Se entiende lo que ha querido hacer el director Philip Gröning en esta película. Ha querido mostrar el lento proceso que va desde la felicidad en la pareja hasta una situación de maltrato habitual. Se entiende que mostrar escenas muy cotidianas refuerza que el espectador se sobrecoja cuando llega la violencia. Y es cierto que a veces nos quejamos de los directores que matan a sus personajes antes de desarrollarlos, lo que provoca en el espectador una completa falta de empatía.

Pero claro, de ahí a necesitar 175 minutos de metraje para llegar al objetivo que persigue la película, hay un abismo. Son casi tres horas en las que se ha aburrido más de la mitad de la sala y un cuarto de ella ha desfilado hacia la puerta antes del final.

Y es una pena, porque la sobriedad de las interpretaciones, el realismo de las situaciones y la empatía que algunas escenas de la película provocan, acaban dando la sensación de que esta cinta podría haber sido mucho más. Pero el castigo al que se ve sometido el espectador provoca que, de puro agotamiento, muchas de estas sensaciones no lleguen a calar lo que deberían.