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Voto de Tiggy:
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Drama
Cuando tenía trece años, Marcello Clerici le disparó a Lino, un adulto homosexual que intentó seducirlo. Años más tarde, Clerici es un ciudadano respetable, profesor de filosofía y va a casarse con Giulia. Pero ideológicamente Clerici es fascista, tiene contactos con el servicio secreto y se muestra dispuesto a combinar su luna de miel en París con un atentado contra un exiliado político italiano que había sido profesor suyo. (FILMAFFINITY) [+]
2 de noviembre de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El conformista es la forma que tiene Bernardo Bertolucci de comunicarnos, a través de su historia, de la patria Italia, el sufrimiento de un continente ensombrecido por el lúgubre fascismo, una Europa deprimida por el miedo a la guerra que, cada día, pesaba más en la conciencia ciudadana. Y Bertolucci nos habla, sin miedo ni pudor, a través de un declarado fascista, Marcello, encaramado a una policía secreta dominada por un grupo reaccionario y subversivo en caza de la democracia y la libertad. El conformista comprende todo un período histórico mientras disecciona la mente de un hombre en busca de la normalidad, una normalidad tendida por la mano de Mussolini mientras esconde, con la otra, la verdadera felicidad reprimida del pueblo, de Marcello, en un puño amortajado de una realidad inducida. Primera obra maestra que lanzó al realizador italiano al reconocimiento internacional, mediado por Francis Ford Coppola y George Lucas, adaptando la obra homónima de Alberto Moravia en un híbrido de cine negro y político, pero, sobre todo, social. La mirada inexpresiva de Bertolucci hacia el pasado de su país, incapaz de esbozar una mueca por el dolor y el sufrimiento que carga su historia y que ha colaborado en su expansión, esparciéndolos por la Europa reclusa en la celda del fascismo alemán e italiano, retransmitido por un impecable Jean-Louis Trintignant.
El estilo de Bernardo Bertolucci ha tenido un instinto histórico propio, un espíritu concienciado con la Italia que lo vio nacer. Pero esto está muy lejos del ‘patriotismo’, de ese vago eufemismo utilizado para justificar la moral de una persona y que precisamente critica El conformista. No, Bertolucci está comprometido con la historia italiana desde un punto que la usa, gracias a su importancia histórica, como portavoz de una conciencia social donde el pasado es ineludible para constituir el presente, dando una visión cosmopolita sobre un mundo de luces y sombras que, de una forma tan poética, nos muestra Vittorio Storaro en esta primera colaboración con el cineasta. Desde Antes de la revolución (Prima della rivoluccione, (1964) hasta El último emperador (1987), el director de Parma ha solido utilizar un episodio histórico movido por la política para establecer una conexión entre el espectador y los errores del pasado con una mirada vacía, como Marcello en El costumbrista, víctima de una gran represión moral. Y Bertolucci no solo es capaz de expresar la seca fragancia de la historia, de la vida, con la humanidad desgarradora en la que los extremos se superponen; la luz y la sombra, el blanco y el negro, el azul y el rojo, construyendo la efeméride del mundo cimentada en el angustioso baile de los opuestos. También es capaz de mirar al futuro, aun empapado de derrota, con un hilo de esperanza, de libertad y de Revolución. El rebelde italiano fue capaz, así, de hablarle al mundo acerca de la opresión que vivió Italia, desde 1922 hasta 1945, que él mismo llegó a padecer permitiéndose, también, cortarle la cabeza a su estandarte principal Benito Mussolini bajo la mirada de Marcello. Este tipo de cine, heredado de su padrino Pier Paolo Passolini del que fue asistente de director, fue abrazado por Hollywood en la década de los setenta a pesar de su filosofía crítica y estilo autoral convirtiéndola, así, en una de las obras más influyentes del cine moderno.
El conformista es una evolución progresiva del viejo continente usando la profunda carga moral y psicológica de su protagonista Marcello para comprender la década de los treinta y los cuarenta hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y, por tanto, el final de Hitler y sus aliados. La angustia se palpa en esa ambientación fría con una puesta en escena tan teatral que es capaz de extraer toda la vitalidad de sus personajes, representando a una ciudadanía deprimida y preocupada por el próximo golpe bélico mientras el ciego fascismo, representado por el camarada de Marcello, Ítalo (José Quaglio), avanza sin miramientos a golpe de opresión y represión, situación que critica duramente Bertolucci a través de los próximos escenarios, como París, y los personajes parisinos que observan Italia como una epístola de sometimiento. La relación entre el director de Parma y el erotismo en sus películas se puede apreciar aquí, con un trato más prematuro y salvaje, hablando libremente de la sexualidad con respecto al conservadurismo fascista, patente en la política y la religión que, explícitamente, tacha de limitadores de derechos y libertades individuales usando el trauma de su protagonista, atado a un encuentro homosexual. A su manera, es capaz de crear un triángulo amoroso que abraza el trauma de Marcello para reivindicar, de nuevo, la libertad en cuanto a las posibles relaciones psicoafectivas entre los tres vértices; Marcello, Giulia (Stefania Sandrelli) y Anna (Dominique Sanda) y el rechazo social hacia ciertas tendencias como la bisexualidad o la homosexualidad, ya sea entre hombres o mujeres, con un tono sugerente recreado en la ciudad del amor, replicado en innumerables películas como la obra maestra de Park Chan-wook La doncella (The Handmaiden) (2016). Y qué mejor instrumento tiene Bertolucci para esto que un docente de Filosofía como es el profesor Quadri (Enzo Tarascio), antifascista exiliado por impartir enseñanzas no acordes al régimen de Mussolini. A través de la relación cordial entre Marcello, su exalumno, y el profesor, el director tumba los argumentos del fascismo curando la ceguera de Marcello con los diálogos mantenidos entre ambos personajes, complementando la evolución del protagonista acorde al transcurso de los años en la Italia fascista y el acercamiento de su fin, mirando de nuevo con esperanza ya no a la cura del odio o conversión ideológica, sino a una posible convivencia por puro altruismo social.
El estilo de Bernardo Bertolucci ha tenido un instinto histórico propio, un espíritu concienciado con la Italia que lo vio nacer. Pero esto está muy lejos del ‘patriotismo’, de ese vago eufemismo utilizado para justificar la moral de una persona y que precisamente critica El conformista. No, Bertolucci está comprometido con la historia italiana desde un punto que la usa, gracias a su importancia histórica, como portavoz de una conciencia social donde el pasado es ineludible para constituir el presente, dando una visión cosmopolita sobre un mundo de luces y sombras que, de una forma tan poética, nos muestra Vittorio Storaro en esta primera colaboración con el cineasta. Desde Antes de la revolución (Prima della rivoluccione, (1964) hasta El último emperador (1987), el director de Parma ha solido utilizar un episodio histórico movido por la política para establecer una conexión entre el espectador y los errores del pasado con una mirada vacía, como Marcello en El costumbrista, víctima de una gran represión moral. Y Bertolucci no solo es capaz de expresar la seca fragancia de la historia, de la vida, con la humanidad desgarradora en la que los extremos se superponen; la luz y la sombra, el blanco y el negro, el azul y el rojo, construyendo la efeméride del mundo cimentada en el angustioso baile de los opuestos. También es capaz de mirar al futuro, aun empapado de derrota, con un hilo de esperanza, de libertad y de Revolución. El rebelde italiano fue capaz, así, de hablarle al mundo acerca de la opresión que vivió Italia, desde 1922 hasta 1945, que él mismo llegó a padecer permitiéndose, también, cortarle la cabeza a su estandarte principal Benito Mussolini bajo la mirada de Marcello. Este tipo de cine, heredado de su padrino Pier Paolo Passolini del que fue asistente de director, fue abrazado por Hollywood en la década de los setenta a pesar de su filosofía crítica y estilo autoral convirtiéndola, así, en una de las obras más influyentes del cine moderno.
El conformista es una evolución progresiva del viejo continente usando la profunda carga moral y psicológica de su protagonista Marcello para comprender la década de los treinta y los cuarenta hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y, por tanto, el final de Hitler y sus aliados. La angustia se palpa en esa ambientación fría con una puesta en escena tan teatral que es capaz de extraer toda la vitalidad de sus personajes, representando a una ciudadanía deprimida y preocupada por el próximo golpe bélico mientras el ciego fascismo, representado por el camarada de Marcello, Ítalo (José Quaglio), avanza sin miramientos a golpe de opresión y represión, situación que critica duramente Bertolucci a través de los próximos escenarios, como París, y los personajes parisinos que observan Italia como una epístola de sometimiento. La relación entre el director de Parma y el erotismo en sus películas se puede apreciar aquí, con un trato más prematuro y salvaje, hablando libremente de la sexualidad con respecto al conservadurismo fascista, patente en la política y la religión que, explícitamente, tacha de limitadores de derechos y libertades individuales usando el trauma de su protagonista, atado a un encuentro homosexual. A su manera, es capaz de crear un triángulo amoroso que abraza el trauma de Marcello para reivindicar, de nuevo, la libertad en cuanto a las posibles relaciones psicoafectivas entre los tres vértices; Marcello, Giulia (Stefania Sandrelli) y Anna (Dominique Sanda) y el rechazo social hacia ciertas tendencias como la bisexualidad o la homosexualidad, ya sea entre hombres o mujeres, con un tono sugerente recreado en la ciudad del amor, replicado en innumerables películas como la obra maestra de Park Chan-wook La doncella (The Handmaiden) (2016). Y qué mejor instrumento tiene Bertolucci para esto que un docente de Filosofía como es el profesor Quadri (Enzo Tarascio), antifascista exiliado por impartir enseñanzas no acordes al régimen de Mussolini. A través de la relación cordial entre Marcello, su exalumno, y el profesor, el director tumba los argumentos del fascismo curando la ceguera de Marcello con los diálogos mantenidos entre ambos personajes, complementando la evolución del protagonista acorde al transcurso de los años en la Italia fascista y el acercamiento de su fin, mirando de nuevo con esperanza ya no a la cura del odio o conversión ideológica, sino a una posible convivencia por puro altruismo social.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Pero el texto de Moravia no toma la vía fácil, situando un personaje motor para los acontecimientos como es Don Manganiello (Gastone Moschin) que no deja de ser una metáfora de la sombra del fascismo de la que hablaba antes, que persigue y embauca a la ciudadanía a base de mentiras excusadas en el patriotismo, retroalimentando al protagonista y que, por desgracia, es tan actual hoy como en 1970 ó 1945.
Este drama social se convierte en un híbrido con el cine negro gracias a las técnicas vanguardistas que emplea el dúo de maestros italianos: Bertolucci y Storaro. Como el legendario director de fotografía citó en una entrevista, se basó en las obras tenebristas con fijación en Caravaggio y cuadros como La vocación de San Mateo (1600) para la proyección de las luces y las sombras en la composición de los planos, ofreciendo una lectura poética e incluso religiosa a pesar del ateísmo declarado de Bertolucci, sabiendo focalizar la atención del espectador no solo en la figura dominante en el plano, sino a las sombras que genera y cómo estas ensombrecen otros personajes, ocultando sus ideas. Cuando Marcello ve por primera vez al profesor, en su despacho, este le invita a entrar desde la oscuridad, tal y como en Mateo 9:9, versículo para La vocación según San Mateo, que dice: ‘Jesús vio un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos…’ (equivalentes de Marcello y Quadri) y le dijo ‘sígueme’ y Mateo se levantó y le siguió. Aunque el paralelismo entre Jesús y su apóstol toma un camino ligeramente diferente en la visión de Storaro. Quadri sigue a Marcelo, sí, pero no como discípulo, sino como tutor que, como Jesús a San Mateo, todavía tenía mucho que revelar a Marcello. En esta conversación, los italianos sumergen la escena en la penumbra, creando una atmósfera íncómoda e íntima para acentuar la tensión dramática, radicada en el choque de ideas, reflejando la colisión de dos mundos tal y como en la obra de Caravaggio. Esta perspectiva sobre la iluminación está presente durante todo el metraje, enriqueciendo la lectura y construcción psicológica de sus personajes y las percepciones que presentan unos en torno a otros con esa contraposición entre la luz y la oscuridad. También se puede apreciar, por ejemplo, por las escenas que comparte Marcello con las dos mujeres del filme. Mientras que con Giulia, su mujer que odia en secreto, las sombras parecen encarcelar a sus personajes (como en la secuencia del planteamiento donde, aun en Italia y sin nosotros conocer sus verdaderas intenciones, la sombra proyectada ocupa todo el plano, fraccionada con pequeñas franjas de luz que emulan los barrotes de una cárcel y, por tanto, esa represión interna de Marcello incluso besando a su mujer) con Anna todo se vuelve más cálido y más claro, mostrando la conexión impulsiva e irracional de ambos, limpia y franca, ambos sabiéndolo todo el uno del otro. Por último, merece la pena destacar la secuencia de arranque del filme, personificada por el engatusamiento de Ítalo hacia Marcello. Por un lado, con un fondo alegre, de colores puros y totalmente iluminado está el protagonista, abriendo sus inquietudes hacia su camarada por esa reflexión existencialista de la búsqueda de la normalidad. Al cambio, Ítalo, cubierto de una sábana de tinieblas en un fondo sobrio, escucha, pero lejos de ser un elemento pasivo de la acción, interviene para dar a Marcello el placebo de sus dolencias, la justificación de la lucha, del fascismo, del conservadurismo ideológico usado para acomodar la farisea normalidad de la que es buscador y que está impuesta y falseada por el pensamiento del líder del Partido Fascista Republicano y sus aliados. Después, entra en juego el personaje de El Coronel (Fosco Giachetti) que sigue convenciendo a Marcello mientras Ítalo se ausenta parcialmente, entrando en la sala de locución donde esparce la propaganda fascista que podemos escuchar en segundo plano de la conversación, descubriendo también la ceguera de Ítalo. [...].
Este drama social se convierte en un híbrido con el cine negro gracias a las técnicas vanguardistas que emplea el dúo de maestros italianos: Bertolucci y Storaro. Como el legendario director de fotografía citó en una entrevista, se basó en las obras tenebristas con fijación en Caravaggio y cuadros como La vocación de San Mateo (1600) para la proyección de las luces y las sombras en la composición de los planos, ofreciendo una lectura poética e incluso religiosa a pesar del ateísmo declarado de Bertolucci, sabiendo focalizar la atención del espectador no solo en la figura dominante en el plano, sino a las sombras que genera y cómo estas ensombrecen otros personajes, ocultando sus ideas. Cuando Marcello ve por primera vez al profesor, en su despacho, este le invita a entrar desde la oscuridad, tal y como en Mateo 9:9, versículo para La vocación según San Mateo, que dice: ‘Jesús vio un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos…’ (equivalentes de Marcello y Quadri) y le dijo ‘sígueme’ y Mateo se levantó y le siguió. Aunque el paralelismo entre Jesús y su apóstol toma un camino ligeramente diferente en la visión de Storaro. Quadri sigue a Marcelo, sí, pero no como discípulo, sino como tutor que, como Jesús a San Mateo, todavía tenía mucho que revelar a Marcello. En esta conversación, los italianos sumergen la escena en la penumbra, creando una atmósfera íncómoda e íntima para acentuar la tensión dramática, radicada en el choque de ideas, reflejando la colisión de dos mundos tal y como en la obra de Caravaggio. Esta perspectiva sobre la iluminación está presente durante todo el metraje, enriqueciendo la lectura y construcción psicológica de sus personajes y las percepciones que presentan unos en torno a otros con esa contraposición entre la luz y la oscuridad. También se puede apreciar, por ejemplo, por las escenas que comparte Marcello con las dos mujeres del filme. Mientras que con Giulia, su mujer que odia en secreto, las sombras parecen encarcelar a sus personajes (como en la secuencia del planteamiento donde, aun en Italia y sin nosotros conocer sus verdaderas intenciones, la sombra proyectada ocupa todo el plano, fraccionada con pequeñas franjas de luz que emulan los barrotes de una cárcel y, por tanto, esa represión interna de Marcello incluso besando a su mujer) con Anna todo se vuelve más cálido y más claro, mostrando la conexión impulsiva e irracional de ambos, limpia y franca, ambos sabiéndolo todo el uno del otro. Por último, merece la pena destacar la secuencia de arranque del filme, personificada por el engatusamiento de Ítalo hacia Marcello. Por un lado, con un fondo alegre, de colores puros y totalmente iluminado está el protagonista, abriendo sus inquietudes hacia su camarada por esa reflexión existencialista de la búsqueda de la normalidad. Al cambio, Ítalo, cubierto de una sábana de tinieblas en un fondo sobrio, escucha, pero lejos de ser un elemento pasivo de la acción, interviene para dar a Marcello el placebo de sus dolencias, la justificación de la lucha, del fascismo, del conservadurismo ideológico usado para acomodar la farisea normalidad de la que es buscador y que está impuesta y falseada por el pensamiento del líder del Partido Fascista Republicano y sus aliados. Después, entra en juego el personaje de El Coronel (Fosco Giachetti) que sigue convenciendo a Marcello mientras Ítalo se ausenta parcialmente, entrando en la sala de locución donde esparce la propaganda fascista que podemos escuchar en segundo plano de la conversación, descubriendo también la ceguera de Ítalo. [...].