"Pareces jubilado" dice alguien por ahí y los personajes tratan por todos los medios de demostrar lo contrario, solo que apelando a un suicidio colectivo. Cada cual posee su propia forma de suicidarse, o con drogas, o destruyendo su confianza familiar, o intentando ser aquello que ya no es y lo niega constantemente.

Rodríguez apela, otra vez, hacia una mirada devastadora del ser humano, de la condición del mismo, a veces tan devastadora que hasta llega a causar rechazo. Los protas, con sus interpretaciones al tono y con los registros necesarios, van armando este caleidoscopio de atracciones y rechazos. La mirada del espectador fluctúa, o te compadeces de ellos o pierdes toda piedad ante semejantes estúpidos de la vida. Lo cierto es que esto se produce porque detrás de las peripecias argumentales no hay reflexión alguna por los padecimientos que se viven. Cada cual vive su vida de una forma frustradamente epidérmica, vacía, sin desvíos ni atajos posibles.

Se respira un cierto moralismo de fondo que atenta contra el blanco nihilismo de la obra, pero para cuando quieres darte cuenta su rotundo y crocante mensaje ya está disolviéndose en tu boca amarga.