectivas referencias en el filme. Solo diré que este último me ofreció una perspectiva más amplia sobre el creador holandés (incluso más dinámica que la genial “Cartas de Van Gogh”), una visión que destaca al ser humano en su conexión con la divinidad, traducida en un afán por atrapar la vida en el instante, por unirse a la luz del sol en su movimiento creador del paisaje; también al ser humano que se atreve a ser generoso y compartir otras visiones del mundo, menos grises, menos determinadas por lo inmediato o evidente.

Y estas visiones nos muestran al pintor como alguien más vivo que cualquier otro, a pesar incluso de sus luchas terribles contra sus propios demonios, que lo dejaban agotado, confundido... pero siempre con ganas de pintar, su principal aliciente para vivir, a pesar de la incomprensión de la mayoría, del aislamiento a que esta ―y una desbordante sensibilidad― lo obligaba, del esnobismo y lo excesivamente comercial o burocrático en el arte, en fin. La película, o mejor, la vida misma de Van Gogh, es materia prima de infinitas reflexiones.

Por otro lado, la cinta juega con maestría con los colores, la saturación, la inmensidad; la cámara nos lleva entre vértigos por diversos senderos que recorre Vincent ―a veces desérticos, de repente frondosos―, sin ofender nuestra inteligencia y dejándonos tantas posibilidades de interpretación sobre, por ejemplo, la propia salud mental.

¡Y qué decir de las actuaciones! Sobre todo, nuestro personaje principal: inigualable Willem Dafoe en su personificación del afán, la certeza, la desesperación, la exploración de los sentidos entre la tierra, el sol y el césped.

Quizás el mayor punto fuerte de esta película / documental es su forma.

Quizás es ese el mensaje verdadero.

Entre espacios de gran espesura, escenarios iluminados por la vida más allá de cualquier conflicto e intención humana, se mueve un comando insurgente que parece atomizarse, la fragilidad de sus rasgos y siluetas nos dice mucho sobre los dilemas y tensión a la que se enfrentan, la evanescencia de las grandes ambiciones en un país que lleva ya demasiado tiempo chapoteando entre la sangre, entre la sangre y la muerte, como dos posibles alucinaciones sin contornos entre el falso brillo de sus colores.

Y un líder que cae en la trampa de sus delirios.

Porque nuestros personajes son también seres humanos, aman, lloran, odian, desean cosas grandes y pequeñas, juegan, se preocupan, celebran a la vez que huyen, todo el tiempo. Están vivos; y el filme nos lo recuerda con la tensión constante que nos atrapa, a veces de repente detonada, a veces soterrada, otras con sabor a falsa alarma, pero siempre presente.

Siempre presente en los símbolos, algunos de los cuales jamás se difuminan.

Estamos ante un filme a partir del cual se pueden establecer relaciones de diverso tipo: metáforas del miedo, de las posibilidades de cada persona y de la humanidad como especie, de la resignación y la esperanza, incluso la insensibilidad en el circo mediático, en fin. Quizá nos habla de cómo las alternativas, tanto las tangibles como las solo posibles, sustentan la vida: no se puede ser uno sin lo otro, se debe sopesar la idea de "pureza", en un equilibrio que tal vez es discutible, pero le da cierta profundidad a la existencia y nos permite ver al otro con mayor empatía o, al menos, con apertura.

Y la cuestión del ansia del poder entra a pelear...

Quizá no termina de convencer su "física particular" de los mundos paralelos, pero me gusta pensar que es una invitación más a que el espectador, a partir de lo visto y lo sugerido, complete las piezas.