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Voto de Jordirozsa:
6
22 de diciembre de 2022
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Alternando las riberas de los grandes lagos que separan Canadá de los Estados Unidos, Sheldon Wilson está desarrollando su carrera a caballo entre la ciencia ficción, el terror, las catástrofes y los bichos, desde que su ópera prima de 2001, «Night Class», haya sido prácticamente la única pieza dedicada al «thriller» sobre crímenes. De su ya considerable catálogo de producciones, se ha consagrado mayoritariamente a la televisión, principalmente en los últimos años, en los que no ha tenido demasiada oportunidad ni atino en dirigir algo verdaderamente importante.
El SyFy Channel, fue creado en 1992 por Mitchell Rubenstein y Silvers Laurie (ambos diseñadores), como canal televisivo por cable del que es propietaria la NBC Global Network. Se especializó en los telefilmes de Ciencia Ficción (de ahí su redundante bautizo), aunque se diversificó en demás géneros. Empezó a emitir en 1994, y desde su fundación cuenta en su haber con casi medio millar de producciones.
Wilson, dado en casi todos sus trabajos al medio, demuestra su experiencia en el formato. Aun tratándose, la mayor parte de veces, de piezas de pésima calidad que ni tan sólo logran el fundamental objetivo de entretenimiento durante una sobremesa de fin de semana, en sus proyectos consigue imprimar un plus de calidad; bastantes de ellos, privados de los recursos básicos (tiempo y dinero), logran una mínima decencia artística y efectividad comercial. El hombre se hace notar si le echa algo de esmero. Éste sería el caso de «Stickman» (2017), en donde consigue aderezar un plato de bastante gusto con los pocos ingredientes (y de bajo estándar) que se le proporcionan.
Una de las cosas que cabe destacar en el ingente corpus de ideas, temas, clichés y refritos que los canales de televisión y las plataformas digitales de pago van colocando en sus rejillas de programación o en sus escaparates, respectivamente, es la génesis de una especie de «Panteón o Museo del Hombre del Saco», por así decirlo. Aquellos a quienes les pone tanto el etiquetaje, es muy probable que ya se hayan «inventado» otro más de los llamados subgéneros: el que ha entronizado a nuestro (simpático en nuestra adultez, e indescriptiblemente terrorífico en la niñez) «coco». El espantajo con el que los mayores intentan hacer (a veces lo imposible) que los más renacuajos se porten bien, so pena de que se los lleve un ente al que se ha rebautizado infinidad de veces, y caracterizado en el cine otras tantas: «Slenderman» (en multitud de versiones, «remakes» y calibres); «Boogeyman» (idem de variopintas formas y texturas); «The Babadook» (2014); «The Sandman» (2017); «The Crooked Man» (2016); «The Bye-Bye Man» (2017)… vamos, toda un pase de «mans», que igual como en una desfilada de modelos (y modelas), el mismo saldrá a la pasarela montones de veces, pero con distinto disfraz. A mediados de la década de los diez proliferaron los terroríficos «hombrecitos», como las apariciones de la Virgen María. Infinidad de versiones según zonas geográficas y hechos fundacionales de veneración, como setas han asomado su sombrero y/o guantes con cuchillas, personajes que no son otra cosa que la proyección del intuido concepto del mal en el sistema moral y espiritual del ser humano, materializado en algo tangible, a su propia imagen y semejanza.
Todos estos monigotes, recurso narrativo para figurar los miedos y las miserias de las personas, y plásticamente representados a base de maquillajes, y/o de efectos FX y CGI, son la materialización de todo lo que nos angustia e incomoda, generalmente proveniente de nuestro propio afuero interno (a veces en carne y hueso, aunque igualmente monstruos; pensemos en el Fredy éste, o, de lo más común, el psicópata de turno que va por ahí con un cuchillo o una sierra mecánica, o el zombie que busca desesperadamente carne humana donde hincar sus dientes).
La teoría de Carl Gustav Jung nos explica que todo aquello que forma parte de la auténtica esencia de cada persona, es escondido y encerrado en la oscuridad de su inconsciente, ahí desterrado, mientras que a nivel consciente vive sólo la «máscara» del «personaje» que se construye de sí mismo. Eso que permanece en la penumbra no quiere ser reconocido, y acaba figurándose como ese ente terrorífico que se escupe, buscando su eco en los semejantes, es a lo que Jung llama «la sombra»… no tiene que ser necesariamente algo maligno o un fajo de traumas reprimidos… simplemente es la auténtica esencia negada de la persona, que busca poderse librar del encierro al que ha sido condenada.
Estas figuras provienen en su filogénesis de un antepasado común y milenario: el que tuvo atemorizadas a generaciones, sobre todo en épocas más oscuras (en lo que se refiere a avispamiento de la gente) como la Edad Media, o hasta incluso ya en el propio Renacimiento (que no fue tal, pues se involucionó a una visión exageradamente antropocéntrica): el mismísimo, temido y terrorífico demonio (de hecho, hoy en día, y según como se mire, más que nunca, «el cuernos» sigue siendo objecto de tramas varias para los cineastas).
Sean fantasmas, apariciones en sueños, muertos que vuelven del más allá, pérfidas o malignas inversiones del interminable catálogo de los héroes de Marvel, tienen varios elementos en común: nacen de un mito, una leyenda; suelen tener una apariencia que, sino terror, suele inspirar asco y repugnancia (se encargan de hacerles bastante asquerosetes, por lo general); cuentan con una clave o fórmula para «despertar» de su letargo y empezar a atosigar a niños, adolescentes o adultos: Drácula revive de las cenizas de la anterior secuela (hablo por supuesto de las de la Hammer), con unas gotas de sangre fresca (de esa tan roja que usaban en los años 60). Otros resurgen o traspasan el portal desde donde están, con una invocación, un conjuro, o simplemente por el estado emocional de quien es capaz de ponerles en ristra; suele haber un «medium» (muchas veces niños -¿Por qué será?- y en el caso del Diablo, las brujas);
El SyFy Channel, fue creado en 1992 por Mitchell Rubenstein y Silvers Laurie (ambos diseñadores), como canal televisivo por cable del que es propietaria la NBC Global Network. Se especializó en los telefilmes de Ciencia Ficción (de ahí su redundante bautizo), aunque se diversificó en demás géneros. Empezó a emitir en 1994, y desde su fundación cuenta en su haber con casi medio millar de producciones.
Wilson, dado en casi todos sus trabajos al medio, demuestra su experiencia en el formato. Aun tratándose, la mayor parte de veces, de piezas de pésima calidad que ni tan sólo logran el fundamental objetivo de entretenimiento durante una sobremesa de fin de semana, en sus proyectos consigue imprimar un plus de calidad; bastantes de ellos, privados de los recursos básicos (tiempo y dinero), logran una mínima decencia artística y efectividad comercial. El hombre se hace notar si le echa algo de esmero. Éste sería el caso de «Stickman» (2017), en donde consigue aderezar un plato de bastante gusto con los pocos ingredientes (y de bajo estándar) que se le proporcionan.
Una de las cosas que cabe destacar en el ingente corpus de ideas, temas, clichés y refritos que los canales de televisión y las plataformas digitales de pago van colocando en sus rejillas de programación o en sus escaparates, respectivamente, es la génesis de una especie de «Panteón o Museo del Hombre del Saco», por así decirlo. Aquellos a quienes les pone tanto el etiquetaje, es muy probable que ya se hayan «inventado» otro más de los llamados subgéneros: el que ha entronizado a nuestro (simpático en nuestra adultez, e indescriptiblemente terrorífico en la niñez) «coco». El espantajo con el que los mayores intentan hacer (a veces lo imposible) que los más renacuajos se porten bien, so pena de que se los lleve un ente al que se ha rebautizado infinidad de veces, y caracterizado en el cine otras tantas: «Slenderman» (en multitud de versiones, «remakes» y calibres); «Boogeyman» (idem de variopintas formas y texturas); «The Babadook» (2014); «The Sandman» (2017); «The Crooked Man» (2016); «The Bye-Bye Man» (2017)… vamos, toda un pase de «mans», que igual como en una desfilada de modelos (y modelas), el mismo saldrá a la pasarela montones de veces, pero con distinto disfraz. A mediados de la década de los diez proliferaron los terroríficos «hombrecitos», como las apariciones de la Virgen María. Infinidad de versiones según zonas geográficas y hechos fundacionales de veneración, como setas han asomado su sombrero y/o guantes con cuchillas, personajes que no son otra cosa que la proyección del intuido concepto del mal en el sistema moral y espiritual del ser humano, materializado en algo tangible, a su propia imagen y semejanza.
Todos estos monigotes, recurso narrativo para figurar los miedos y las miserias de las personas, y plásticamente representados a base de maquillajes, y/o de efectos FX y CGI, son la materialización de todo lo que nos angustia e incomoda, generalmente proveniente de nuestro propio afuero interno (a veces en carne y hueso, aunque igualmente monstruos; pensemos en el Fredy éste, o, de lo más común, el psicópata de turno que va por ahí con un cuchillo o una sierra mecánica, o el zombie que busca desesperadamente carne humana donde hincar sus dientes).
La teoría de Carl Gustav Jung nos explica que todo aquello que forma parte de la auténtica esencia de cada persona, es escondido y encerrado en la oscuridad de su inconsciente, ahí desterrado, mientras que a nivel consciente vive sólo la «máscara» del «personaje» que se construye de sí mismo. Eso que permanece en la penumbra no quiere ser reconocido, y acaba figurándose como ese ente terrorífico que se escupe, buscando su eco en los semejantes, es a lo que Jung llama «la sombra»… no tiene que ser necesariamente algo maligno o un fajo de traumas reprimidos… simplemente es la auténtica esencia negada de la persona, que busca poderse librar del encierro al que ha sido condenada.
Estas figuras provienen en su filogénesis de un antepasado común y milenario: el que tuvo atemorizadas a generaciones, sobre todo en épocas más oscuras (en lo que se refiere a avispamiento de la gente) como la Edad Media, o hasta incluso ya en el propio Renacimiento (que no fue tal, pues se involucionó a una visión exageradamente antropocéntrica): el mismísimo, temido y terrorífico demonio (de hecho, hoy en día, y según como se mire, más que nunca, «el cuernos» sigue siendo objecto de tramas varias para los cineastas).
Sean fantasmas, apariciones en sueños, muertos que vuelven del más allá, pérfidas o malignas inversiones del interminable catálogo de los héroes de Marvel, tienen varios elementos en común: nacen de un mito, una leyenda; suelen tener una apariencia que, sino terror, suele inspirar asco y repugnancia (se encargan de hacerles bastante asquerosetes, por lo general); cuentan con una clave o fórmula para «despertar» de su letargo y empezar a atosigar a niños, adolescentes o adultos: Drácula revive de las cenizas de la anterior secuela (hablo por supuesto de las de la Hammer), con unas gotas de sangre fresca (de esa tan roja que usaban en los años 60). Otros resurgen o traspasan el portal desde donde están, con una invocación, un conjuro, o simplemente por el estado emocional de quien es capaz de ponerles en ristra; suele haber un «medium» (muchas veces niños -¿Por qué será?- y en el caso del Diablo, las brujas);
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
y todos ellos (menos algunos, según las ganas que tenga la productora de dejar un «clifhanger» para dar pie si fuere necesario a una o varias secuelas) pueden ser destruidos o mantenidos a raya de una manera específica (estacas, balas de plata, crucifijos, luz solar, agua bendita, sangre con la que pintarlos para que desaparezcan…). Los más míticos llegaron a la gran pantalla, procedentes de la literatura clásica, pero en el caso de los ya nombrados, parejos a Stickman (¡oh, desperdicio de ideas!), muchos permanecerán encarcelados en la mínima expresión de espacio que es la «caja tonta» (aka, el televisor).
I es que las intenciones de Sheldon Wilson, por mandato de los criterios de exhibición de la empresa que lo contrata como realizador, son bastante diferentes de las que vimos, por ejemplo, en «The Unspoken» (2015). En «Stickman» no se preocupa demasiado de un guion con cuerpo, sino de satisfacer las exigencias ramplonas de unas generosas dosis de hemoglobina, chillidos de muchachas adolescentes exaltadas, y algún que otro susto barato.
Wilson no se complica la vida, y echa mano de los requisitos de manual palomitero para ir al grano. No se arriesga, y le faltan arrestos para, por ejemplo, lograr un buen trabajo de realización que hubiese permitido que todo, absolutamente todo, el metraje del film no saliera, en términos de «set», del interior del psiquiátrico donde permanece internada la protagonista, una bastante guapetona y bien caracterizada Hayley Law. La escena en el centro de acogida al que va a parar Emma, podríase haber ahorrado, así como, ya en resolución, las tomas de la ciudad, la vista del puente o el incidente dentro de la tienda.
Todas ellas, la mayoría en lo que sería la introducción a un único acto en la institución de internamiento, son (y a consciencia, de ello no tengo la más menor duda), acesorias: la del centro de acogida, como parada de bus donde recoger aspirantes a víctimas asesinadas (las que tenían que ser las cinco compañeras de viaje de la principal); y el resto, ya en la resolución, intercaladas por un decente montaje con la «operación retorno» al manicomio de Emma para deshacerse del incordiante «stickman», en las que vemos claramente la estrategia de Wilson de no dejar huecos en la tensión «in crescendo» y evitar que decaiga el ritmo narrativo.
Prácticamente sin escenas diurnas (más que las de los terribles sueños que experimenta Emma), la fotografía de Eric J. Goldstein nos mantiene en una atmósfera nebulosa (donde a veces es difícil ubicarse en un sueño de Emma, o en la consciente realidad de lo que está haciendo para intentar salvarse de la masacre). Con tonos bastante siniestros, en los que destaca algún que otro brochazo de rojo sanguinolento.
La partitura de Steve London no logra superar los convencionalismos: los efectos de los instrumentos de cuerda («glisandos» agudos, vibratos «sul ponticello»…) son la tónica general construida para el espacio diegético.
A parte del más elaborado rol de Law, muy estrechamente vinculado al de Erik Knudsen (quien interpreta al atormentado Jeremy), necesario para encarnar al cómplice de Emma en el enfrentamiento final con «Stickman», el resto de personajes no aportan a la historia más que su efímera presencia, que acaba a manos de un bicho creado en CGI, que si bien sabe mantenerse en estado de semi ocultación, en determinados puntos en los que se busca a conciencia un máximo en la función atencional (ésta depende casi exclusivamente del efectismo que no tanto de unas bien preparadas actuaciones o interesantes diálogos), la manifiesta y completa exposición del mismo a «tuti plen» ante la cámara echa al traste el efecto aterrador que había logrado mantener el nivel de angustia en la audiencia.
Al fin y al cabo, los claroscuros, los enfoques a contraluz, las sombras y las siluetas, harto demostrado está, han sido siempre lo que más resultado ha dado en el cometido de arrojar pánico en el escenario.
I es que las intenciones de Sheldon Wilson, por mandato de los criterios de exhibición de la empresa que lo contrata como realizador, son bastante diferentes de las que vimos, por ejemplo, en «The Unspoken» (2015). En «Stickman» no se preocupa demasiado de un guion con cuerpo, sino de satisfacer las exigencias ramplonas de unas generosas dosis de hemoglobina, chillidos de muchachas adolescentes exaltadas, y algún que otro susto barato.
Wilson no se complica la vida, y echa mano de los requisitos de manual palomitero para ir al grano. No se arriesga, y le faltan arrestos para, por ejemplo, lograr un buen trabajo de realización que hubiese permitido que todo, absolutamente todo, el metraje del film no saliera, en términos de «set», del interior del psiquiátrico donde permanece internada la protagonista, una bastante guapetona y bien caracterizada Hayley Law. La escena en el centro de acogida al que va a parar Emma, podríase haber ahorrado, así como, ya en resolución, las tomas de la ciudad, la vista del puente o el incidente dentro de la tienda.
Todas ellas, la mayoría en lo que sería la introducción a un único acto en la institución de internamiento, son (y a consciencia, de ello no tengo la más menor duda), acesorias: la del centro de acogida, como parada de bus donde recoger aspirantes a víctimas asesinadas (las que tenían que ser las cinco compañeras de viaje de la principal); y el resto, ya en la resolución, intercaladas por un decente montaje con la «operación retorno» al manicomio de Emma para deshacerse del incordiante «stickman», en las que vemos claramente la estrategia de Wilson de no dejar huecos en la tensión «in crescendo» y evitar que decaiga el ritmo narrativo.
Prácticamente sin escenas diurnas (más que las de los terribles sueños que experimenta Emma), la fotografía de Eric J. Goldstein nos mantiene en una atmósfera nebulosa (donde a veces es difícil ubicarse en un sueño de Emma, o en la consciente realidad de lo que está haciendo para intentar salvarse de la masacre). Con tonos bastante siniestros, en los que destaca algún que otro brochazo de rojo sanguinolento.
La partitura de Steve London no logra superar los convencionalismos: los efectos de los instrumentos de cuerda («glisandos» agudos, vibratos «sul ponticello»…) son la tónica general construida para el espacio diegético.
A parte del más elaborado rol de Law, muy estrechamente vinculado al de Erik Knudsen (quien interpreta al atormentado Jeremy), necesario para encarnar al cómplice de Emma en el enfrentamiento final con «Stickman», el resto de personajes no aportan a la historia más que su efímera presencia, que acaba a manos de un bicho creado en CGI, que si bien sabe mantenerse en estado de semi ocultación, en determinados puntos en los que se busca a conciencia un máximo en la función atencional (ésta depende casi exclusivamente del efectismo que no tanto de unas bien preparadas actuaciones o interesantes diálogos), la manifiesta y completa exposición del mismo a «tuti plen» ante la cámara echa al traste el efecto aterrador que había logrado mantener el nivel de angustia en la audiencia.
Al fin y al cabo, los claroscuros, los enfoques a contraluz, las sombras y las siluetas, harto demostrado está, han sido siempre lo que más resultado ha dado en el cometido de arrojar pánico en el escenario.