El "Elefante blanco" es un proyecto inacabado, o más bien el esqueleto de un macro-edificio con ínfulas sociales y antiguos resabios electoralistas y populistas. Me estoy refiriendo al protagonista de hormigón de la película, con el mismo título, del cronista de tristes realidades argentinas: Pablo Trapero.

La lucha sobrehumana, de dos sacerdotes y una asistenta social comprometidos con los pobres, para poner orden en un barrio carcomido por las drogas, la corrupción y sus derivados, no encuentra en la oración, ni en las instituciones políticas y religiosas, el apoyo necesario para avanzar en la titánica empresa.

El voluntarioso y apreciable director argentino, buen retratista de los desolados paisajes de la supervivencia, no consigue en esta ocasión una argamasa efectiva, que una y dé un solo cuerpo a su película. Queda pues descosida y con la sensación de que se le ha ido por poco, de que tampoco era tan complicado hilvanar todos los jirones sueltos; como si el hilo que ha utilizado no le sirviera al realizador para unir las sensaciones con los sentimientos, o si lo prefieren, lo espiritual con la tela corpórea.