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Voto de Tony Montana:
8
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Thriller
Un fiscal investiga la clave del funcionamiento de una organización secreta que ha acabado con la vida de un jefe de Estado. Un film basado en el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y la posterior investigación del magnicidio. (FILMAFFINITY)
19 de julio de 2011
21 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando el cine político de calidad, que cuestionaba al propio sistema capitalista, llegó a Europa, lo hizo de forma muy visceral. Generalmente se consideran los dos pilares del movimiento europeo a Pontecorvo y Costa Gavras, quienes denunciaron con un estilo seco y directo el colonialismo europeo y americano en el resto de continentes, sin ambages, y le dieron voz a quien hasta ahora no la tenía: Europa también estaba dirigida por los mismos hombres que decidían el destino del mundo. Y a esa clase de películas pertenece la tremendamente actual I... como Ícaro, del comercial cineasta francés Henri Verneuil. Una de las cabezas visibles del polar francés, habitualmente centrado en el género del thriller policíaco y la acción, decidió acometer la película más madura, contundente y áspera de su filmografía con un thriller político de corte sobrio en el que lo importante es el guión y no la caligrafía, en el que analizaría las teorías que hablan del asesinato de Kennedy ordenado por la CIA, situando la trama en un país ficticio con una bandera parecida a la de Estados Unidos y en donde se habla francés. Y para ello contó con uno de los musos de Costa-Gavras, el siempre excelente Yves montand, quien interpreta a un fiscal que ve demasiadas irregularidades en el informe que determina cómo murió el presidente y decirle no darlo por válido ante las quejas de sus compañeros del comité.
Resulta inevitable acordarse de la barroca y complejísima obra periodística de Oliver Stone JFK (JFK, 1991), puesto que la trama que desgrana es la misma. Pero mientras el realizador norteamericano ponía mucho énfasis en el detallismo minucioso y puntillista con cada aspecto de la investigación llevada a cabo por el personaje de Kevin Costner, con una narración asfixiante y con un (extraordinario, por otra parte) montaje marcadísimo, Verneuil opta por simplificar conceptos y alejarse de cualquier intención verista como haría años después el realizador de Platoon (Platoon, 1986). Verneuil, aun siendo obvio que habla de Kennedy, utiliza las ideas, su arma más poderosa, y para llegar a ellas se sirve del ejemplo del magnicidio más famoso del siglo XX, por lo cual el caso importa realmente poco o nada. Eso sí, no busca tomar por tonto al espectador, y esa simplificación de detalles no va unida a una simplificación de conceptos, puesto que todo es expuesto con claridad gracias a un guión hábil, con sus minúsculas trampas, pero que funciona como un reloj. Es decir, elige el fondo antes que la forma. Y es una forma inteligente, ya que no queda nada en el tintero al final de esas dos brevísimas horas de metraje. Verneuil nunca fue un esteta, muy alejado de la capacidad de jugar con el montaje y con los encuadres, como sí fue Melville, así que optar por dejar hablar a los actores y al guión es la mejor opción posible.
Resulta inevitable acordarse de la barroca y complejísima obra periodística de Oliver Stone JFK (JFK, 1991), puesto que la trama que desgrana es la misma. Pero mientras el realizador norteamericano ponía mucho énfasis en el detallismo minucioso y puntillista con cada aspecto de la investigación llevada a cabo por el personaje de Kevin Costner, con una narración asfixiante y con un (extraordinario, por otra parte) montaje marcadísimo, Verneuil opta por simplificar conceptos y alejarse de cualquier intención verista como haría años después el realizador de Platoon (Platoon, 1986). Verneuil, aun siendo obvio que habla de Kennedy, utiliza las ideas, su arma más poderosa, y para llegar a ellas se sirve del ejemplo del magnicidio más famoso del siglo XX, por lo cual el caso importa realmente poco o nada. Eso sí, no busca tomar por tonto al espectador, y esa simplificación de detalles no va unida a una simplificación de conceptos, puesto que todo es expuesto con claridad gracias a un guión hábil, con sus minúsculas trampas, pero que funciona como un reloj. Es decir, elige el fondo antes que la forma. Y es una forma inteligente, ya que no queda nada en el tintero al final de esas dos brevísimas horas de metraje. Verneuil nunca fue un esteta, muy alejado de la capacidad de jugar con el montaje y con los encuadres, como sí fue Melville, así que optar por dejar hablar a los actores y al guión es la mejor opción posible.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Oficinas, edificios, lugares públicos... todos ellos son rectilíneos, perfectos, grises. No hay una mácula de vida en estos "no lugares" en los que (sobre)vive el hombre, ajeno a lo que se cuece en las altas esferas, crédulo en su felicidad de ignorar y ser ignorado. Una verdadera jungla de asfalto en la que el ciudadano es una hormiga en manos de un gigante al que no puede ver. Así, por ejemplo, desde el despacho de Montand se divisa un amenazante skyline de pequeñas casitas presidido por un uniforme rascacielos, tenebroso y amenazante, vigilante de lo que sucede en el despacho del fiscal. El mundo que pensó Bradbury en Farenheit 451, el mundo en el que el hombre no se cuestiona su realidad y en el que todo aquel que osa hacerlo recibe un castigo. Ejemplo perfecto de esto es el listado de testigos marcados en rojo en es foto extraída del vídeo de un videoaficionado. El único testigo que queda en pie es el que no se atrevió a ir a confesar que había visto algo. La felicidad del cobarde, del mediocre, del que no levanta la cabeza no vaya a ser que me den un golpe.
Porque ahí está el otro punto sobre el que se cimenta este Estado dentro del Estado que gobierna en la sombra: la mezquindad del hombre. El videoaficionado que comentamos antes busca, a toda costa, sacar beneficio de su grabación, pidiéndole al fiscal que done 2000 dólares a caridad... y 25000 a su bolsillo. Nosotros como masa somos tan culpables de la situación como los gobiernos, y las acciones desinteresadas no existen. Ésto se ve muy bien en una secuencia tan magnífica como larga. En ella, el fiscal interpretado por Montand acude a un científico que lleva a cabo unos experimentos basado en la Experiencia Milgram, según la cual un hombre debía someter a una descarga eléctrica a un semejante cada vez que este cometiese un error en la prueba, y no podían parar salvo orden del científico al cargo: 2 de cada 3 ciudadanos no pararon y le administraron cargas mortales a su compañero de experiencia. La única razón para detener este comportamiento sádico es la orden de la autoridad. La misma autoridad que permite que haya dictadores, holocaustos y crímenes de guerra. El que no se preocupa de que los servicios secretos, llámesen CIA, MI5 o Gestapo, hagan y deshagan a su antojo con el terrorismo de Estado. Porque son los que mandan y hacen lo correcto. Porque no se pueden equivocar. Porque quieren lo mejor para nosotros. Y en ese caso, las conclusiones fluyen con total naturalidad sin resultar forzadas (a pesar de cierto didactismo), y como parece decirnos Verneuil en su escalofriante epílogo: ¿Realmente marca la diferencia saber la verdad?
Porque ahí está el otro punto sobre el que se cimenta este Estado dentro del Estado que gobierna en la sombra: la mezquindad del hombre. El videoaficionado que comentamos antes busca, a toda costa, sacar beneficio de su grabación, pidiéndole al fiscal que done 2000 dólares a caridad... y 25000 a su bolsillo. Nosotros como masa somos tan culpables de la situación como los gobiernos, y las acciones desinteresadas no existen. Ésto se ve muy bien en una secuencia tan magnífica como larga. En ella, el fiscal interpretado por Montand acude a un científico que lleva a cabo unos experimentos basado en la Experiencia Milgram, según la cual un hombre debía someter a una descarga eléctrica a un semejante cada vez que este cometiese un error en la prueba, y no podían parar salvo orden del científico al cargo: 2 de cada 3 ciudadanos no pararon y le administraron cargas mortales a su compañero de experiencia. La única razón para detener este comportamiento sádico es la orden de la autoridad. La misma autoridad que permite que haya dictadores, holocaustos y crímenes de guerra. El que no se preocupa de que los servicios secretos, llámesen CIA, MI5 o Gestapo, hagan y deshagan a su antojo con el terrorismo de Estado. Porque son los que mandan y hacen lo correcto. Porque no se pueden equivocar. Porque quieren lo mejor para nosotros. Y en ese caso, las conclusiones fluyen con total naturalidad sin resultar forzadas (a pesar de cierto didactismo), y como parece decirnos Verneuil en su escalofriante epílogo: ¿Realmente marca la diferencia saber la verdad?