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Voto de Sebastian Arena:
9
6,5
3.307
Drama
Gran Bretaña. Durante los 40 años que duró el apasionado e inspirador matrimonio entre Iris Murdoch y John Bayley, el concepto de amor conyugal alcanzó su más alto y completo significado. Juntos pasaron la vida fundiendo sus personalidades, carreras y aspiraciones. El suyo fue uno de los grandes amores literarios del siglo, pero también fue la prueba de que el amor puede superar los tragos más amargos e inesperados de la vida. ... [+]
28 de abril de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llegué a esta película por Winslet. He visto la mayor parte de su obra como actriz, y junto a Tilda Swinton y Cate Blanchett conforma lo que me gusta llamar mi «tríada del deseo». En fin, lo único que deseaba era admirarle en su belleza y talento. Sin embargo, a medida que la historia avanzaba, no dejaba de preguntarme: «¿cómo una filósofa así pudo haber pasado desapercibida?». La respuesta se puede encontrar fácilmente, eso es sentido común (le he dedicado un ensayo entero a la concepción de la «utilidad» y la «cultura» dentro de la sociedad en mi blog, que comienza así: «Lo útil es, para una mayoría plausible, aquello que, de una u otra manera es necesario»).
Sin ánimos de ofender a Gramsci y sus teorías, yo también abogo por decir: «¡Odio a los indiferentes!». Esta particular tendencia a defender «lo indefendible» me lleva constantemente a sentirme impotente ante las cuestiones que veo como injustas y que no puedo manejar de forma directa (mayormente, ficciones que observo, ya sea en cine o en literatura). Pero sólo he apuntado todo esto para dejar en claro que, en este caso, me senté a ver cómo, fríamente, una mente brillante que realmente existió, sucumbe ante su propia genialidad (¡otra vez la relación entre la locura y la genialidad!; véase mi crítica a la película venezolana «Reverón», 2011).
El caso es que me vi atraído por Murdoch, a raíz de esta obra. Quise conocer sus obras, todas las que pudiera encontrar. «Frenesí, de eso vive el obsesivo». Recordé cómo sentía que toda inteligencia que pudiera tener no me servía para intentar comprender la demencia de Nietzsche (ni siquiera leer la biografía de Safranski, a pesar de que me hizo llorar, logró calmar mi odio a la indiferencia respecto a este aspecto de su vida). Y así me sentía ante el Alzheimer de esta filósofa, impotente.
Sí, no ando por allí enorgulleciéndome de una estabilidad emocional ejemplar, porque no la tengo. Defiendo lo indefendible, y me sumerjo dentro de lo que aviva mi sensibilidad. En otra crítica apunté algo que me sirve mucho aquí: «La pasión es para mí un concepto de apropiación. Todo aquello que me apasiona, ya es mío en cierta forma».
[Continúo en «spoiler»...]
Sin ánimos de ofender a Gramsci y sus teorías, yo también abogo por decir: «¡Odio a los indiferentes!». Esta particular tendencia a defender «lo indefendible» me lleva constantemente a sentirme impotente ante las cuestiones que veo como injustas y que no puedo manejar de forma directa (mayormente, ficciones que observo, ya sea en cine o en literatura). Pero sólo he apuntado todo esto para dejar en claro que, en este caso, me senté a ver cómo, fríamente, una mente brillante que realmente existió, sucumbe ante su propia genialidad (¡otra vez la relación entre la locura y la genialidad!; véase mi crítica a la película venezolana «Reverón», 2011).
El caso es que me vi atraído por Murdoch, a raíz de esta obra. Quise conocer sus obras, todas las que pudiera encontrar. «Frenesí, de eso vive el obsesivo». Recordé cómo sentía que toda inteligencia que pudiera tener no me servía para intentar comprender la demencia de Nietzsche (ni siquiera leer la biografía de Safranski, a pesar de que me hizo llorar, logró calmar mi odio a la indiferencia respecto a este aspecto de su vida). Y así me sentía ante el Alzheimer de esta filósofa, impotente.
Sí, no ando por allí enorgulleciéndome de una estabilidad emocional ejemplar, porque no la tengo. Defiendo lo indefendible, y me sumerjo dentro de lo que aviva mi sensibilidad. En otra crítica apunté algo que me sirve mucho aquí: «La pasión es para mí un concepto de apropiación. Todo aquello que me apasiona, ya es mío en cierta forma».
[Continúo en «spoiler»...]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Así que, al terminar de ver a Dench, frente al mar, el mar, decidí investigar. Busqué por horas y llegué a encontrar al menos cuatro de las novelas de Murdoch. Inmediatamente, trabajé una de ellas para una página en la que colaboro (ePubLibre) como editor. Se trataba de «El mar, el mar», una oración tan evocativa y poética para mí (véase la letra de la canción «Cuando la mar, la mar» de Henry Martínez), que no había duda que ésa debía ser la primera obra que tomara entre mis manos (la computadora).
Pasó mucho tiempo, hasta el punto en que ya me había obsesionado por otra cosa (sí, así de apasionado y despreciable puedo ser). Estaba caminando en una feria de libros y me encontré con «El príncipe negro». Al ver el nombre de la autora me sentí sucio, le había olvidado. Me llevé el libro sin dudarlo, y comencé a leerlo en el metro. «Algo pretencioso el protagonista», comenté en un susurro, mientras sólo iba por el prólogo que escribió.
Durante la mayor parte de la obra, me preguntaba sin cesar: «¿por qué una celebración del amor?» (el subtítulo de la novela). Al llegar al final, lo descubrí. Había sentido una mezcla de emociones. Tenía una especie de indigestión, tenía lágrimas a punto de salir de mis cuencas secas (casi no lloro, sí, qué contradicción); tenía un libro entre mis manos que no era semejante a ninguna otra obra (quizá sí a una mezcla de ellas), y tenía una sonrisa de sufrimiento y de alegría.
«En verdad era una celebración del amor».
Aunque no pueda decir «amo a los indiferentes», los justifico. Creo que pocas personas podemos manejarnos entre tantos vértices emocionales. Pero, indudablemente, y quizá esto no se haya reflejado bien en esta película, Murdoch era el Dostoiévski del siglo XX. En el presente siglo, ya hay otra persona: Lionel Shriver.
Pasó mucho tiempo, hasta el punto en que ya me había obsesionado por otra cosa (sí, así de apasionado y despreciable puedo ser). Estaba caminando en una feria de libros y me encontré con «El príncipe negro». Al ver el nombre de la autora me sentí sucio, le había olvidado. Me llevé el libro sin dudarlo, y comencé a leerlo en el metro. «Algo pretencioso el protagonista», comenté en un susurro, mientras sólo iba por el prólogo que escribió.
Durante la mayor parte de la obra, me preguntaba sin cesar: «¿por qué una celebración del amor?» (el subtítulo de la novela). Al llegar al final, lo descubrí. Había sentido una mezcla de emociones. Tenía una especie de indigestión, tenía lágrimas a punto de salir de mis cuencas secas (casi no lloro, sí, qué contradicción); tenía un libro entre mis manos que no era semejante a ninguna otra obra (quizá sí a una mezcla de ellas), y tenía una sonrisa de sufrimiento y de alegría.
«En verdad era una celebración del amor».
Aunque no pueda decir «amo a los indiferentes», los justifico. Creo que pocas personas podemos manejarnos entre tantos vértices emocionales. Pero, indudablemente, y quizá esto no se haya reflejado bien en esta película, Murdoch era el Dostoiévski del siglo XX. En el presente siglo, ya hay otra persona: Lionel Shriver.