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Argentina Argentina · Villa Ballester
Voto de therivertoday:
10
Drama Georges y Anne, dos ancianos de ochenta años, son profesores de música clásica jubilados que viven en París. Su hija, que también se dedica a la música, vive en Londres con su marido. Cuando, un día, Anne sufre un infarto que le paraliza un costado, el amor que ha unido a la pareja durante tantos años se verá puesto a prueba. (FILMAFFINITY)
8 de mayo de 2013
17 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mi abuelo falleció hace poco más de un año. Era un tipo simple, de barrio, que disfrutaba del pan con roquefort y un buen western los sábados por la tarde. Era un trabajador, un tipo que vivió de sus manos toda la vida y abría las puertas de su casa sin que nadie lo pidiese. Que podía confundirse en cuestiones geopolíticas pero creía en la justicia cotidiana, en los gestos desconsiderados y en dar sin ver lo que vuelve. También era un cabrón, por qué no decirlo, uno de esos entrañables puteadores de indignación cotidiana que encuentran la forma de desquitarse con los boxeadores que caen en el primer round, los arqueros de fútbol que salen a cazar mariposas en los corners, los dentífricos con gusto a cualquier cosa, los zagueros que pierden la marca y las nubes que cubren el cielo durante los días de verano.

Mi abuela falleció poco antes que él y había pasado sus últimos cuatro años postrada en un sillón sin poder valerse por sí misma ni para las cuestiones más básicas. Eso fue décadas después de haber pasado su infancia en una España demasiado católica, de haber criado a sus hijos y haber sobrealimentado a todos sus nietos. Pero esos cuatro años fueron cruciales. Mi abuelo se encargó de mi abuela y no pidió ni dejó que se le diera una mano. A veces lo hacíamos forzosamente, porque era demasiado o porque era necesario; pero él había tomado una decisión y no íbamos a cambiar su opinión. Digamos que no era una decisión sino lo contrario: una acción que se desarrollaba sin opciones posibles, la consumación de una vida dedicada al otro, el desenlace de una protección que ambos se habían otorgado. Eso era lo más emocionante de pasar los días junto a ellos: no lo era la enfermedad y no lo fue el fallecimiento de mi abuela, no lo era el sufrimiento de ambos sino la presencia de un pacto casi secreto, susurrado, profundo y sincero, de mutua compañía. Porque en cuatro años ese lazo (relegado a tantos poemas, a tantos sonetos, a tantas descripciones lúcidas, a tanta crítica despectiva y tanto romanticismo idealista) se volvió acción, pura y llana, movimiento hacia el otro, cuidado. Se volvió brazos levantando, manos acariciando y lavando, ojos atentos, esfuerzo sin solemnidad. Se volvió sangre, basura por el piso, gritos sin sentido y frustración constante. Se volvió un desastre cada vez peor. Se volvió estar para lo que fuera. Se volvió, de a poco, una apelación al futuro, una certeza en cada dedo que se apoyaba, en cada mancha que se limpiaba y en cada comida que se cocía porqué había que vivir con uno mismo, y había que vivir cuando esto acabara, y había que encontrar lo que permitiera seguir sin recriminarse nada, sin flagelarse, sin derrumbarse, sin quebrar ese pacto silencioso con la vida.

Mi abuelo me llamó esa mañana cuando mi abuela no pudo levantarse. “Se nos fue”, me dijo. Y la vi acostada, ya sin aire, ya sin nada en los ojos. Y vi a mi abuelo llorar por primera vez, y no parar de llorar y putear al aire. Y lo abracé. Y me di cuenta que había necesitado esos años de dedicación pura, que podía despedirse porque el pacto estaba todavía vivo, porque no tenía nada más que hacer y no se debían nada. Falleció poco después.

Pasé ese último tiempo con él y, quiero decirlo cálidamente, fueron sus años más esplendorosos.


(Escrito originalmente para: http://laplumaenelojo.wordpress.com)
therivertoday
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