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Voto de Jordirozsa:
5
4,4
4.814
Terror. Thriller
Jill Johnson (Camilla Belle), una estudiante de bachillerato, se prepara para trabajar de canguro una noche más en una casa situada en una lejana colina. Una vez dormidos los niños, Jill asegura la puerta y conecta la alarma. Pero la tranquilidad de la joven se transforma en miedo cuando unas misteriosas llamadas telefónicas insisten en que compruebe si los niños se encuentran bien. Su miedo se convierte en terror cuando, gracias a la ... [+]
5 de octubre de 2021
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fred Walton realizó sendas películas, “When a Stranger Calls” (1979), y “When a Stranger Calls Back (1993), que Charles Durning interpreta con una maestría envidiable, aunque ambas cintas no lograron alcanzar el lugar de culto que les correspondía.
En vez de seguir con una tercera entrega, que habría sido quizás demasiado repetitiva como para presentarla como continuación del argumento de las precedentes, Simon West dirige una nueva con idéntico título que la primera, pero no como “remake” tal y como entendemos este concepto (o debería entenderse).
El denominador común de todas ellas es la innegable mimética formal y estilística que en su tiempo utilizara Alfred Hitchcock, teniendo esta que nos ocupa, tres ingeniosas referencias al catálogo del maestro británico, y que comentaré más adelante.
Para nada se puede comparar esta con la franquicia de “Scream”, “Halloween” u otras del llamado “slasher”. Ni mucho menos pretender que bebe o adapta formas usadas por los advenedizos de los últimos cuatro lustros. Hay que remontarse más allá en el tiempo, para buscar en los “psicothrillers” que rayan la frontera del terror, de las décadas de los 60, 50, y hasta incluso los 40, una adecuada analogía.
Pero debido al hecho de que la audiencia, especialmente los palomiteros, los que se supone que llevan un cierto bagaje, o incluso los que estudian o se dedican al séptimo arte, son grandes desconocedores, o desmerecen, todo producto anterior al siglo XXI por esa estúpida creencia de que “lo de antes” está superado y no sirve para nada, pues pasa que nos hallamos con sacrílegos de primer grado, que comparan el trabajo de Simon West con el de Wes Craven, o analizan en clave de terror (el barato, el de sustos y vísceras), lo que en su esencia es otro tipo de película (usen el anglicismo que sea para etiquetar).
Aparentemente se trata de una historia de adolescentes para adolescentes, pero el hecho de que la protagonista, la víctima acosada y su círculo de iguales estén ubicados en la franja de edad de los bachilleres, puede que sólo responda al hecho de que el guion quiera reforzar la supuesta vulnerabilidad de las presas del anónimo asesino.
Ya antes de centrarnos en la top del elenco (Camille Belle, que hace honor a su apellido por lo guapa y atractiva que es), la escena introductoria con la que empiezan los títulos de crédito nos pone en antecedentes: al lado de un parque de atracciones, desde la perspectiva del exterior, ya somos testigos del juego del villano, acosando por teléfono, y masacrando a una familia, cuyos restos encuentra y saca de la casa la dotación de la policía que acude a la mañana siguiente, al lugar de un atroz asesinato, silenciado por el estruendo de las norias y de los autos de choque.
Por lo tanto, el espectador ya sabe algo que va a suceder, y que la joven Jill ignora cuando su padre la trae a la casa donde trabajará como canguro durante la noche, y en la que vivirá una terrible experiencia. En ello, observamos una cinta de suspense sin paliativos.
A tenor de lo visto en los primeros minutos, tenemos la información de un peligro que acecha (el asesino), y una joven estudiante que, muy previsiblemente, tendrá que habérselas con él. Lógicamente, no importará tanto la identidad del malo, ni su relación con el resto de los personajes, o que sea uno de ellos, como ocurre en las de misterio, que detrás de una trama de la que sólo tenemos pistas, igual que el protagonista, nos identificamos con él para descubrir quién es el criminal.
Simon West propone un proceso de tensión emocional en el que unas víctimas potenciales, sin saberlo, están metidas en la boca del lobo, y sólo es cuestión de tiempo de que el monstruo salte sobre ellas, con el añadido de que primero se dedica a juguetear por teléfono con su presa.
Este hilo de presión que irá en progresivo augmento, ya empieza nada más ver como el padre de Jill la trae en coche a la casa de los Mandrakis. Mientras, en la conversación que mantienen, el guión nos justifica la razón por la que la muchacha se quedará sola en un escenario que se nos hará sobrecogedor, por su siniestra inmensidad y lo lúgubre que se configura, a pesar de ser de lo más molona y moderniqui.
Así, la impresión de soledad y desamparo de Jill quedará mucho más realzado (con los agravantes de que apenas aparecerá la criada, los niños que cuida, que supuestamente duermen en su habitación, y el propio Dr. Mandrakis; sólo veremos a su mujer dando alguna instrucción básica a la novata canguro). Para postre, la chica acaba de cortar con su novio, al que representa que pilló besando a otra (nos quedaremos pues sin héroe salvador), y al que, igual que al resto de los compis, no podrá ver en la fiestuqui que organizan aquella noche, porque su papi la ha castigado por pasarse de minutos al móvil (nada más que 800, pero comprensible si los usó para echarle el puro a su infiel maromo). Como buen progenitor que es, la sanción consiste en ganarse unas perras vigilando a unos chiquillos en una mansión de lujo, pues parece que el hombre es de los que creen no sólo en el valor punitivo, sinó también educativo de las sanciones (así la niña sabrá la pasta que cuesta mantener una cuenta telefónica).
El decorado principal en el que se desarrollará casi toda la acción, exceptuando el preámbulo y el epílogo, es esta opulenta vivienda, con todas las pijadas tecnológicas habidas y por haber (como por ejemplo las luces de encendido automático, apertura de puertas y cristaleras, y un largo etecé… ). Como si Jill estuviera en uno de esos inexpugnables castillos de la Edad Media… ¿¡Cómo podría imaginarse lo que iba a suceder!?.
La inmensidad del lugar, la constante luz apenumbrada de diferentes tonos (azulados con el reflejo del exterior, amarillentos en el interior), que cuida la fotografía de Peter Menzies Jr., el tiempo ventoso que se gira en el exterior, la vista a lo lejos de la casa de invitados donde se enciende una luz…
En vez de seguir con una tercera entrega, que habría sido quizás demasiado repetitiva como para presentarla como continuación del argumento de las precedentes, Simon West dirige una nueva con idéntico título que la primera, pero no como “remake” tal y como entendemos este concepto (o debería entenderse).
El denominador común de todas ellas es la innegable mimética formal y estilística que en su tiempo utilizara Alfred Hitchcock, teniendo esta que nos ocupa, tres ingeniosas referencias al catálogo del maestro británico, y que comentaré más adelante.
Para nada se puede comparar esta con la franquicia de “Scream”, “Halloween” u otras del llamado “slasher”. Ni mucho menos pretender que bebe o adapta formas usadas por los advenedizos de los últimos cuatro lustros. Hay que remontarse más allá en el tiempo, para buscar en los “psicothrillers” que rayan la frontera del terror, de las décadas de los 60, 50, y hasta incluso los 40, una adecuada analogía.
Pero debido al hecho de que la audiencia, especialmente los palomiteros, los que se supone que llevan un cierto bagaje, o incluso los que estudian o se dedican al séptimo arte, son grandes desconocedores, o desmerecen, todo producto anterior al siglo XXI por esa estúpida creencia de que “lo de antes” está superado y no sirve para nada, pues pasa que nos hallamos con sacrílegos de primer grado, que comparan el trabajo de Simon West con el de Wes Craven, o analizan en clave de terror (el barato, el de sustos y vísceras), lo que en su esencia es otro tipo de película (usen el anglicismo que sea para etiquetar).
Aparentemente se trata de una historia de adolescentes para adolescentes, pero el hecho de que la protagonista, la víctima acosada y su círculo de iguales estén ubicados en la franja de edad de los bachilleres, puede que sólo responda al hecho de que el guion quiera reforzar la supuesta vulnerabilidad de las presas del anónimo asesino.
Ya antes de centrarnos en la top del elenco (Camille Belle, que hace honor a su apellido por lo guapa y atractiva que es), la escena introductoria con la que empiezan los títulos de crédito nos pone en antecedentes: al lado de un parque de atracciones, desde la perspectiva del exterior, ya somos testigos del juego del villano, acosando por teléfono, y masacrando a una familia, cuyos restos encuentra y saca de la casa la dotación de la policía que acude a la mañana siguiente, al lugar de un atroz asesinato, silenciado por el estruendo de las norias y de los autos de choque.
Por lo tanto, el espectador ya sabe algo que va a suceder, y que la joven Jill ignora cuando su padre la trae a la casa donde trabajará como canguro durante la noche, y en la que vivirá una terrible experiencia. En ello, observamos una cinta de suspense sin paliativos.
A tenor de lo visto en los primeros minutos, tenemos la información de un peligro que acecha (el asesino), y una joven estudiante que, muy previsiblemente, tendrá que habérselas con él. Lógicamente, no importará tanto la identidad del malo, ni su relación con el resto de los personajes, o que sea uno de ellos, como ocurre en las de misterio, que detrás de una trama de la que sólo tenemos pistas, igual que el protagonista, nos identificamos con él para descubrir quién es el criminal.
Simon West propone un proceso de tensión emocional en el que unas víctimas potenciales, sin saberlo, están metidas en la boca del lobo, y sólo es cuestión de tiempo de que el monstruo salte sobre ellas, con el añadido de que primero se dedica a juguetear por teléfono con su presa.
Este hilo de presión que irá en progresivo augmento, ya empieza nada más ver como el padre de Jill la trae en coche a la casa de los Mandrakis. Mientras, en la conversación que mantienen, el guión nos justifica la razón por la que la muchacha se quedará sola en un escenario que se nos hará sobrecogedor, por su siniestra inmensidad y lo lúgubre que se configura, a pesar de ser de lo más molona y moderniqui.
Así, la impresión de soledad y desamparo de Jill quedará mucho más realzado (con los agravantes de que apenas aparecerá la criada, los niños que cuida, que supuestamente duermen en su habitación, y el propio Dr. Mandrakis; sólo veremos a su mujer dando alguna instrucción básica a la novata canguro). Para postre, la chica acaba de cortar con su novio, al que representa que pilló besando a otra (nos quedaremos pues sin héroe salvador), y al que, igual que al resto de los compis, no podrá ver en la fiestuqui que organizan aquella noche, porque su papi la ha castigado por pasarse de minutos al móvil (nada más que 800, pero comprensible si los usó para echarle el puro a su infiel maromo). Como buen progenitor que es, la sanción consiste en ganarse unas perras vigilando a unos chiquillos en una mansión de lujo, pues parece que el hombre es de los que creen no sólo en el valor punitivo, sinó también educativo de las sanciones (así la niña sabrá la pasta que cuesta mantener una cuenta telefónica).
El decorado principal en el que se desarrollará casi toda la acción, exceptuando el preámbulo y el epílogo, es esta opulenta vivienda, con todas las pijadas tecnológicas habidas y por haber (como por ejemplo las luces de encendido automático, apertura de puertas y cristaleras, y un largo etecé… ). Como si Jill estuviera en uno de esos inexpugnables castillos de la Edad Media… ¿¡Cómo podría imaginarse lo que iba a suceder!?.
La inmensidad del lugar, la constante luz apenumbrada de diferentes tonos (azulados con el reflejo del exterior, amarillentos en el interior), que cuida la fotografía de Peter Menzies Jr., el tiempo ventoso que se gira en el exterior, la vista a lo lejos de la casa de invitados donde se enciende una luz…
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
todos ellos, elementos que se confabulan con una intensa y eficaz partitura orquestal de James Dooley, que no nos dejará reposar el alma en su omnipresencia a lo largo del metraje, con sus inquietantes motivos y efectos sonoros, para traernos hacia el clímax final, a lomos de esta angustia creciente, al paso de un ritmo narrativo que no se echará al galope casi hasta el final.
Los diálogos brillan por su escasa relevancia. Son algo puramente incidental. Y es que lo que logra West en el apartado técnico, en lo dramático se relaja demasiado haciendo zozobrar la efectividad de lo que pretende conseguir. Le falta pulso para saber mantener el grado de intensidad creciente en el proceso atencional del espectador, que peligra por momentos en la primera fase de la parte central de la cinta. Tira demasiado de la cuerda del recurso de las incesantes y agobiantes llamadas, de modo que en vez de parecer que se trata de un psicópata acosador, al espectador le da más la impresión de tener, al otro lado de la línea a uno de eso(a)s pesado(a)s o comerciales que intentan vender algo, o agentes de banca que taladran con los “piticlings” del celular para ver si abonamos de una vez alguna cuota impagada.
Demasiado como para la que ya justita interpretación de la Belle empiece a tambalearse por su incapacidad de mantener el tipo (ya le vemos que en su carrera inicial de velocidad en el instituto no logra marca y parece faltarle el aliento) en determinados momentos, aunque en el tramo del desenlace sabe ponerse las pilas.
El guión, a mi modo de ver, se marca algún que otro gazapo; el hecho de que no se les vea nada o casi nada, hace que los personajes de la criada, el Dr. Mandrakis y los niños se antojen como “fantasmales”, en el sentido de que en algún momento de la cinta uno se pregunta si realmente “existen” o seran, como elemento de planting, únicamente habitantes en la mente o imaginación de Jill, cosa que puede llegar a despistar lo suyo en lo que respecta a donde nos querrá llevar el “script”.
La sorpresa de fresa de la sirvienta descubierta asesinada cuando se desencadena en cascada el ataque del asesino, así como la tardía salida a escena de los dos muñacos (a los que, por cierto, nuestra canguro no ha ido a echar un vistazo en todo el rato anterior, ni tan siquiera para comprobar que efectivamente estaban dormidos), se figuran como pegote chapucero como si al autor del libreto se le encendiera súbitamente la bombilla: “uy, me había olvidado de estos”, y meterlos en la lid del juego, que si se descuida “después de muerto Pascual, pusiéronle el orinal”.
Así como el “aftermath” en el hospital, que ya viene ser un pegado con tiritas a la de por sí estiradísima masa de pasta que casi se nos rompe y no podemos freír este gustoso buñuelo. A estas alturas de la liga, el brote alucinatorio postraumático de la chavala ya no añadirá más terror a aquél público cuya ansiedad se habrá desinflado en la parte central de la película, porque el divertimento del perturbado antes de saltar al abordaje haya estado fofeando.
Simon West nos regala un paseo por la narrativa hitchcockiana, y para ello no podían faltar tres magníficas referencias que plasma en la historia: el teléfono (haciéndonos evocar la mítica “Dial M for Murder”, de 1954; “Los Pájaros”, de 1963, con la inserción en el decorado de la casa, de aquél exótico y tupido invernadero, poblado de aves de todos los colorines, que aquí los pobres se llevan lo peor; y “Psicosis”, de 1960, con un asesino cuchillo en mano. Cuando le ví la figura, los andares, y fugazmente la cara en su detención al final, no pude evitar recordar al glorioso Anthony Perkins, al que obviamente no se puede comparar Tommy Flannagan, que si algunos recuerdan, es el fiel Cicero en “Gladiator” (2000). Incluido el gato negro, hermosos guiños al maestro británico que nos enseñó lo que era el buen cine. Sólo por este homenaje, West se merece el aprobado.
Los diálogos brillan por su escasa relevancia. Son algo puramente incidental. Y es que lo que logra West en el apartado técnico, en lo dramático se relaja demasiado haciendo zozobrar la efectividad de lo que pretende conseguir. Le falta pulso para saber mantener el grado de intensidad creciente en el proceso atencional del espectador, que peligra por momentos en la primera fase de la parte central de la cinta. Tira demasiado de la cuerda del recurso de las incesantes y agobiantes llamadas, de modo que en vez de parecer que se trata de un psicópata acosador, al espectador le da más la impresión de tener, al otro lado de la línea a uno de eso(a)s pesado(a)s o comerciales que intentan vender algo, o agentes de banca que taladran con los “piticlings” del celular para ver si abonamos de una vez alguna cuota impagada.
Demasiado como para la que ya justita interpretación de la Belle empiece a tambalearse por su incapacidad de mantener el tipo (ya le vemos que en su carrera inicial de velocidad en el instituto no logra marca y parece faltarle el aliento) en determinados momentos, aunque en el tramo del desenlace sabe ponerse las pilas.
El guión, a mi modo de ver, se marca algún que otro gazapo; el hecho de que no se les vea nada o casi nada, hace que los personajes de la criada, el Dr. Mandrakis y los niños se antojen como “fantasmales”, en el sentido de que en algún momento de la cinta uno se pregunta si realmente “existen” o seran, como elemento de planting, únicamente habitantes en la mente o imaginación de Jill, cosa que puede llegar a despistar lo suyo en lo que respecta a donde nos querrá llevar el “script”.
La sorpresa de fresa de la sirvienta descubierta asesinada cuando se desencadena en cascada el ataque del asesino, así como la tardía salida a escena de los dos muñacos (a los que, por cierto, nuestra canguro no ha ido a echar un vistazo en todo el rato anterior, ni tan siquiera para comprobar que efectivamente estaban dormidos), se figuran como pegote chapucero como si al autor del libreto se le encendiera súbitamente la bombilla: “uy, me había olvidado de estos”, y meterlos en la lid del juego, que si se descuida “después de muerto Pascual, pusiéronle el orinal”.
Así como el “aftermath” en el hospital, que ya viene ser un pegado con tiritas a la de por sí estiradísima masa de pasta que casi se nos rompe y no podemos freír este gustoso buñuelo. A estas alturas de la liga, el brote alucinatorio postraumático de la chavala ya no añadirá más terror a aquél público cuya ansiedad se habrá desinflado en la parte central de la película, porque el divertimento del perturbado antes de saltar al abordaje haya estado fofeando.
Simon West nos regala un paseo por la narrativa hitchcockiana, y para ello no podían faltar tres magníficas referencias que plasma en la historia: el teléfono (haciéndonos evocar la mítica “Dial M for Murder”, de 1954; “Los Pájaros”, de 1963, con la inserción en el decorado de la casa, de aquél exótico y tupido invernadero, poblado de aves de todos los colorines, que aquí los pobres se llevan lo peor; y “Psicosis”, de 1960, con un asesino cuchillo en mano. Cuando le ví la figura, los andares, y fugazmente la cara en su detención al final, no pude evitar recordar al glorioso Anthony Perkins, al que obviamente no se puede comparar Tommy Flannagan, que si algunos recuerdan, es el fiel Cicero en “Gladiator” (2000). Incluido el gato negro, hermosos guiños al maestro británico que nos enseñó lo que era el buen cine. Sólo por este homenaje, West se merece el aprobado.