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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
3
Terror Desde tiempos inmemoriales, los proyectos residenciales del barrio de Cabrini Green en Chicago se han visto amenazados por la historia de un supuesto asesino en serie con un gancho por mano al que se invoca fácilmente repitiendo su nombre cinco veces frente a un espejo. Hoy, una década después de que la última torre de Cabrini fuese derruída, el artista visual Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen) y su novia Brianna Cartwright (Teyonah ... [+]
17 de abril de 2022
1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin paños calientes, el reciente «reboot» de «Candyman, el dominio de la mente» («Candyman», 1992) es la peor película —y no sólo de terror, sino en general— que he visto en mucho tiempo. Y mira que me meto bodrios entre pecho y espalda. Me reafirma asimismo en la convicción de que el sello Jordan Peele —aquí (co) guionista—, como en su día el de Tarantino, no constituye, «per se» una credencial de calidad en absoluto fiable.
En su día creo haber advertido del riesgo de que el «Black Lives Matter» acabe convertido en el perejil de todas las salsas. Permítanme insistir en ello, especialmente ante títulos tan bochornosos como el que nos ocupa. La verdad, flaco favor se le hace a un movimiento social de innegable valor con espantos de la ralea de esta «Candyman» o la igualmente ignominiosa «Territorio Lovecraft» («Lovecraft Country», 2020).
Nada en el film de Nia DaCosta —joven realizadora a la que no deseo ningún mal, pero ojalá apruebe una oposición a lo que sea y no tenga la necesidad de volver a ponerse jamás tras una cámara— tiene el menor sentido, y no porque anide en él una feroz voluntad surreal-iconoclasta —tal como, en parte, si sucedía en el caso de «Déjame salir» («Get Out», 2017)—; sino porque argumentalmente es un desastre sin paliativos, un asombroso cúmulo de incoherencias, un «crescendo» ridículo culminado en una borrachera de vergüenza ajena.
En cuanto a su reparto, no hay uno solo de sus integrantes —secundarios muy poco carismáticos cuyos rostros, si acaso, nos resultan apenas levemente familiares— que no parezca estar luchando a brazo partido por alzarse con el «Razzie» correspondiente. Especialmente nefando se antoja su protagonista, un Yahya Abdul-Mateen II cuyo artista afroamericano gentrificado ha entrado por derecho propio —y con carné VIP— en el Olimpo de los papeles más esperpénticos de la historia del cine.
Carorpar
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