El vigilante de la torre Eiffel (que se libra del destino general por haber pasado la noche a mayor altura que nadie en la ciudad) encuentra una mañana que todas las personas, coches y relojes de París están paralizados, congelados en el último movimiento que hicieron, como fotografías de lo que fueron. El mundo se ha detenido y él y otros pocos personajes que irá encontrando por ahí (los tripulantes de una avioneta que acaba de aterrizar) tienen toda la ciudad para ellos, para hacer lo que quieran, bueno o malo: hacerse con las alhajas de las mejores joyerías, comer y beber en el mejor restaurante, o dejar dinero en el bolsillo del pobre desgraciado que se iba a lanzar al Sena de pura desesperación. ¿Quién no quisiera vivir al menos unas horas así y tal vez dar una patada en el trasero de su paralizado jefe, subirse en el estrado del paralizado parlamento y echar un discurso a los paralizados diputados, o tal vez agarrar por la cintura a una paralizada miss Universo? Rene Clair orquesta con acierto esta simpática fantasía surrealista y consigue darle en ocasiones un gran lirismo, por encima del humor constante y el tono de aventurilla de los tebeos.