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España España · Barcelona
Voto de reporter:
6
Comedia Richard Nixon recibió a Elvis Presley en el Despacho Oval de la Casa Blanca el 21 de diciembre de 1970. ¿El motivo? Al parecer, a Elvis se le metió en la cabeza que quería tener una placa de agente federal para poder luchar contra la drogadicción en su país, y los asesores de Nixon pensaron que no había problema en conceder tal deseo, a cambio de unas fotografías que podrían mejorar la imagen pública del presidente, a quien el Rey del ... [+]
29 de agosto de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La imagen es simple. Tanto que a simple vista (nunca mejor dicho) no merecería ni un minuto de nuestra atención. El análisis debería exigir aún menos tiempo, y es que los ojos se niegan a detenerse demasiado en algo que parece tan obvio como carente de chichca. Pero claro, como ya se sabe, las apariencias engañan. Éstas nos hablan de un hortera estrechándole la mano a un vejestorio. El segundo sonríe más que el primero, como si para él, dicha instantánea supusiera mucha más satisfacción que para el otro. Las espaldas de ambos están protegidas por cinco banderas que tienen pinta de hacer referencia a los Estados Unidos. En la parte derecha de la fotografía aparece una estantería en la que destacan varios objetos decorativos que ahora mismo causarían furor en cualquier fiesta de ''pongos'' que se precie. En aquella época, eso sí, lo que parece no ir más allá que un bonsái cutre y un par de figuritas de porcelana de mercadillo debían ser el colmo de la distinción. A saber. Teorizar acerca de esto es inofensivo y, por lo visto, es también lo más divertido que nos puede ofrecer esta nueva chorrada con la que hemos decidido ocupar nuestro tiempo.

El caso es que un segundo vistazo aclara un poco más el panorama, y en cierta medida lo vuelve más interesante. El del mal gusto (en el vestir, en el look capilar...) es ni más ni menos que Elvis Presley; el viejales que hace todo lo posible para ocultar la amargura que le corroe por dentro es, oh sorpresa, Richard Nixon, el considerado como peor presidente de la historia de los Estados Unidos. El mismo que, para compensar un poco los agravios, quedó como eterno recordatorio de unos tiempos que, efectivamente, fueron mucho mejores que los que nos ha tocado vivir... ¿o acaso recordamos la última vez que vivimos una dimisión a raíz de un escándalo político? Yo desde luego, no. En-fin, que ahí estaba el Rey, pavoneándose por el Despacho Oval, poco antes de que al líder del mundo libre le diera por registrar toda conversación / charla / discusión / ruido que ahí se diera. Total, que más allá de una imagen y del testigo de gente que por motivos obvios no debería tenerse en excesiva consideración, queda un inmenso vacío informativo ideal para regodearse en los sagrados placeres de la ignorancia. Nos queda pues la especulación... y librarnos a la atracción de la bufonería.

Los títulos de introducción de la nueva película de Liza Johnson, por lo que nos cuentan y por el modo en que son usados, dan buena cuenta de este espíritu (¿filosofía vital?). Prohibido confundirse: la obra no está sujeta al engorro del rigor histórico, más allá de la necesaria contextualización empleada, en esta ocasión, para empezar a construir chistes, los cuales se descubren al poco rato como el único punto de apoyo del producto. Esto podría interpretarse como un síntoma de pobreza en los argumentos, aunque tampoco cabe descartar la fe ciega en un modelo que fomente su efectividad en, precisamente, su simpleza. Lo complicado del asunto es que la directora no se da ninguna prisa en darnos pistas para disipar dudas al respecto. Así, los primeros compases de 'Elvis & Nixon' se suceden siempre al lado de la incómoda incertidumbre de no saber hasta qué punto sus responsables son conscientes de la tontería que están firmando... Hasta que aparece en pantalla el más ''jackass'' de todos: Johnny Knoxville. A decir verdad, la presencia del gurú de las memeces más dolorosas poco o nada aporta al conjunto, pero su entrada en escena es como si nos animara a quitarnos los complejos (tanto a los que miramos como a los que están filmando) y a no sentir ningún tipo de culpabilidad (¿por qué deberíamos?) por aquello de tomarnos la Historia con tanta ligereza.

Al fin y al cabo, la imagen, que ciertamente vale más que mil palabras, nos habla a grito pelado del que seguramente fue uno de los episodios más freaks jamás vividos en la Casa Blanca. Y ya es decir, que no en vano hablamos de un escenario en el que, por ejemplo, por poco no se presenció el asesinato del hombre más poderoso del mundo a causa de la maléfica intervención de una galleta. A la espera de que Liza Johnson se decida a adaptar tan memorable capítulo, queda conformarse, y no es poco en tiempos de crisis, con el constante amalgama de sensaciones encontradas (casi siempre resuelta con regusto dulce) que produce el ver a dos colosos de la interpretación enfrentarse al reto de reinterpretar a dos hitos desde la más bruta de las caricaturas. Con estos ingredientes sobre la mesa, lo más normal era terminar engullido por la vergüenza ajena. Por suerte, Michael Shannon y Kevin Spacey raramente se conforman con semejantes bajezas. Éste desde luego no es el caso. De hecho, sólo por la composición que ofrecen ambos, tanto por separado como cuando comparten encuadre, la película ya queda totalmente justificada... y hasta nos deja con las ganas de futuras entregas, no dedicadas a Elvis y/o Nixon, sino a Shannon y/o Spacey poniéndose el disfraz de uno y otro. El menosprecio para con las segundas lecturas, interpretaciones o análisis mínimamente riguroso de la situación es total. No hay contenido, sólo el vacío que pueden ofrecer los placeres de las buenas tonterías.
reporter
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