La cámara los sigue. No es cómplice de ellos, de hecho no emite opinión, ni siquiera una música que califique el tono de lo que se observa. El silencio es netamente testimonial. Tampoco omite opiniones, sólo que las globaliza retratando la situación de México mediante televisores encendidos y comentarios familiares sobre la situación social. Pero Asalto al cine toma distancia, aunque no la suficiente, de cualquier alegato moral. Prefiere, en cambio, dirigir sus balas al entramado afectivo de los protagonistas...

Si observamos el reparto de la ficha de FA nos encontraremos con una curiosidad: hay como veinte nombres, cuando en realidad todo parecería girar en torno a cuatro ejes, cuatro pibes de clase media baja. No es un error: adrede o sin querer queriendo, los encargados de hacer la ficha sobre la peli intuyeron que detrás de algunas historias de vidas entrelazadas se ocultaba un micro mundo muy arraigado, super comunicado. El cabronazo con su navaja; la tía alzada con novio celoso; el ciego que todo lo ve; el orate que pretende robar usando como arma un destornillador; y seguimos contando. Todos dan vida al centro urbano al que pertenecen.

Con olor a marihuana constante, la cámara sigue a estos personajes que no son ni héroes ni antihéroes. Cada cual marca su pequeño territorio: a veces a la fuerza, a veces ocultando su mercancía bajo un pedazo de cesped levantado bajo un asiento fijo de plaza abarrotada. El asalto al cine no es la columna vertebral de la obra, es más bien una pequeña excusa que hace explotar los tantos de un equilibrio precario que, no obstante, jamás perderá su peligrosa parsimonia.

El desenlace, en spoiler, es digno de mención: nada explota del todo. Elementos eventuales se movilizan provocando cambios que no alteran ese orden previo tan, insisto con el término, arraigado.