Lumet cambia de estilo para ofrecernos una historia intimista, más melodramática que romántica, con un enfoque nítidamente europeo, que tiene a las calles, las casas y las trastiendas italianas como escenario, con una trama que gira en torno a personajes con evidentes carencias afectivas.

Federico (Omar Sahrif) es un reputado abogado de clase alta, siempre impecablemente vestido y de exquisitos modales. Conoce a Carla (Anouk Aimée), una mujer atractiva, de belleza etérea, reservada y, en cierto modo, misteriosa.

Sidney Lumet, por el cual siento un gran respeto y admiración, demuestra su versatilidad rodando una película de corte romántico (aunque no es lo que parece), intimista, y como es habitual desde sus comienzos (“Doce hombres sin piedad”), con dilemas morales. Tiene todo el sabor de los finales de los 60, con un Omar Shariff que recuerda a Marcello Mastroianni.
Su interesante principio va tornándose cada vez más convencional a medida que avanza la trama con algunas estampas típicas de enamorados (aunque el punto culminante es un innecesario y gratuito desfile de modelos), y con los propios altibajos de una relación sentimental entre personas adultas, para desembocar en un inesperado final que, a pesar de esclarecedor, puede resultar desalentador. Y digo esto, porque al finalizar se pregunta uno si es necesario tanto metraje, es decir, puede dar la sensación de que la historia ha sido algo estirada. Quizá la frialdad de los personajes, especialmente de Federico, consigue traspasar la pantalla y contagiar al espectador.

Aún así, y a pesar de rozar en algún momento la monotonía, siempre es agradable ver a una bellísima Anouk Aimée en plenitud de facultades, así como a un Omar Sharif de ojos cristalinos, con una perpetua mirada melancólica.
Otra faceta menos conocida de Sidney Lumet en la que se intenta acercar a un estilo europeo en boga, con una mirada que tiene a la desesperanza y la desconfianza como elementos comunes.
Interesante, aunque no del todo conseguida.