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Voto de Enrique Castaños:
8
Drama
En este film se nos narra la despreocupada vida de la señorita Else, una joven niña rica cuya mayor preocupación es pasárselo bien en St. Moritz. Una mala inversión de su padre en la Bolsa lo pondrá al borde del abismo si no consigue éste en un plazo mínimo de tiempo restituir cierta cantidad de dinero; Thalhoff llamará a varias puertas en busca de ayuda pero esta le será negada de forma continua, siendo su última esperanza un conocido ... [+]
8 de abril de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película «Fräulein Else», dirigida por el realizador húngaro Paul Czinner, fue estrenada el 8 de marzo de 1929 en el cine Capitol de Berlín. El filme se inspira en la novela homónima del escritor y médico vienés Arthur Schnitzler, publicada en 1924 y concebida en forma de monólogo interior, una novedosa técnica narrativa que acentuaba la introspección psicológica. El guión, del propio Czinner, fue concebido a la medida de la excepcional actriz Elisabeth Bergner, nacida en la región histórica de Galitzia en 1897, quien ya había trabajado con el director húngaro en «Nju» (1924), notable ejemplo del «Kammerspielfilm» alemán, iniciándose desde ese momento una relación entre ambos que desembocaría en matrimonio en enero de 1933.
Aunque el guión de Czinner modifica determinados aspectos de la narración original, algunos tan irrelevantes como situar el núcleo de la acción en otro lugar geográfico, si bien similar en cuanto que en ambos casos se trata de destinos turísticos de vacaciones, el espíritu del breve relato de Schnitzler, a pesar de sesudas opiniones críticas en sentido contrario, pervive, a nuestro juicio, en lo esencial, poniendo de manifiesto la angustia y ansiedad psicológica de la protagonista, su inasible evolución espiritual y las contradicciones morales de una burguesía media-alta de rasgos muy definidos, ya que pertenece a una antigua ciudad imperial, Viena, que era por entonces un auténtico crisol y hervidero cultural, donde se entrecruzaban las más significativas e influyentes corrientes culturales de la vieja y decadente Europa.
La historia que cuenta «Fräulein Else» deja traslucir varios temas que se entrelazan mutuamente: la hipocresía burguesa, la temeraria tentación especuladora a fin de mantener un estatus y un tren de vida por encima de las propias posibilidades, la distancia insalvable entre el afán de poseer bienes materiales y la sencilla y verdadera felicidad, la artificiosidad y vaciedad de la vida elegante, la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos y la inmoralidad u obscenidad que muchas veces esconden individuos supuestamente respetables. Pero el problema crucial que aborda la película es de índole psicológica. Observamos a una jovencita, mimada y caprichosa, consentida y sobreprotegida por su condición de hija única, que va a demostrar, en el momento decisivo, una madurez y una resolución impropias de su edad y de las confortables circunstancias que hasta entonces habían rodeado su existencia. Precisamente otras circunstancias, esta vez ruines y mezquinas, así como el imperioso e incontrolable deseo de evitar que su padre, al que adora y tiene idealizado, ingrese en prisión, forzarán un proceso de maduración extraordinariamente rápido, vertiginoso, sin apenas tiempo para la reflexión sosegada, cuya consecuencia es la toma de una decisión por parte de Elsa en la que la preservación de la integridad moral, corolario del natural pudor femenino y del respeto a ella misma, la habrán de conducir a un desenlace inesperado. Al final, Elsa, a pesar de parecernos durante el primer tercio del filme una muchacha frívola, nos ofrece un aleccionador ejemplo de dignidad moral. Ella es el único ser verdaderamente adulto en un mundo de adultos, ella es la única que había interiorizado, sin que nadie se percatase, un severo código ético de conducta.
La dilatada y explícita secuencia en que Elsa Thalhof (Elisabeth Bergner) espía con inocente torpeza al taimado millonario von Dorsday (Albert Steinrück), que, aunque sin saber exactamente el designio que la anima, se ha percatado desde los primeros escarceos que la joven lo está siguiendo por diversos espacios del hotel, es una de las más conseguidas estéticamente de toda la película. La cámara se mueve de tal modo que siempre podemos calibrar la distancia física que los separa, haciendo hincapié en resaltar los malogrados intentos de la chica por evitar que sus intenciones sean descubiertas. Lo mismo se detiene a hojear un periódico, mirando por el rabillo del ojo a ese imponente caballero que sin duda la atemoriza un poco, que avanza y retrocede a un tiempo, ocultándose detrás de esquinas, pilares y columnas, mientras que Dorsday asiste un tanto extrañado, saludando cortésmente o esbozando una ligera sonrisa, a tan encantadora persecución. Por fin, es el ladino marchante quien provoca el encuentro entre ambos, sin que Elsa pueda evitar un cierto azoramiento y una pudorosa vergüenza. Dorsday, astutamente, ya que la muchacha no se decide a contarle lo que sucede con su padre, quizás porque aún no ha tomado plena conciencia de la gravedad del asunto, se limita a invitarla a que acuda, después de la cena, al baile nocturno que va a celebrarse en los salones del establecimiento. El espectador tampoco dispone de suficientes datos para poder intuir las nada limpias intenciones que impulsan al respetable capitalista.
Nada más acceder a la invitación de Dorsday, los acontecimientos se precipitan. Elsa sube a su habitación. Meditabunda y angustiada, apoya su delicada y hermosa cabecita en el espejo del armario, diciéndose a sí misma que no puede acceder a la inicial petición de su madre (Else Heller). Una mezcla de pudoroso retraimiento por tener que dirigirse a un hombre mucho mayor que ella, de orgullo y de comprensible inconsciencia juvenil, la impulsan a abandonar Saint Moritz y regresar a Viena. Pero, cuando está recogiendo sus cosas, un botones llama y le entrega un telegrama enviado por su madre a modo de ultimátum. Elsa recibe un fuerte impacto. La expresión de su rostro cambia por completo. En una actriz tan dotada para manifestar en su semblante las más mínimas huellas de los estados de ánimo («vibrante, sensitiva, animada de una intelectualidad nerviosa, la Bergner, escribió Lotte Eisner en 1952, encarnó el espíritu de una época que estuvo llena de tensión y de intensa vida espiritual»), esa transformación se aprecia con especial intensidad.
Aunque el guión de Czinner modifica determinados aspectos de la narración original, algunos tan irrelevantes como situar el núcleo de la acción en otro lugar geográfico, si bien similar en cuanto que en ambos casos se trata de destinos turísticos de vacaciones, el espíritu del breve relato de Schnitzler, a pesar de sesudas opiniones críticas en sentido contrario, pervive, a nuestro juicio, en lo esencial, poniendo de manifiesto la angustia y ansiedad psicológica de la protagonista, su inasible evolución espiritual y las contradicciones morales de una burguesía media-alta de rasgos muy definidos, ya que pertenece a una antigua ciudad imperial, Viena, que era por entonces un auténtico crisol y hervidero cultural, donde se entrecruzaban las más significativas e influyentes corrientes culturales de la vieja y decadente Europa.
La historia que cuenta «Fräulein Else» deja traslucir varios temas que se entrelazan mutuamente: la hipocresía burguesa, la temeraria tentación especuladora a fin de mantener un estatus y un tren de vida por encima de las propias posibilidades, la distancia insalvable entre el afán de poseer bienes materiales y la sencilla y verdadera felicidad, la artificiosidad y vaciedad de la vida elegante, la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos y la inmoralidad u obscenidad que muchas veces esconden individuos supuestamente respetables. Pero el problema crucial que aborda la película es de índole psicológica. Observamos a una jovencita, mimada y caprichosa, consentida y sobreprotegida por su condición de hija única, que va a demostrar, en el momento decisivo, una madurez y una resolución impropias de su edad y de las confortables circunstancias que hasta entonces habían rodeado su existencia. Precisamente otras circunstancias, esta vez ruines y mezquinas, así como el imperioso e incontrolable deseo de evitar que su padre, al que adora y tiene idealizado, ingrese en prisión, forzarán un proceso de maduración extraordinariamente rápido, vertiginoso, sin apenas tiempo para la reflexión sosegada, cuya consecuencia es la toma de una decisión por parte de Elsa en la que la preservación de la integridad moral, corolario del natural pudor femenino y del respeto a ella misma, la habrán de conducir a un desenlace inesperado. Al final, Elsa, a pesar de parecernos durante el primer tercio del filme una muchacha frívola, nos ofrece un aleccionador ejemplo de dignidad moral. Ella es el único ser verdaderamente adulto en un mundo de adultos, ella es la única que había interiorizado, sin que nadie se percatase, un severo código ético de conducta.
La dilatada y explícita secuencia en que Elsa Thalhof (Elisabeth Bergner) espía con inocente torpeza al taimado millonario von Dorsday (Albert Steinrück), que, aunque sin saber exactamente el designio que la anima, se ha percatado desde los primeros escarceos que la joven lo está siguiendo por diversos espacios del hotel, es una de las más conseguidas estéticamente de toda la película. La cámara se mueve de tal modo que siempre podemos calibrar la distancia física que los separa, haciendo hincapié en resaltar los malogrados intentos de la chica por evitar que sus intenciones sean descubiertas. Lo mismo se detiene a hojear un periódico, mirando por el rabillo del ojo a ese imponente caballero que sin duda la atemoriza un poco, que avanza y retrocede a un tiempo, ocultándose detrás de esquinas, pilares y columnas, mientras que Dorsday asiste un tanto extrañado, saludando cortésmente o esbozando una ligera sonrisa, a tan encantadora persecución. Por fin, es el ladino marchante quien provoca el encuentro entre ambos, sin que Elsa pueda evitar un cierto azoramiento y una pudorosa vergüenza. Dorsday, astutamente, ya que la muchacha no se decide a contarle lo que sucede con su padre, quizás porque aún no ha tomado plena conciencia de la gravedad del asunto, se limita a invitarla a que acuda, después de la cena, al baile nocturno que va a celebrarse en los salones del establecimiento. El espectador tampoco dispone de suficientes datos para poder intuir las nada limpias intenciones que impulsan al respetable capitalista.
Nada más acceder a la invitación de Dorsday, los acontecimientos se precipitan. Elsa sube a su habitación. Meditabunda y angustiada, apoya su delicada y hermosa cabecita en el espejo del armario, diciéndose a sí misma que no puede acceder a la inicial petición de su madre (Else Heller). Una mezcla de pudoroso retraimiento por tener que dirigirse a un hombre mucho mayor que ella, de orgullo y de comprensible inconsciencia juvenil, la impulsan a abandonar Saint Moritz y regresar a Viena. Pero, cuando está recogiendo sus cosas, un botones llama y le entrega un telegrama enviado por su madre a modo de ultimátum. Elsa recibe un fuerte impacto. La expresión de su rostro cambia por completo. En una actriz tan dotada para manifestar en su semblante las más mínimas huellas de los estados de ánimo («vibrante, sensitiva, animada de una intelectualidad nerviosa, la Bergner, escribió Lotte Eisner en 1952, encarnó el espíritu de una época que estuvo llena de tensión y de intensa vida espiritual»), esa transformación se aprecia con especial intensidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
La pena y el abatimiento la embargan, apoderándose de su ser sin que ella pueda oponer la más mínima resistencia. En poquísimas horas adquiere cabal conciencia de cuál es su deber, asumiendo con audaz y sorprendente entereza una solución que la obliga a elegir entre dos opciones radicalmente excluyentes: o salva a su padre (Albert Bassermann) a costa de mancillar su propio honor, o lo salva sacrificando su propia vida, pues no está dispuesta a renunciar a su preciado e íntimo tesoro. En muy pocas horas, esta jovial, despabilada y animosa muchacha, salida apenas de la adolescencia, se ha convertido en una mujer, capaz de tomar decisiones graves y sorprendentes. Las circunstancias la han hecho madurar con una inusitada rapidez. Ahora no le está permitido dudar. Acude presurosa al encuentro con Dorsday. Elsa, azorada y afligida, con evidente nerviosismo, le cuenta de manera sucinta a Dorsday lo que sucede. Apenas se atreve, durante la breve conversación, a levantar la cabeza, que permanece gacha casi todo el rato. Confía en este hombre de apariencia tan respetable, desconocido para ella. Él, con frío cálculo, muestra una leve reticencia inicial, pero, casi sin solución de continuidad, se pone de pie y accede al ruego. A Elsa se le muda el rostro, que de la congoja pasa en segundos al regocijo. Se levanta y expresa efusivamente su agradecimiento. Pero, no ha hecho más que manifestarlo, cuando Dorsday, inesperadamente, con seguridad y premeditada parsimonia, le pone una condición. Ella aguarda. «Quisiera verla …», dice Dorsday, dirigiendo su mirada y señalando con la mano a una estatuilla femenina de mármol completamente desnuda. Elsa, abochornada y humillada, apenas puede encajar un golpe tan bajo y miserable. Profundamente entristecida y desconcertada, sube a su habitación. Duda. Reflexiona. Cada minuto que pasa se encuentra más abatida, más desesperada, más sola y abandonada. La única solución honorable que le queda es la muerte. El director tiene buen cuidado en huir de lo melodramático. A partir de ese momento todo transcurrirá con una imperturbable serenidad, salvo el afán de la muchacha en que no se trunque la resolución adoptada. Ella, una jovencísima mujer con ideas independientes y libres, no puede tolerar ser tratada como una vulgar prostituta. La drástica decisión no es otra que el suicidio con una sobredosis de Veronal, un somnífero. La secuencia completa de la reacción de Elsa, está construida de tal manera que incluye una elocuente elipsis, omitiendo así la acción de desvestirse. Cuando se ha quedado enteramente desnuda, se cubre el cuerpo con un lujoso e inmaculado abrigo blanco de pieles, ingiere todo el frasco de comprimidos, y, envuelta en tan simbólico sudario, se dirige a la habitación de Dorsday. Al no encontrarlo, recorre desesperada el hotel, creyendo con razón que no va a darle tiempo, pues el veneno está produciendo ya sus letales efectos. Se tambalea un poco. Por fin ve a Dorsday en la barra de la cafetería, junto a numerosos huéspedes. Se detiene. Está situada de espaldas al espectador, de pie, en el centro del encuadre, con la bulliciosa cafetería delante, en un eje simétrico. Avanza lentamente, recorriendo con conmovedora gallardía la despejada distancia que la separa del friso horizontal donde se sitúa el público. Pronuncia débilmente el nombre de Dorsday. Todos se vuelven y la miran, incluido el marchante. Elsa, entonces, apenas ya sin fuerzas, con la visión borrosa, se desprende con indecible galanura del abrigo, que cae cual un luminoso despojo, desvaneciéndose simultáneamente la muchacha, hasta quedar tumbada en el suelo. Todos los presentes han podido advertir fugazmente su impoluta desnudez, que una vez más permanece oculta al ojo del espectador.