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Voto de McCunninghum:
6
4,6
259
Drama
Una vieja casa deshabitada, el guarda que la cuida, el cura del pueblo, los espacios, los sonidos, las luces y las sombras, el paso del tiempo. En los rincones más ocultos de la casa se revela una historia a la vez íntima y colectiva. El cine se revela como un fantasma dentro de la ficción de la película. (FILMAFFINITY)
20 de diciembre de 2010
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay dos sin tres… En la casa de Miñarro (el adalid, el productor, el prorector, el hostelero), donde comen Sergio y Joe, también come José Mari, la hostia. La casa de Miñarro, ese autor-productor único en el panorama ibérico, está habitada por monstruos presentes y presenciales, maqueadores de algunas de las películas más emocionantes del curso íntimo.
El fantasma (ideológico o no, nos enseñaría toda filosofía de la sospecha, ya sea en su vertiente teorética psicoanalítica o marciana) se caracteriza por la actividad presente de un ente proveniente del pasado, de otro tiempo y/o otra dimensión. Forma incorporada del retorno de lo reprimido, o de la sublime posibilidad: el espectro que se cierne, utópicamente, sobre Europa. Más tarde, proyectado desde una pantalla, sobre todo el orbe.
Si en el primero de los capítulos los fantasmas eran encarnaciones de una tradición pretérita, que ya nunca retorna, y en el segundo eran las vidas pasadas del Tío Boonmee, en este tercer capítulo, el “Aita” de de Orbe, los fantasmas son empíricas presencias de otra época, más concretamente, del pasado familiar de una casona vetusta del País Vasco, propiedad del propio realizador. Huérfano y capitidisminuído, José María es también él mismo un fantasma que retorna al lugar de donde vino, como Boonmee retornara a su cueva. Caserío que perteneciera a la familia de de Orbe desde los tiempos de las guerras carlistas, si no más, esta “aita” (palabra vascuence que designa igualmente la “casa” y el “padre”, en consonancia con la inercia matriarcal de la cultura vasca, ese melancólico buque) se convertirá en un espacio cuasi mágico. Relacionando este filme con la tradición del poltergeist y el encantamiento del hogar familiar (la referencia al clásico de Robert Wise es explícita y reconocida por el autor), “Aita” bien pudiera ser o parecer, por momentos, un fenomenal reportaje realizado por los adláteres de La Nave del Misterio y Cuarto Milenio. Pero no lo es.
“Aita” adopta de forma harto cadenciosa la estructura rota y fragmentaria del collage, como los anteriores capítulos fantasmáticos, por otro lado. En ello, se inscribe en el espectro requetemoderno, condenado, sin adornos, a lo fragmentario: la obra de Portabella, Wang Bing, Pedro Costa, Van Sant o Hsiao-sien. Puesta en escena de lo real, atravesada por todos los fantasmas pretéritos, la filmografía de estos realizadores (los más cercanos a de Orbe, si hacemos caso de sus propias declaraciones) es en sí un fantasma, un espectro cinematográfico, echo de restos ajenos, de residuos narrativos, de partes desmembradas de una existencia ya llevada a cabo, pero toda-vía no finiquitada. La beta es la del collage-film, como le diría uno de los inventores del Mundo Viejuno After-Pop allende nuestras fronteras, el californiano Craig Baldwin. O también, la tentativa de la forma que piensa: el cine-ensayo.
(continúa en spoiler)
El fantasma (ideológico o no, nos enseñaría toda filosofía de la sospecha, ya sea en su vertiente teorética psicoanalítica o marciana) se caracteriza por la actividad presente de un ente proveniente del pasado, de otro tiempo y/o otra dimensión. Forma incorporada del retorno de lo reprimido, o de la sublime posibilidad: el espectro que se cierne, utópicamente, sobre Europa. Más tarde, proyectado desde una pantalla, sobre todo el orbe.
Si en el primero de los capítulos los fantasmas eran encarnaciones de una tradición pretérita, que ya nunca retorna, y en el segundo eran las vidas pasadas del Tío Boonmee, en este tercer capítulo, el “Aita” de de Orbe, los fantasmas son empíricas presencias de otra época, más concretamente, del pasado familiar de una casona vetusta del País Vasco, propiedad del propio realizador. Huérfano y capitidisminuído, José María es también él mismo un fantasma que retorna al lugar de donde vino, como Boonmee retornara a su cueva. Caserío que perteneciera a la familia de de Orbe desde los tiempos de las guerras carlistas, si no más, esta “aita” (palabra vascuence que designa igualmente la “casa” y el “padre”, en consonancia con la inercia matriarcal de la cultura vasca, ese melancólico buque) se convertirá en un espacio cuasi mágico. Relacionando este filme con la tradición del poltergeist y el encantamiento del hogar familiar (la referencia al clásico de Robert Wise es explícita y reconocida por el autor), “Aita” bien pudiera ser o parecer, por momentos, un fenomenal reportaje realizado por los adláteres de La Nave del Misterio y Cuarto Milenio. Pero no lo es.
“Aita” adopta de forma harto cadenciosa la estructura rota y fragmentaria del collage, como los anteriores capítulos fantasmáticos, por otro lado. En ello, se inscribe en el espectro requetemoderno, condenado, sin adornos, a lo fragmentario: la obra de Portabella, Wang Bing, Pedro Costa, Van Sant o Hsiao-sien. Puesta en escena de lo real, atravesada por todos los fantasmas pretéritos, la filmografía de estos realizadores (los más cercanos a de Orbe, si hacemos caso de sus propias declaraciones) es en sí un fantasma, un espectro cinematográfico, echo de restos ajenos, de residuos narrativos, de partes desmembradas de una existencia ya llevada a cabo, pero toda-vía no finiquitada. La beta es la del collage-film, como le diría uno de los inventores del Mundo Viejuno After-Pop allende nuestras fronteras, el californiano Craig Baldwin. O también, la tentativa de la forma que piensa: el cine-ensayo.
(continúa en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En esa suma metonímica y hecha de partes disímiles, “Aita” podría dividirse en tres segmentos: el primero lo conforman las escenas pertrechadas entre el guardia de la casona y su amigo el párroco, que podríamos considerar (quizá siguiendo a Jordi Costa) como estólidas ficciones de una inverosimilitud apabullante, capaces de separar al vidente de lo que ve hasta extremos insospechados. Sin duda, estas escenas constituyen la debilidad máxima de “Aita”: en estos momentos con actantes que no lo son, la película puede rememorar lastimosamente el primer y fallido film de de Orbe, “La línea recta”, o alguna otra ficción renuente y no conseguida, distante, como “La influencia”, de Pedro Aguilera, “Sangre” de Amat Escalante o el Jaime Rosales de “Las horas del día”. Películas que en su minimalismo, en su obstinado bressonismo, no consiguen modelar una realidad, ni comunicarla, sólo mostrar, muy conspicuamente, su modo de producción. Como en su primer film, esto es achacable mayormente a un problema previo al rodaje, que aparece en la construcción del guión, algo a lo que no es ajena la figura de Daniel V. Villamediana, sin duda mejor crítico y reproductor que creador, que colabora con José María en los dos casos.
Pero, redención del film, cuando “Aita” se aleja de las pretensiones narrativas y de los personajes falaces, es cuando alcanza los espacios mágicos en los que la presencia de los fantasmas se hace visible. Primero, en esas proyecciones primitivas realizadas sobre las propias paredes y habitaciones de la Aita, fruto del trabajo de Antoni Pinent, donde los espectros aparecen no muertos (“la muerte no está en la casa, sino en las imágenes”, dice el realizador), habitando los lugares, como en un film experimental de Ken Jacobs o Bill Morrison. O también, en ese trabajo de abstracción de la imagen llevado a cabo por Gimferrer (el fotógrafo y no el poeta) y que le valió un merecidísimo premio en el Festival de Cine de San Sebastián. En esos planos, donde lo que trasciende es el movimiento de la luz, la construcción y modelación de un lugar que acaba por desaparecer, el cine se acerca a lo pictórico, a una experiencia puramente visual, continente sin contenido: puro drifting de las emociones y los recuerdos, descargados de ideología. De Orbe, aquí y ahora, se acerca a la obra de Paul Sharits, pero también a la de Rothko y Oteiza, participando de una inconfesable comunidad que intenta, con sus tentativas y sus ensayos, abrir y ampliar los límites y los márgenes de la expresión cinematográfica. Pues, como dice el propio José María, citando a Renoir (el cineasta y no el pintor), “el cine no es otra cosa que crear puentes”, la hostia.
Pero, redención del film, cuando “Aita” se aleja de las pretensiones narrativas y de los personajes falaces, es cuando alcanza los espacios mágicos en los que la presencia de los fantasmas se hace visible. Primero, en esas proyecciones primitivas realizadas sobre las propias paredes y habitaciones de la Aita, fruto del trabajo de Antoni Pinent, donde los espectros aparecen no muertos (“la muerte no está en la casa, sino en las imágenes”, dice el realizador), habitando los lugares, como en un film experimental de Ken Jacobs o Bill Morrison. O también, en ese trabajo de abstracción de la imagen llevado a cabo por Gimferrer (el fotógrafo y no el poeta) y que le valió un merecidísimo premio en el Festival de Cine de San Sebastián. En esos planos, donde lo que trasciende es el movimiento de la luz, la construcción y modelación de un lugar que acaba por desaparecer, el cine se acerca a lo pictórico, a una experiencia puramente visual, continente sin contenido: puro drifting de las emociones y los recuerdos, descargados de ideología. De Orbe, aquí y ahora, se acerca a la obra de Paul Sharits, pero también a la de Rothko y Oteiza, participando de una inconfesable comunidad que intenta, con sus tentativas y sus ensayos, abrir y ampliar los límites y los márgenes de la expresión cinematográfica. Pues, como dice el propio José María, citando a Renoir (el cineasta y no el pintor), “el cine no es otra cosa que crear puentes”, la hostia.