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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
6
Terror Adaptación de la famosa novela de Bram Stoker que toma como punto de referencia la insuperable adaptación de Murnau. Jonathan Harker viaja desde Wismar a Transilvania para visitar el castillo del legendario conde Drácula, a quien pretende venderle una mansión en su ciudad. Atraído por una fotografía de Lucy, la mujer de Harker, Nosferatu parte inmediatamente hacia Wismar, llevando con él la muerte y el horror. (FILMAFFINITY)
28 de agosto de 2023
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Hace poco revisité con sumo regocijo «Aguirre, la cólera de Dios» («Aguirre der Zorn Gottes», 1972), de modo que decido ponerme con «Nosferatu, vampiro de la noche», de la que guardaba un recuerdo todavía más difuso, confundido encima con el del sinnúmero de versiones que de la obra de Bram Stoker se han rodado. Mi primera impresión es que la aproximación de Werner Herzog a la historia del conde Drácula ha envejecido bastante peor que su retrato del conquistador guipuzcoano, con todo y ser siete años posterior.
Asimismo, da la sensación de carecer de los recursos —y no sólo económicos, también artísticos— para ejecutar lo que tenía en mente. Eso, o la cutrez generalizada —el maquillaje son polvos de talco y el castillo de los Cárpatos una casona decrépita y mal encalada— era un efecto buscado, análogo a las estrecheces presupuestarias que hubieron de arrostrar los realizadores del expresionismo, movimiento con el que no puede dejar de vincularse esta película. Claro, que una cosa es hacer de la necesidad virtud, caso de Wiene, Lang, Murnau y compañía; y otra, copiar sus peores vicios.
Si la «Nosferatu» original («Nosferatu – Eine Symphonie des Grauens», 1922) llevaba por subtítulo «una sinfonía del horror», ésta bien podría llevar el de «sinfonía de la locura». Quizá ahí —y en el trabajo de Klaus Kinski, al que me referiré a continuación— radique el valor del film. En efecto, sus inconexas imágenes —en demasiadas ocasiones rayanas en el fallo de raccord— cobran cierto vuelo cuando, a lomos de la sugestiva banda sonora de Popol Vuh, se dejan llevar por su componente onírico hasta alcanzar cotas de un surrealismo de «kermesse» satánica donde se aprecia la influencia de las enigmáticas tablas del Bosco.
Mención aparte —no podía ser de otro modo— merece la encarnación que Klaus Kinski hace del vampiro. Una mirada como no ha habido otra en la historia del cine —fragilidad de cachorrito abandonado y psicopatía genocida a partes iguales— y su precaria dicción del inglés —agravada por esos largos incisivos de atrezo de tienda de disfraces— humanizan el monstruo inmortalizado por Max Schreck. A su lado, dos intérpretes de la talla de Isabelle Adjani y Bruno Ganz palidecen sin remisión. Pareciera que de verdad Kinski les hubiera succionado un par de litros de sangre a cada uno.
Carorpar
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