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Voto de cinedesolaris:
9
Drama Cinco siglos atrás, un mural fue creado en una iglesia rural al norte de Inglaterra, para ser luego cubierto bajo capas de pintura blanca. Tom Birkin, veterano de la Primera Guerra Mundial, llega al pequeño pueblo para restaurar el mural, en contra de los deseos del Reverendo y gran parte del pueblo, quienes lo ven como un intruso que llega para alterar el orden establecido. (FILMAFFINITY)
17 de abril de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierta secuencia de Un mes en el campo (A month in the country, 1987), de Pat O’Connor, adaptación de la homónima novela de J.L Carr, Tom Birkin (Colin Firth), que restaura un fresco en la capilla de la iglesia de Oxgodby, una comunidad rural en Yorkshire, en el norte de Inglaterra, a la vez que restaura aún sus emociones quebradas en el campo de batalla (de la I guerra mundial), pasea por el frondoso bosque junto a Alice (Natasha Richardson), la esposa del párroco. Entre ambos se está gestando una conexión que desborda, y desconcierta a ambos. Es un singular momento de promesa de plenitud. Fugaz, porque un disparo, el disparo de un cazador a un conejo, provoca que él se contraiga, sobresaltado, protegiéndose la cabeza, como si se sintiera de nuevo en el campo de batalla. Su expresión se torna desolada, y musita que el paraíso es imposible. Esa frase la podrían expresar los protagonistas de las otras dos más sugerentes obras de la filmografía del cineasta irlandés, la también excelente Cal (1984), y la irregular pero notable Un tiempo pasado (Fools of Fortune, 1990), adaptación de una novela del admirable escritor irlandés, William Trevor, a quien también había adaptado en Ballroom of romance (1982), por la que ganó el Bafta a la mejor producción dramática televisiva, y One of ourselves (1983), también protagonizada por Cyril Cusack. No he leído ninguna de esas obras adaptadas, pero sí las espléndidas Leyendo a Turgeniev, La historia de Juliet y Noches en el Alexandra, los magníficos relatos de Una relación perfecta y, en particular, las excepcionales Verano y amor y La historia de Lucy Gault, que precisamente, después de nueve años sin rodar una película, es su próximo proyecto. Esa capacidad de mantener en vilo una emoción durante toda la narración, y que se expanda, tan luminosa como dolorosamente, en sus últimas páginas, se puede percibir, sentir, en las tres obras citadas, en particular en Un mes en el campo, amplificado por la excepcional banda sonora de Howard Blake.

Esa emoción doliente, como una luz sombreada, o una sombra en la que palpita como reminiscencia la ilusión que no pudo materializarse, su fulgor seminal, también se podía encontrar años después en otra producción británica de parecidas características, más popular y exitosa, aunque minusvalorada, El paciente inglés (The english patient, 1995), de Anthony Minghella, pero también en otro magistral melodrama protagonizado por Ralph Fiennes, El fin del romance (The end of an affair; 1999), de Neil Jordan. En ambas, sus magníficas bandas sonoras, compuestas respectivamente por Gabriel Yared y Michael Nyman, desplegaban de modo exuberante la paradójica celebración que anida en una emoción rota, la vibración desgarrada de la sublimación truncada. Si añadimos otro relato de amor frustrado, Lo que queda del día (The remains of the day, 1993), la obra maestra de James Ivory, aunque más bien definida por una desgarrada implosión emocional (acorde a la tardía consciencia del error cometido en el pasado por parte del personaje encarnado, en una de sus más soberanas interpretaciones, por Anthony Hopkins), dispondríamos de cuatro grandes obras pertenecientes a un tipo muy concreto de producción británica, o melodrama británico que, entonces, por la cinefilia elitista (o esnob) solía más bien ser poco apreciada, calificada más bien como convencional que como distinguida. Se valoraba, o reconocía, más su diseño de producción que su singularidad expresiva. En el caso de O’Connor, sus restantes obras no superarían la discreción, caso de Un señorito en Nueva York (1988), El asesino del calendario (1989), o como mucho podrían considerarse estimables, Círculo de amigos (1995), El secreto de los Abbots (1997) y El sueño de agosto (1998), e incluso calificaría como fallida Dulce noviembre (2001), pero, aunque desconozco la producción televisiva Zelda (1993) y Private peaceful (2012), desde luego, en Cal, Un tiempo pasado y, sobre todo, Un mes en el campo, O’Connor destaca como un sutil y afinado explorador de los frágiles mapas de los rostros.

Paisajes perturbados por sus figuras. Bufones o títeres del destino (Fools of fortune). Las tres obras citadas de O’Connor se vertebran sobre la dificultad de vivir, sobre la constatación de una Arcadia imposible. Sus tres protagonistas se ven vulnerados por los violentos quiebros que sufren en su vida, sea el conflicto de la primera guerra mundial, o el que enfrentaba a Irlanda con Inglaterra en su lucha por la independencia. En las tres se aborda la carne de un ruinoso proceso de conocimiento y los intentos de restaurar las heridas del tiempo o de rectificar, en un nuevo sendero de vida, los errores pasados.

La inclinación del ser humano a la violencia, de un modo u otro, se convierte en fractura de la posibilidad de la armonía, del predominio de la ternura y la confianza. Es un punto de conexión con el cine de Tarkovski. En Un mes en el campo, por causa del trauma postbélico, el protagonista, Birkin, tartamudea, como el joven del prólogo de El espejo (Zerkalo, 1974), de Andrei Tarkovski.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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