Extraño, porque la atmósfera que despide León es decididamente barroca, recargada, detallista sobre elementos que hacen a la personalidad de los sujetos implicados: León y su deseo de echar raíces, de allí su amor por las plantas, su analfabetismo contrastante con su compromiso a la hora de ejecutar su oficio con pericia; luego la Portman, esa estrella cadente en un cuerpo de niña fragil que con una lágrima en su mejilla izquierda te transmite esa tensión que tres actores juntos no saben transmitirte durante tres pelis seguidas; ese malo maloso desequilibrado y su adicción al...¿éxtasis? Andá a saber, pero esas pastillas pegan, es evidente, junto con su amor a Beethoven.
Alrededor de estos personajes ejes, una legión de extras/carne de cañón: o bien duros concientemente estereotipados, o bien seres humanos que a pesar de tener metralletas y trabajar de mercenarios escuchan un tiro y tiemblan.

Personajes sobriamente retratados que hacen juego con ese ambiente de pasillos y locaciones estrechas, no necesariamente claustrofóbicas, más bien herméticas, como los sentimientos que allí se manifiestan: desde esa ternura rayana en lo erótico entre ambos protas o las relaciones laborales entre personajes que entran y salen de escena. Parecen arbitrarios al principio, luego te vas dando cuenta que establecen esa red/micro universo del que nada sale, por lo menos vivo, o ileso.

Lo extraño de todo esto es que, a pesar de ese aura romántica y solemne que despide la peli, toda la periferia se desarrolla sobre bases bien realistas, como los universos de Tarantino pero con un ancla más grande encallado sobre tierra firme. Una película que vuela desde la habilidad de Besson, pero que paradójicamente nunca abandona los terrenos de la verosimilitud más rastrera y sucia.