Curiosa y casi olvidada, algo simplista, lacrimógena, anecdótica y cargada de buenas intenciones, la película de A. Mayo parece chapada a la antigua, como si todavía el cine no hubiera dado ese salto definitivo que en los años treinta le convirtió en el séptimo arte.
En 1935 se filmaban largometrajes de mucha mayor envergadura y con entidad superior.

Bien B. Davis, bien P. Muni.
Pero el guión flaquea ostensiblemente.
Esa es la fisura por la que se cuela una factura algo tosca y cierto desencanto en el espectador porque, incluso sin ser una mala película, la posibilidad de mejora es evidente.