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Voto de Revista Contraste:
7
Drama En una provincia en medio de la estepa mongola, Amra, de 11 años, vive una vida nómada tradicional con su madre Zaya, su padre Erdene y su hermana pequeña Altaa. Mientras Zaya cuida del rebaño, Erdene trabaja como mecánico y vende el queso casero de Zaya en el mercado local. Su pacífica rutina se ve amenazada por la invasión de empresas mineras internacionales, que excavan en busca de oro y devastan el hábitat natural. Erdene es el ... [+]
28 de octubre de 2022
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La directora y guionista Byambasuren Davaa ya sorprendió al mundo en 2005 con su largometraje El perro mongol. Casi veinte años después, vuelve a trasladarnos, con su delicada e impactante maestría, a la estepa de Mongolia para acompañar a la familia de Amra y mostrarnos su curioso modo de vida.

En su largometraje anterior, el relato discurría a medio camino entre el documental y la ficción. En esta ocasión, se inclina más hacia la segunda opción sin dejar por ello de ser clara y contundente en su descripción de los rituales cotidianos de esta etnia seminómada que se incorpora, sin prisa pero sin pausa, al universo de las nuevas tecnologías y la globalización de los programas televisivos y las marcas de coches.

Dos componentes hacen muy grande esta película de Davaa. Por un lado, el retrato que realiza de los protagonistas es un prodigio de sutileza basado en la contemplación, en un natural dejar hacer y en una planificación alejada de complicados movimientos de cámara. Logra mostrar los pequeños detalles que aderezan y describen a los miembros de la familia, sobre todo en el interior de la yurta, la milenaria vivienda circular propia de los nómadas de Asia Central. Allí, en la penumbra, se muestra el microcosmos familiar, sus aspiraciones, contradicciones, intimidades, enfados e incomprensiones.

Esta intromisión del espectador en el núcleo íntimo de Amra, contrasta y se refuerza con la inabarcable extensión de la estepa que Davaa plasma con, de nuevo, una planificación exquisita. La horizontalidad del paisaje se complementa con mínimos elementos verticales, en especial el árbol de las cintas, o se corona con una luna que aumenta la grandeza del panorama al que se enfrentan los recios habitantes de la zona.

Los nítidos contornos de cada pieza del paisaje se convierten en un dibujo preciso que delimita el horizonte vital de sus pobladores. La amenaza de las empresas mineras parece minimizarse ante la fortaleza del entorno, haciendo que sea el factor humano el que perciba el peligro y luche por sus derechos.

Sin reproche en lo fílmico, quizá sea este matiz reivindicativo lo que desequilibre de alguna manera la narración, ya que pueden parecer demasiados temas en un relato tan pequeño. Sin embargo, Queso de cabra y té con sal es, por continuar con los tamaños, una pequeña gran obra, cargada de humanidad y preciosa y precisa en lo visual.

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Revista Contraste
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