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Voto de Tiggy:
9
29 de mayo de 2021
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
'El cine le aporta a la novela una influencia técnica, enriquece la manera de contar' afirmaba el mítico literato colombiano Gabriel García Márquez en la Revista Semana un marzo de 1991. Su fascinación por el cine, por Akira Kurosawa y, obviamente, por escribir, lo llevó a convertirse en guionista de numerosas producciones sudamericanas mientras mascullaba 'yo jamás seré director'. Una de esas producciones viene de México, es un wéstern y se llama Tiempo de morir, cuya trascendencia ha influenciado, a nivel temático, a la novela policíaca que publicó en 1981 titulada Crónica de una muerte anunciada tratando, al igual que la película de Arturo Ripstein, conceptos como la búsqueda de la verdad, el destino, el honor, la muerte, las supersticiones y la venganza.
Arturo Ripstein, mexicano de nacimiento y naturalizado español, filma, con exquisita sensibilidad y virguería técnica, la leyenda de Juan Sáyago (Jorge Martínez de Hoyos), un exconvicto que, tras ver pasar dieciocho años de su vida entre cuatro paredes, vuelve a su hogar, una pequeña aldea de la Colombia independiente del s. XX con vistas a un futuro reconciliador perturbado por las inquebrantables fuerzas del pasado sometidas por el honor y la venganza de los hombres.
'Cuando la leyenda se convierte en hecho, se imprime la leyenda' decía John Ford a través de los labios de Carleton Young en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), desmitificando un género impasivo ante las frías garras de un crepúsculo inminente. Pappy destruía, así, un género. Su género, con una sola afirmación. Es, aquí, cuando Ripstein refuta el argumento de El hombre que inventó América consolidando, en su película, algunos de los motivos más emblemáticos del wéstern clásico, reviviéndolo, como la figura del héroe, de imposible redención, en busca de la forja de un hogar donde vivir en paz y libertad (La venganza de Frank James de Fritz Lang o Centauros del desierto de John Ford, 1940 y 1956 respectivamente, son ejemplos de ello), así como la inspiración de un destino manifiesto y la iconografía propia de las películas de vaqueros. Pero también agrega fundamentos propios del wéstern revisionista de la década de los 60; toma del wéstern crepuscular la figura del héroe atormentado, cansado y resignado en un mundo donde los antiguos valores están señalados por una desaparición inminente (aquí, se engloban bajo la concepción del 'macho', bajo la hombría). Pero no solo del crepúsculo bebe el mexicano. Corre 1966, y ya han nacido obras magnas del spaghetti western como La trilogía del dólar de Sergio Leone (1964 - 1966), donde los valores del subgénero fueron hiperbolizados desde el Vera Cruz (Veracruz) de Robert Aldrich (1954), inspirando a Ripstein para la estética sucia que recorre Juan Sáyago, antihéroe que, a pesar de todo, es la auténtica definición del charro sudamericano. Duro y rudo, envuelto en una historia de violencia (explícita aquí, síntoma de su condición crepuscular, evitando el naturalismo del spaghetti western) asentadas en los temas primordiales que convirtieron a Clint Eastwood en leyenda, como la venganza y la muerte, siempre medidas por la moral (o la ausencia de ella) de su protagonista y resueltas a través de un duelo final que define su futuro inmediato. Por último, el carácter fantasmagórico, de ente sobrenatural indestructible (afirman, en la película, que a Juan Sáyago 'no le entran las balas') también es tomado del ideario de los wésterns mediterráneos protagonizados por Eastwood, y que el propio Eastwood llevó a terrenos inspiradoramente fantásticos en su primera etapa cinematográfica como director desde películas como Infierno de cobardes (1973) o El jinete pálido (1985). Es bajo esta armónica convivencia generacional que nace, en el seno de Colombia, uno de los mitos más poéticos del wéstern moderno: Juan Sáyago.
Ripstein no se recata en mostrar alegremente todas estas influencias a través de numerosas técnicas cinematográficas y narrativas. Al igual que en la ya mencionada Centauros del desierto, esa obra imperecedera de valor inexorable con la que Ford disparó a los corazones del mundo entero, Tiempo de morir arranca con un cuadro dentro del cuadro intermediado por una puerta que se abre. Se abre y observamos a Juan Sáyago caminar, en andares de resignación, hacia el horizonte, rumbo a casa. Mientras camina, la puerta se cierra y, a través de los barrotes de su celaje, el plano se fragmenta atrapando al personaje en una cárcel metafórica símbolo de la derrota y la pérdida que le han brindado los dieciocho años de reclusión. En Centauros del desierto, Ethan Edwards (John Wayne) volvía, envuelto en el mismo halo de derrota y pérdida, a casa, tras el fracaso del bando confederado durante la Guerra de Secesión, buscando la paz y la libertad características de los protagonistas del wéstern clásico. El destino hace imposible la redención de ambos una vez desarrollados los personajes y sus trasfondos. Este plano se repite con la llegada de Juan Sáyago a su hogar, en ruinas por el paso de los años, que pretenderá reconstruir, al igual que Ethan con la imperturbable búsqueda de Debbie (Natalie Wood), para poder vivir en paz hasta el fin de sus días.
Otro motivo típico del wéstern, aunque más anecdótico, es la acción del protagonista atravesando la frontera en el arranque de la película, recurrente en wésterns de la década como Duelo de titanes (John Sturges, 1957) o Los valientes andan solos (David Miller, 1962) con los que se anuncia que la civilización y la ley han llegado, situándonos en los últimos años del Salvaje Oeste frente al pionerismo en las historias del wéstern clásico, manifestando la ambientación histórica de la película desde el inicio. De la misma forma, durante el regreso a casa, la muerte se anuncia en forma de cruz sepulcral donde Juan Sáyago se para, nosotros con él, para prenderse un cigarro, haciendo así toda una declaración de intenciones sin que todavía haya pasado nada...
Arturo Ripstein, mexicano de nacimiento y naturalizado español, filma, con exquisita sensibilidad y virguería técnica, la leyenda de Juan Sáyago (Jorge Martínez de Hoyos), un exconvicto que, tras ver pasar dieciocho años de su vida entre cuatro paredes, vuelve a su hogar, una pequeña aldea de la Colombia independiente del s. XX con vistas a un futuro reconciliador perturbado por las inquebrantables fuerzas del pasado sometidas por el honor y la venganza de los hombres.
'Cuando la leyenda se convierte en hecho, se imprime la leyenda' decía John Ford a través de los labios de Carleton Young en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), desmitificando un género impasivo ante las frías garras de un crepúsculo inminente. Pappy destruía, así, un género. Su género, con una sola afirmación. Es, aquí, cuando Ripstein refuta el argumento de El hombre que inventó América consolidando, en su película, algunos de los motivos más emblemáticos del wéstern clásico, reviviéndolo, como la figura del héroe, de imposible redención, en busca de la forja de un hogar donde vivir en paz y libertad (La venganza de Frank James de Fritz Lang o Centauros del desierto de John Ford, 1940 y 1956 respectivamente, son ejemplos de ello), así como la inspiración de un destino manifiesto y la iconografía propia de las películas de vaqueros. Pero también agrega fundamentos propios del wéstern revisionista de la década de los 60; toma del wéstern crepuscular la figura del héroe atormentado, cansado y resignado en un mundo donde los antiguos valores están señalados por una desaparición inminente (aquí, se engloban bajo la concepción del 'macho', bajo la hombría). Pero no solo del crepúsculo bebe el mexicano. Corre 1966, y ya han nacido obras magnas del spaghetti western como La trilogía del dólar de Sergio Leone (1964 - 1966), donde los valores del subgénero fueron hiperbolizados desde el Vera Cruz (Veracruz) de Robert Aldrich (1954), inspirando a Ripstein para la estética sucia que recorre Juan Sáyago, antihéroe que, a pesar de todo, es la auténtica definición del charro sudamericano. Duro y rudo, envuelto en una historia de violencia (explícita aquí, síntoma de su condición crepuscular, evitando el naturalismo del spaghetti western) asentadas en los temas primordiales que convirtieron a Clint Eastwood en leyenda, como la venganza y la muerte, siempre medidas por la moral (o la ausencia de ella) de su protagonista y resueltas a través de un duelo final que define su futuro inmediato. Por último, el carácter fantasmagórico, de ente sobrenatural indestructible (afirman, en la película, que a Juan Sáyago 'no le entran las balas') también es tomado del ideario de los wésterns mediterráneos protagonizados por Eastwood, y que el propio Eastwood llevó a terrenos inspiradoramente fantásticos en su primera etapa cinematográfica como director desde películas como Infierno de cobardes (1973) o El jinete pálido (1985). Es bajo esta armónica convivencia generacional que nace, en el seno de Colombia, uno de los mitos más poéticos del wéstern moderno: Juan Sáyago.
Ripstein no se recata en mostrar alegremente todas estas influencias a través de numerosas técnicas cinematográficas y narrativas. Al igual que en la ya mencionada Centauros del desierto, esa obra imperecedera de valor inexorable con la que Ford disparó a los corazones del mundo entero, Tiempo de morir arranca con un cuadro dentro del cuadro intermediado por una puerta que se abre. Se abre y observamos a Juan Sáyago caminar, en andares de resignación, hacia el horizonte, rumbo a casa. Mientras camina, la puerta se cierra y, a través de los barrotes de su celaje, el plano se fragmenta atrapando al personaje en una cárcel metafórica símbolo de la derrota y la pérdida que le han brindado los dieciocho años de reclusión. En Centauros del desierto, Ethan Edwards (John Wayne) volvía, envuelto en el mismo halo de derrota y pérdida, a casa, tras el fracaso del bando confederado durante la Guerra de Secesión, buscando la paz y la libertad características de los protagonistas del wéstern clásico. El destino hace imposible la redención de ambos una vez desarrollados los personajes y sus trasfondos. Este plano se repite con la llegada de Juan Sáyago a su hogar, en ruinas por el paso de los años, que pretenderá reconstruir, al igual que Ethan con la imperturbable búsqueda de Debbie (Natalie Wood), para poder vivir en paz hasta el fin de sus días.
Otro motivo típico del wéstern, aunque más anecdótico, es la acción del protagonista atravesando la frontera en el arranque de la película, recurrente en wésterns de la década como Duelo de titanes (John Sturges, 1957) o Los valientes andan solos (David Miller, 1962) con los que se anuncia que la civilización y la ley han llegado, situándonos en los últimos años del Salvaje Oeste frente al pionerismo en las historias del wéstern clásico, manifestando la ambientación histórica de la película desde el inicio. De la misma forma, durante el regreso a casa, la muerte se anuncia en forma de cruz sepulcral donde Juan Sáyago se para, nosotros con él, para prenderse un cigarro, haciendo así toda una declaración de intenciones sin que todavía haya pasado nada...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
sin que todavía se haya formulado una sola palabra.
El director de Ciudad de México muestra unas nociones impolutas sobre profundidad de campo y rotación de cámara desde los que no solo se describen las particularidades de esa pequeña aldea colombiana, sino que también potencian el influjo de la llegada de Juan Sáyago a un lugar donde solo se respira abandono y desolación, proyectado en las panorámicas circulares durante las paradas del protagonista en la cantina desde las que recorremos un espacio destinado a la alegría de los paisanos pero que, en su lugar, vemos una falta de movimiento en plano inaudita para un saloon, indicio de la decadencia y la despoblación por la aparición de las grandes ciudades. Este sentimiento es potenciado durante el seguimiento del protagonista, desde el que conocemos a los demás personajes que instigan la partida de Juan con pequeñas intrahistorias paralelas que terminan conjugando entre sí mientras alegan que en ese lugar solo hay muerte, y que es la muerte (los difuntos residentes en el camposanto) lo único que los ata a permanecer ahí. A los hermanos Trueba, Pedro y Julián (Enrique Rocha y Alfredo Leal respectivamente) es el honor y la venganza por la muerte de su padre; a Mariana (Marga López) el ensimismamiento acogido tras la muerte de Marcial, su marido, y a Casildo (Carlos Jordán), compadre de Juan Sáyago, su condición de muerto en vida. El tétrico derrotismo que turbulenta todo el ambiente del relato se consuma con un desenlace que no es sorpresivo para el espectador, nacido de un pasado empeñado en revivirse que construye el mal de todo un país (llámese Colombia, México o España) y que define nuestro futuro si optamos por la vía del odio y la venganza como Pedro, pero para el que Ripstein ofrece la solución a través de la bonita relación fraguada entre Julián, el menor de los hermanos, y Juan Sáyago, responsable de la muerte de su padre, en una amistad honesta y reconciliadora que marca el rumbo hacia la paz ofreciendo Más corazón que odio.
Ripstein consigue planos secuencia espectaculares (que rompe abruptamente de forma poco convicente para trasladar los diálogos a escenarios nuevos que poco tienen que ver) que sirven para desglosar la relación entre Juan Sáyago y Mariana, la Martha de este relato que, cansada de esperar a su amante pero todavía con un fuerte afecto hacia él, se casó con otro hombre. El director expresa los sentimientos de Mariana a través de los movimientos de cámara empleados cuando esta se convierte en protagonista de la acción; en su soledad, y ante las negativas de Juan Sáyago de abandonar el pueblo, el nerviosismo que padece sobre el futuro de su antiguo amor se percibe en la cámara en mano, inquieta y tambaleante, la cual se vuelve estática y firme cuando Mariana se llena de seguridad tratando de convencer a los demás personajes para que ayuden al hombre que amó, y que sigue amando a pesar de todo. Por otra parte, Ripstein pone en evidencia la altiva megalomanía de Pedro durante casi todas sus escenas, poniéndolo en escena siempre por encima de los demás personajes en plano y, generalmente, a lomos de su caballo hasta en interiores.
La impresionante fotografía en blanco y negro de Alex Phillips y el sonido en directo presente durante casi todo el metraje hacen del duelo final un encuentro breve, intenso e inolvidable digno de los mejores wésterns europeos que funciona como excelente compendio de todos los temas que el guion de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes ofrecen a Arturo Ripstein para construir un personaje tan carismático como Juan Sáyago, interpretado excepcionalmente por Jorge Martínez de Hoyos, digo.
Tiempo de morir es el gran drama de la civilización, del honor mal entendido por el ego de los hombres que, atrapados por su pasado, vagan solitos por el mundo y van deseando la muerte, llevando en su pecho una herida con el alma destrozada por el odio y la venganza. Tiempo de morir es una verdadera obra maestra. (9.5).
El director de Ciudad de México muestra unas nociones impolutas sobre profundidad de campo y rotación de cámara desde los que no solo se describen las particularidades de esa pequeña aldea colombiana, sino que también potencian el influjo de la llegada de Juan Sáyago a un lugar donde solo se respira abandono y desolación, proyectado en las panorámicas circulares durante las paradas del protagonista en la cantina desde las que recorremos un espacio destinado a la alegría de los paisanos pero que, en su lugar, vemos una falta de movimiento en plano inaudita para un saloon, indicio de la decadencia y la despoblación por la aparición de las grandes ciudades. Este sentimiento es potenciado durante el seguimiento del protagonista, desde el que conocemos a los demás personajes que instigan la partida de Juan con pequeñas intrahistorias paralelas que terminan conjugando entre sí mientras alegan que en ese lugar solo hay muerte, y que es la muerte (los difuntos residentes en el camposanto) lo único que los ata a permanecer ahí. A los hermanos Trueba, Pedro y Julián (Enrique Rocha y Alfredo Leal respectivamente) es el honor y la venganza por la muerte de su padre; a Mariana (Marga López) el ensimismamiento acogido tras la muerte de Marcial, su marido, y a Casildo (Carlos Jordán), compadre de Juan Sáyago, su condición de muerto en vida. El tétrico derrotismo que turbulenta todo el ambiente del relato se consuma con un desenlace que no es sorpresivo para el espectador, nacido de un pasado empeñado en revivirse que construye el mal de todo un país (llámese Colombia, México o España) y que define nuestro futuro si optamos por la vía del odio y la venganza como Pedro, pero para el que Ripstein ofrece la solución a través de la bonita relación fraguada entre Julián, el menor de los hermanos, y Juan Sáyago, responsable de la muerte de su padre, en una amistad honesta y reconciliadora que marca el rumbo hacia la paz ofreciendo Más corazón que odio.
Ripstein consigue planos secuencia espectaculares (que rompe abruptamente de forma poco convicente para trasladar los diálogos a escenarios nuevos que poco tienen que ver) que sirven para desglosar la relación entre Juan Sáyago y Mariana, la Martha de este relato que, cansada de esperar a su amante pero todavía con un fuerte afecto hacia él, se casó con otro hombre. El director expresa los sentimientos de Mariana a través de los movimientos de cámara empleados cuando esta se convierte en protagonista de la acción; en su soledad, y ante las negativas de Juan Sáyago de abandonar el pueblo, el nerviosismo que padece sobre el futuro de su antiguo amor se percibe en la cámara en mano, inquieta y tambaleante, la cual se vuelve estática y firme cuando Mariana se llena de seguridad tratando de convencer a los demás personajes para que ayuden al hombre que amó, y que sigue amando a pesar de todo. Por otra parte, Ripstein pone en evidencia la altiva megalomanía de Pedro durante casi todas sus escenas, poniéndolo en escena siempre por encima de los demás personajes en plano y, generalmente, a lomos de su caballo hasta en interiores.
La impresionante fotografía en blanco y negro de Alex Phillips y el sonido en directo presente durante casi todo el metraje hacen del duelo final un encuentro breve, intenso e inolvidable digno de los mejores wésterns europeos que funciona como excelente compendio de todos los temas que el guion de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes ofrecen a Arturo Ripstein para construir un personaje tan carismático como Juan Sáyago, interpretado excepcionalmente por Jorge Martínez de Hoyos, digo.
Tiempo de morir es el gran drama de la civilización, del honor mal entendido por el ego de los hombres que, atrapados por su pasado, vagan solitos por el mundo y van deseando la muerte, llevando en su pecho una herida con el alma destrozada por el odio y la venganza. Tiempo de morir es una verdadera obra maestra. (9.5).