Tras la fiesta en el campo, se impone regresar a la ciudad y los amigos de L. Lumière suben ordenadamente al vehículo para emprender el itinerario de vuelta.
El coche -de caballos, naturalmente- proporciona empaque a la escena, ambiente de refinamiento y, como siempre, esa sensación de naturalidad que habitualmente pretendía el cineasta francés.
Aunque en esta ocasión una de las damas no puede evitar la tentación de mirar de soslayo hacia la cámara y delatar con su actitud que todo estaba preparado.
Una vez más, el encuadre, la duración de la secuencia y la composición de la escena son magníficas.