Sin identidad es una de esas pelis camaleónicas que tienen que elaborar un popurrí de aquellos en cuanto a trama y tonos, o de lo contrario terminan desnudas ante su verdad última: su preciosa, cuasi inherente vacuidad. Se la juega al principio: plagada de frases literarias que buscan la eternidad y con un Liam que siempre parece bordear estos papeles en donde se sabe poco de él, su condición ad honorem de actor hermético le cae en gracia.

Berlín es una ciudad extraña, entre gris y azulada, plagada de inmigrantes (denuncia) o de patoteros de poca monta (genérica). Allí se desarrolla esta trama que amaga con el intimismo, se regodea con confabulaciones, complots, conjuras y paranoia, luego con persecuciones y encuentra su tono, o con el espionaje siempre querido, de allí nuevamente su labor camaleónica. Si dividimos sus caras, nos quedamos con uno de los disparates racionalizados más meritorios de los últimos años; si la tomamos desde un todo integral...pues es inclasificable. Hay un deja vu eterno, nunca se va, la peli sabe que detrás de sus bambalinas laten en estado latente sus inmimentes limitaciones. Pero se lo toma con soda, o parece no importarle.

Sin identidad es un caos organizado, en apariencia, que anticipa sus cartas: sabemos a partir de ese inicio que todo irá al traste, que todo se decantará por el desparramo de datos y la mar en coche. ¿A que viene semejante derroche de talento? Pues, un canto de cisne lo busca todo, menos su inmortalidad.