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Voto de Jordirozsa:
6
3,8
868
Thriller
Un psiquiatra trata de retomar su vida tras sufrir el ataque violento de una paciente. (FILMAFFINITY)
28 de septiembre de 2021
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con otros títulos, no demasiados, importados en su catálogo, Netflix ofrece diferentes producciones de elaboración propia, en varios casos de patente mediocridad, pero siempre imprimiendo un formato técnico y de estilo que, cuando menos, hace pasables las cintas que presenta en su cartelera. “Clinical” (2017), es una de las películas que engrosan el surtido de géneros que uno puede escoger para su hora y pico de entretenimiento, en este caso un “psicothriller” con toques de horror (que no de terror), dadas las dosis de hemoglobina y espanto que se tiene reservados en momentos puntuales.
El francés Alistair Legrand, quién ya debutó en 2015 con “The Diabolical”, fue el encargado de dirigir esta pieza, que si tiene algo en común con su predecesora, es la poca amañada forma de hacer discurrir el ritmo narrativo de un script, que en ambos casos se guisa en “slowburn”, para luego resolverse de forma atropellada y poco imaginativa. En las dos películas, Legrand comparte guion con Luke Harvis, y de poco le sirve tener mano en el libreto, al tiempo que en la claqueta. El resultado es igual de complicada digestión en el uno y el otro. El tándem se muestra poco hábil en hacer andar dichos “flicks”. La más que probable (y probada) inexperiencia quita no poca calidad a una interesante idea argumental, que habría requerido mucha más garra para ser más efectiva.
Por falta de luces, o por voluntad castradora de ideas por parte de los productores (consabido es que un equipo artístico y técnico de rodaje suele tener las manos atadas por los paganos), la base del planteamiento se desarrolla de una forma pobre y bastante torpe, sin clara apuesta, sin mojarse demasiado, y dejando manifiesta la similitud pareja de la trama con otras piezas en las que los protagonistas son profesionales de la salud mental. Una de las que más claramente evoqué fue Gothika (2003), de Mathieu Kassovitz, interpretada por Halle Berry y Robert Downey Jr. Así como, en el planteamiento inicial, la descarada referencia a “El Sexto Sentido” (1999), de M. Night Shyamalan, pero carente en este caso, del aura de lo sobrenatural que envuelve la historia, por lo que el componente terror queda diluido.
El tejido narrativo se aguanta con pinzas. Por lo mal planificado que está su desarrollo, con un tardío arranque (quizás con la intención de generar una tensión que no acaba de fraguar), un lento avance y una resolución en la que casi se les quema el guiso (ya lo dice el adagio inglés: “procrastination now, panic later”). Así como por el tratamiento de las situaciones que viven los personajes, especialmente la la Dra.Mathis. Muchas de las actitudes, acciones y procederes de la psicoterapeuta, son de una inverosimilitud apabullante: nadie en su sano juicio dejaría ejercer a un(a) psiquiatra, psicólogo(a), que se encuentra en tratamiento (con o sin medicación), por un trastorno de síndrome postraumático, y menos si está causado porque un(a) paciente se ha rajado el cuello delante de sus narices, después de atacarle; el constante rifi-rafe de “ahora te cojo”, “ahora te derivo”, “ahora abandono el proceso” con un paciente … un cúmulo de desatinos que restan credibilidad a la historia.
John Frost se prodiga en primeros planosn en las secuencias protagonizadas por la Dra.Mathis, ya sea ésta como terapeuta, o como profesional supervisada por un colega.
Con este encuadre, se nos quiere meter en lo más profundo de los personajes, si bien sólo es posible en los casos de Vinessa Shaw (Jane), y de Kevin Rahm (Alex). El resto de caracteres, por mor de secundarios, no tienen un trasfondo tras sus apariciones, como se quiere mostrar con los dos principales.
El montaje inserta los “flashbacks” de forma clara y en los términos estéticos y formales adequados para que podamos encajarlos en el conjunto. Se presentan de un modo (así como las alucinaciones, pseudoalucinaciones o apariciones que dice experimentar ver Jane) tal y como son vividos por cada cuál (sea real, imaginado, e inclusive inventado por cada uno de ellos en un momento dado).
Al final también es cómplice de las elipsis del guión que deja la segunda parte de la narración repleta de agujeros y vacios que el espectador tiene que ir llenando, pudiendo seguir el hilo cada vez a más duras penas en el progresivo, y en los últimos momentos, disparatado acelerando que toma la cadencia de la acción.
La música de Ian Hultquist, monótona y lineal, mezcla una incipiente banda orquestal (destacando de ella prácticamente sólo el trabajo más pormenorizado en la sección de cuerdas), con múltiples efectos de sonido a copia de sintetizador. Recuerda bastante a las apacibles, pero a veces muy sosas, composiciones de Thomas Newman, que va transcurriendo en un continuo “perpetuum mobile”, sin demasiadas variaciones temáticas, de motivos completamente difusos (en algún momento acentuando la intensidad dramática), siempre en un discretísimo segundo plano. Eso si, coherentes con la naturaleza emocional de la escena o secuencia que acompaña.
Los diálogos poco trabajados, y en las tomas de los encuentros entre la doctora y su misterioso paciente, tienen destellos de atraer el interés, y de crear atmósfera sin que los párpados caigan por su propio peso. Pero por norma, se figuran en la mayor parte del metraje, desaboridos y cachazudos.
A parte del lucimiento de Shaw y de Rahm, podemos disfrutar de la presencia del veterano William Atherton, usualmente siempre en papeles de villano o execrable individuo, la mayoría de segundón (como en “La Jungla de Cristal” (1988), de John Mc.Tiernan), o como despiadado antagonista en telefilmes poco conocidos como “Sepultado Vivo” (1990), de Frank Darabont.
Una auténtica lástima. Su caracterización podía dar para mucho, y lo dejan en el puesto de poco más allá del adorno. Sin embargo, lo poco que le deja el tiempo de aparición y lo fútil de sus dicciones, no mancillan un genuino porte, y él igualmente da muestras de dar todo de sí, que por esto es un profesional.
El francés Alistair Legrand, quién ya debutó en 2015 con “The Diabolical”, fue el encargado de dirigir esta pieza, que si tiene algo en común con su predecesora, es la poca amañada forma de hacer discurrir el ritmo narrativo de un script, que en ambos casos se guisa en “slowburn”, para luego resolverse de forma atropellada y poco imaginativa. En las dos películas, Legrand comparte guion con Luke Harvis, y de poco le sirve tener mano en el libreto, al tiempo que en la claqueta. El resultado es igual de complicada digestión en el uno y el otro. El tándem se muestra poco hábil en hacer andar dichos “flicks”. La más que probable (y probada) inexperiencia quita no poca calidad a una interesante idea argumental, que habría requerido mucha más garra para ser más efectiva.
Por falta de luces, o por voluntad castradora de ideas por parte de los productores (consabido es que un equipo artístico y técnico de rodaje suele tener las manos atadas por los paganos), la base del planteamiento se desarrolla de una forma pobre y bastante torpe, sin clara apuesta, sin mojarse demasiado, y dejando manifiesta la similitud pareja de la trama con otras piezas en las que los protagonistas son profesionales de la salud mental. Una de las que más claramente evoqué fue Gothika (2003), de Mathieu Kassovitz, interpretada por Halle Berry y Robert Downey Jr. Así como, en el planteamiento inicial, la descarada referencia a “El Sexto Sentido” (1999), de M. Night Shyamalan, pero carente en este caso, del aura de lo sobrenatural que envuelve la historia, por lo que el componente terror queda diluido.
El tejido narrativo se aguanta con pinzas. Por lo mal planificado que está su desarrollo, con un tardío arranque (quizás con la intención de generar una tensión que no acaba de fraguar), un lento avance y una resolución en la que casi se les quema el guiso (ya lo dice el adagio inglés: “procrastination now, panic later”). Así como por el tratamiento de las situaciones que viven los personajes, especialmente la la Dra.Mathis. Muchas de las actitudes, acciones y procederes de la psicoterapeuta, son de una inverosimilitud apabullante: nadie en su sano juicio dejaría ejercer a un(a) psiquiatra, psicólogo(a), que se encuentra en tratamiento (con o sin medicación), por un trastorno de síndrome postraumático, y menos si está causado porque un(a) paciente se ha rajado el cuello delante de sus narices, después de atacarle; el constante rifi-rafe de “ahora te cojo”, “ahora te derivo”, “ahora abandono el proceso” con un paciente … un cúmulo de desatinos que restan credibilidad a la historia.
John Frost se prodiga en primeros planosn en las secuencias protagonizadas por la Dra.Mathis, ya sea ésta como terapeuta, o como profesional supervisada por un colega.
Con este encuadre, se nos quiere meter en lo más profundo de los personajes, si bien sólo es posible en los casos de Vinessa Shaw (Jane), y de Kevin Rahm (Alex). El resto de caracteres, por mor de secundarios, no tienen un trasfondo tras sus apariciones, como se quiere mostrar con los dos principales.
El montaje inserta los “flashbacks” de forma clara y en los términos estéticos y formales adequados para que podamos encajarlos en el conjunto. Se presentan de un modo (así como las alucinaciones, pseudoalucinaciones o apariciones que dice experimentar ver Jane) tal y como son vividos por cada cuál (sea real, imaginado, e inclusive inventado por cada uno de ellos en un momento dado).
Al final también es cómplice de las elipsis del guión que deja la segunda parte de la narración repleta de agujeros y vacios que el espectador tiene que ir llenando, pudiendo seguir el hilo cada vez a más duras penas en el progresivo, y en los últimos momentos, disparatado acelerando que toma la cadencia de la acción.
La música de Ian Hultquist, monótona y lineal, mezcla una incipiente banda orquestal (destacando de ella prácticamente sólo el trabajo más pormenorizado en la sección de cuerdas), con múltiples efectos de sonido a copia de sintetizador. Recuerda bastante a las apacibles, pero a veces muy sosas, composiciones de Thomas Newman, que va transcurriendo en un continuo “perpetuum mobile”, sin demasiadas variaciones temáticas, de motivos completamente difusos (en algún momento acentuando la intensidad dramática), siempre en un discretísimo segundo plano. Eso si, coherentes con la naturaleza emocional de la escena o secuencia que acompaña.
Los diálogos poco trabajados, y en las tomas de los encuentros entre la doctora y su misterioso paciente, tienen destellos de atraer el interés, y de crear atmósfera sin que los párpados caigan por su propio peso. Pero por norma, se figuran en la mayor parte del metraje, desaboridos y cachazudos.
A parte del lucimiento de Shaw y de Rahm, podemos disfrutar de la presencia del veterano William Atherton, usualmente siempre en papeles de villano o execrable individuo, la mayoría de segundón (como en “La Jungla de Cristal” (1988), de John Mc.Tiernan), o como despiadado antagonista en telefilmes poco conocidos como “Sepultado Vivo” (1990), de Frank Darabont.
Una auténtica lástima. Su caracterización podía dar para mucho, y lo dejan en el puesto de poco más allá del adorno. Sin embargo, lo poco que le deja el tiempo de aparición y lo fútil de sus dicciones, no mancillan un genuino porte, y él igualmente da muestras de dar todo de sí, que por esto es un profesional.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Empieza prometiendo mucho: una irrupción en escena que se erige como una erupción volcánica en toda regla, sólo que, en vez de lava, tenemos sangre a borbotones con la puesta en escena de una joven que monta el pollo a la doctora Mathis. Ésta no ha sido capaz de ayudar a una “víctima” que pedía ayuda, y que se siente abandonada y traicionada por quién se supone le debía curar.
A partir de ahí empieza un periplo que nos quiere hacer entrar en el mundo de la protagonista, asediada por los sentimientos de culpabilidad e impotencia, y que, en plena revisión por parte de un colega supervisor, decide afrontar su trauma nada más ni menos que aceptando el desafío de un paciente, aparentemente también con un cuadro de Síndrome Post Traumático, que aparece como otra persona que ha sufrido un calvario a causa de un accidente que, no sólo le desfiguró la cara (clara y descarada metáfora del cambio de personalidad que supone en este personaje, Álex, hacia una realidad de manifiesta monstruosidad; una monstruosidad que se le hace insoportable de conllear), sino que también se supone que le lastra con un complejo de yerro o pecado: intentar sin éxito ayudar a quienes padecen un aparatoso accidente de tráfico, resulta también arrollado en su intento de prestar socorro a los heridos. Ésta es la historia que Álex construye, consiguiendo que nos identifiquemos con su calvario, despertando en nosotros este “falso” sentimiento de compasión paternalista. Y digo “falso”, porque dicho sentimiento es el sucedáneo hipócrita del revulsivo de emociones basadas en la repulsión y rechazo al contemplar el herido y deforme rostro de esta persona.
La confrontación de estas dos realidades; la de la bestia herida, frente a la de la bella tocada en su orgullo profesional y en sus temores más siniestros (todos los que nos dedicamos a la psicología desarrollamos en algún momento la angustiosa fantasía del miedo a perder un paciente que se pueda tirar por la ventana, o cortarse las venas después de una sesión), dibuja un cuadro de imagen/reflejo en el que cobra pleno sentido la metáfora de Martin Buber sobre el encuentro del Yo en el rostro del otro (en este caso en extremo dolorido y dañado).
Sobre esta estimulante base de juego psicológico, en el seno de la cual se constituye la más preclara tensión entre la evolución de ambos personajes, el guión y, por ende, el director, tenían la oportunidad de haber elaborado algo único, terrible, espeluznante y grandioso. Sin embargo, ya sea por dejadez y desidia creativa, o por dictados de la siempre impertinente y casposa mano de los productores, más afanados en vender buñuelos de aire que cine, la película toma el acostumbrado derrotero del tan macabro como enrevesado lío de la venganza orquestada por un padre pederasta que ha estado abusando durante años de su indefensa hija, que era precisamente la que había estado tratando la doctora, que se resuelve como caída en picado con una auténtica exhibición de giros.
El resultado es que a los espectadores se nos queda el cuerpo clavado como a los ocupantes de un vehículo que, habiendo perdido el control sobre una placa de hielo en la carretera, salva in extremis el pato con un par de acrobáticos trompos.
Aunque a favor de Alistair Legrand, quiero reconocer de ingeniosa y bien hallada la simbología de la secuencia final en la que Jane se carga al malo, no con una pistola, un cuchillo, ni tampoco un trozo de cristal (que como “planting” también habría sido de lo más sugerente) sinó arrancando de cuajo al malvado Alex, el quirúrgicamente implantado nuevo rostro, que deja al descubierto, en carne viva, la descompuesta faz del monstruo, con todo lo que pueda representar de terrorífico el reflejo de lo que la protagonista, y por extensión el público, que somos sus ojos, rechaza, aborrece, odia y desea destruir, más que sanar. Uns bastante común, pero curiosa atractiva forma de escenificar el clímax del mítico “tête-a-tête” final, entre el bién y el mal.
A partir de ahí empieza un periplo que nos quiere hacer entrar en el mundo de la protagonista, asediada por los sentimientos de culpabilidad e impotencia, y que, en plena revisión por parte de un colega supervisor, decide afrontar su trauma nada más ni menos que aceptando el desafío de un paciente, aparentemente también con un cuadro de Síndrome Post Traumático, que aparece como otra persona que ha sufrido un calvario a causa de un accidente que, no sólo le desfiguró la cara (clara y descarada metáfora del cambio de personalidad que supone en este personaje, Álex, hacia una realidad de manifiesta monstruosidad; una monstruosidad que se le hace insoportable de conllear), sino que también se supone que le lastra con un complejo de yerro o pecado: intentar sin éxito ayudar a quienes padecen un aparatoso accidente de tráfico, resulta también arrollado en su intento de prestar socorro a los heridos. Ésta es la historia que Álex construye, consiguiendo que nos identifiquemos con su calvario, despertando en nosotros este “falso” sentimiento de compasión paternalista. Y digo “falso”, porque dicho sentimiento es el sucedáneo hipócrita del revulsivo de emociones basadas en la repulsión y rechazo al contemplar el herido y deforme rostro de esta persona.
La confrontación de estas dos realidades; la de la bestia herida, frente a la de la bella tocada en su orgullo profesional y en sus temores más siniestros (todos los que nos dedicamos a la psicología desarrollamos en algún momento la angustiosa fantasía del miedo a perder un paciente que se pueda tirar por la ventana, o cortarse las venas después de una sesión), dibuja un cuadro de imagen/reflejo en el que cobra pleno sentido la metáfora de Martin Buber sobre el encuentro del Yo en el rostro del otro (en este caso en extremo dolorido y dañado).
Sobre esta estimulante base de juego psicológico, en el seno de la cual se constituye la más preclara tensión entre la evolución de ambos personajes, el guión y, por ende, el director, tenían la oportunidad de haber elaborado algo único, terrible, espeluznante y grandioso. Sin embargo, ya sea por dejadez y desidia creativa, o por dictados de la siempre impertinente y casposa mano de los productores, más afanados en vender buñuelos de aire que cine, la película toma el acostumbrado derrotero del tan macabro como enrevesado lío de la venganza orquestada por un padre pederasta que ha estado abusando durante años de su indefensa hija, que era precisamente la que había estado tratando la doctora, que se resuelve como caída en picado con una auténtica exhibición de giros.
El resultado es que a los espectadores se nos queda el cuerpo clavado como a los ocupantes de un vehículo que, habiendo perdido el control sobre una placa de hielo en la carretera, salva in extremis el pato con un par de acrobáticos trompos.
Aunque a favor de Alistair Legrand, quiero reconocer de ingeniosa y bien hallada la simbología de la secuencia final en la que Jane se carga al malo, no con una pistola, un cuchillo, ni tampoco un trozo de cristal (que como “planting” también habría sido de lo más sugerente) sinó arrancando de cuajo al malvado Alex, el quirúrgicamente implantado nuevo rostro, que deja al descubierto, en carne viva, la descompuesta faz del monstruo, con todo lo que pueda representar de terrorífico el reflejo de lo que la protagonista, y por extensión el público, que somos sus ojos, rechaza, aborrece, odia y desea destruir, más que sanar. Uns bastante común, pero curiosa atractiva forma de escenificar el clímax del mítico “tête-a-tête” final, entre el bién y el mal.