No tarda R. Siodmak en pintar con astucia sobre la pantalla los perfiles de una psicosis que va mostrando su verdadero rostro cuando más conviene al relato.
El espectador no puede eludir el reto de enfrentarse a la que está viendo porque todos los detalles apuntan en la misma dirección: la intriga, la sospecha y la desazón.
El director fabula con el juego de las apariencias y el fantasma de la tensión se cierne como una amenaza permanente con su ropaje en blanco y negro.
Nos presenta unos diálogos cargados de intención, unas situaciones perversas, una continua presión psicológica, las miradas de los protagonistas que poseen voz propia, la vacilante llama de una palmatoria y unos decorados que invitan a no fiarse de nadie.
La perversidad hecha película.